jueves, 26 de mayo de 2011

Cultura : Leer todo. Ana García Bergua

Estoy leyendo la novela con la que el francés Georges Pérec (1938-1982) ganó el premio Médicis en 1978, La Vie mode d’emploi (en la traducción de Anagrama se titula La vida instrucciones de uso). Novela barroca que propone la vida en un edificio parisino armada como un rompecabezas, como una caja china, en ella se cruzan las historias de cada departamento en el espacio y el tiempo, pero no sólo las historias de sus habitantes, sino las de los cuadros, muebles, objetos e incluso periódicos y prospectos que los pueblan. Nunca había leído una novela tan llena de ramificaciones y a la vez tan interesante, la novela ideal de todo voyeur y de todo lector ávido; me hace pensar, quizá, en el Tristram Shandy, de Sterne, pero también, curiosamente, en El jugador de ajedrez, de Stephan Zweig, que es una de mis novelas preferidas. La novela de Zweig trata de un prisionero de los nazis encerrado en una habitación prácticamente vacía, de muros blancos; cuando encuentra un manual de ajedrez, lo memoriza antes de que se lo quiten y así juega ajedrez en su cabeza para paliar la soledad de estar inmerso en la nada.
En la novela de Pérec, el narrador –a pesar de todas las variaciones que comporta la novela tiene un narrador único y puntilloso– abunda en las descripciones de los objetos al punto de detallar, por ejemplo, el catálogo de herramientas que vende una de las inquilinas, tal y como ésta lo ofrece al público; describe con la misma minuciosidad un cuadro que una lata de pomada. Es el mundo que se expone a la mirada del lector tal como se propone otro personaje de Pérec, el estudiante de Un homme qui dort de 1967 (editada recientemente en español por Impedimenta como Un hombre que duerme), quien decide abandonar sus obligaciones con el mundo para recluirse en sí mismo y convertirse en una especie de testigo transparente por el que la vida –su habitación, las calles de París– pasa como un vasto catálogo.

Georges Pérec
El personaje de Stefan Zweig está solo, en un espacio sin objetos que respondan; La Vie mode d’emploi sería la sed colmada de ese personaje, llevada ligeramente al absurdo (digo ligeramente porque no es literatura del absurdo): una vida-muestrario, una vida que escudriña el mundo con el afán ciego del lector que lee todo. La escritura se convierte, así, en una mano y una huella de la presencia en el mundo, un antídoto vital contra la soledad.
“Imaginemos a un hombre cuya riqueza sólo se pueda comparar con su indiferencia por todo lo que la riqueza suele permitir de ordinario y cuyo deseo, mucho más orgulloso, estriba en querer abarcar, escribir, agotar, no la totalidad del mundo –proyecto que se destruye con sólo enunciarse–, sino un fragmento constituido del mismo: frente a la inextricable coherencia del mundo, se tratará entonces de llevar a cabo un programa en su totalidad, sin duda limitado, pero entero, intacto, irreductible.”
Este párrafo alude al rico personaje principal de la novela –Bartlebooth, uno de los habitantes del edificio de Pérec–, quien concibe un proyecto de vida consistente en aprender a pintar acuarelas, recorrer muchos de los puertos del mundo para pintar una acuarela de cada uno y crear con cada acuarela un rompecabezas, luego de armado el cual reintegrará y despegará cuidadosamente, para borrarlo después. Partir de la nada, a la nada.
Miembro del famoso grupo Oulipo (Ouvroir de Littérature Potentielle), conformado en los años sesenta en Francia por, entre otros, Raymond Queneau, Marcel Duchamp e Italo Calvino en una época, Pérec escribió una obra muy diversa en la que sobresale el interés por la diversidad del mundo, el juego y el ars combinatoria: hizo crucigramas durante buena parte de su vida y entre sus novelas, La disparition (1969) prescinde de la letra e. Así, La Vie mode d’emploi sigue la lógica de un rompecabezas, entre otras premisas, cuyas piezas se van armando conforme avanza la lectura. Por ello posee también el carácter de un juego que va siguiendo ciertas reglas impuestas por su autor. Si bien esto es muy interesante, personalmente lo que me apasiona del libro es esa cámara móvil que nos descubre los mundos dentro del mundo. Al leerla uno desaparece y se convierte un poco en aquel testigo transparente que es el estudiante de Un hombre que duerme, pero a la vez colma la necesidad de existir que el fascismo niega al jugador de ajedrez de Zweig, el cual, por cierto, desemboca también en el ars combinatoria del juego. Yo, por lo pronto, no puedo dejar de leerla. 
 Vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/05/22/sem-ana.html

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