Estuve en el
Zócalo este domingo 8 de mayo, horas antes de que llegara la caravana
encabezada por Javier Sicilia. Desde las dos treinta, con el sol a
plomo, escuché los estrujantes testimonios de decenas de personas que,
además de haber padecido violencia o pérdidas familiares, sufrieron la
corrupción e impunidad de las autoridades; varias veces los ojos se me
enrojecieron y la garganta se me apretaba por el llanto contenido. Son
testimonios de un país fracturado:
Es necesario conservar entereza, evitar enrutarse en diagnósticos
alarmistas y entender con serenidad los principales ejes de nuestra
actual encrucijada. Javier Sicilia apuntó a los responsables de esta
madeja, a ¿cómo es posible haber llegado a esto?, se preguntaba un atormentado padre del estado de Guerrero, que aún busca a su hija desaparecida y que airadamente reprocha el autismo de una clase política aclimatada en el confort de sus privilegios. La gente estaba muy enojada, miles de gargantas coreaban mezclando con despecho entre:
fueray
mueraCalderón. La dolorosa pérdida de Javier Sicilia es, al mismo tiempo, la experiencia de miles de familias desgarradas que han llorado pérdidas y han cargado con un país torcido. Las víctimas no son sólo aquellos que de manera directa han padecido la violencia y la zozobra, de alguna manera todos hemos sido heridos por una absurda guerra en un México que ha venido perdiendo el rumbo. Vivimos en una crisis ética sin precedentes en este país; el drama de Javier ha detonado una enorme ola social de indignación y hartazgo que va más allá de la inseguridad y de la violencia que ha invadido nuestro entorno cotidiano. Esta ola puede convertirse en un incontrolable tsunami, siguiendo al antropólogo Roger Bartra, de la implosión a la explosión social. Además de reconstruir tejido social, se necesita un proyecto común, como dice Sicilia, que enderece el rumbo de una nación herida.
los señoresde la política, los del crimen, y añadiría a los señores del dinero y los señores de los medios. El ciudadano común tampoco puede eximirse de su responsabilidad. Sin embargo, estamos ante una evidente pérdida de autoridad moral de los principales actores que conducen y simbolizan el rumbo de la nación: la Presidencia, los gobernadores, los actores legislativos y de justicia, los empresarios, los líderes gremiales, las jerarquías religiosas. Existe un claro desencuentro político. Es notorio el terreno pantanoso entre la regresión y el dudoso desempeño de las instituciones democráticas, como los tribunales, los institutos electorales, de derechos humanos, de transparencia, los partidos, con la emergencia de una cultura de la invisibilidad. Desde la cañería del sistema se pactan acuerdos, la clase política va tasando la realidad por cuotas de poder, repartos voraces y equilibrios imperfectos. Es el reino de los intereses particulares; estamos bajo el imperio de grupos cuyo móvil es el provecho propio. Sólo hay retazos, parcelas e intereses políticos que se definen desde la lógica electoralista y que están llevando a la deconstrucción de la propia democracia. El narco y la violencia florecen porque la sociedad está fracturada.
La relación entre la ética y la política es un debate antiquísimo; se le ha rehuido por ser uno de los temas más espinosos por la falta de consenso sobre los parámetros del debate público. Es un debate filosófico que se antoja fuera del alcance de nuestra clase política, intelectualmente pobre. La idea de crisis debe hacer referencia a la crisis de valores y a las huellas en la historia del pensamiento, es decir, al incesante cuestionamiento de los valores. Caracterizar nuestra dramática circunstancia como una crisis de ética consiste en tomar una posición con respecto al significado que le atribuye a la ética. En su texto La política como vocación, Max Weber aborda la cuestión definiendo dos vectores, por un lado, lo que llamó la ética de la convicción y la otra, ética de la responsabilidad, esto es, las perspectivas en que se asumen las consecuencias de las decisiones y acciones. La ciencia política ha avanzado mucho en el terreno teórico, por lo que las propuestas weberianas son, para muchos, simplistas. Kant se coloca en el extremo, converge a la idea de que toda la actividad humana práctica debe estar sujeta a un máximo de imperativo moral. Hegel rechaza el moralismo político y la subordinación kantiana de la política a la moral, pretende recuperar la construcción histórica de la subjetividad moral moderna, es decir, la ética. Lamentablemente, la clase política mexicana no cubre estos principios básicos ni mucho menos la vocación de la política como servicio. En su pragmatismo extremo, los políticos profesionales han perdido identidad, tradición y memoria. Los partidos se han mimetizado al grado de que los ciudadanos votan más por las cualidades de los candidatos que por las convicciones o tradiciones políticas. Igualmente la responsabilidad social se ha perdido; nadie se hace responsable de nada ni de sus actos. La impunidad impera. Por ello los testimonios del domingo sobre las víctimas están cargadas, con toda razón, de rabia contenida. El movimiento social que encabeza Javier Sicilia es fundamentalmente ético y, por supuesto, es altamente político. Nos invita a recuperar una tradición perdida y un debate más que necesario de la relación entre ética y política, entre la ética de la responsabilidad y la vocación política.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/05/11/index.php?section=opinion&article=019a1pol
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