lunes, 2 de mayo de 2011

Cultura Cine Chile : La rueda de la historia. Luis Tovar

Ya en Fuga (2005), su primer largometraje de ficción, pero sobre todo poco más adelante en la estupenda y desasosegante Tony Manero (2008), el cineasta chileno Pablo Larraín –que a la fecha cuenta con apenas treinta y cinco años de edad– había dado muestras de una notable madurez, no sólo narrativa-cinematográfica, algo de por sí meritorio, sino también por lo que hace a su personal búsqueda, comprensión y asimilación del entorno sociopolítico correspondiente al pasado inmediato de su país.
En términos fílmicos, Larraín ha sido consistentemente implacable en la revisión –y con ello en la denuncia– de dicho pasado reciente. Su apuesta creativa ya excedía la consigna, necesarísima, de no olvidar la historia para no verse condenado a repetirla. Ahora, con Post  mortem (2010), añade una exégesis difícil, dura de encarar, del acontecimiento histórico nodal vivido en Chile hace treinta y ocho años, pero sobre todo propone un análisis, así sea mínimo, de la psicología colectiva que pudo conducir a una sociedad entera a la ejecución de tres pasos suicidas: confrontación, masacre y silenciamiento.
Fiel a ciertas elecciones formales que en él ya conforman un estilo, Larraín prescinde por completo de florituras tales como música incidental que refuerce esta u otra escenas, edición sincopada de secuencias que de otro modo evidenciarían su ineficacia, y demás trucos por el estilo. El filme no los necesita, pues le basta y sobra con la importancia de la historia que está contando, y alcanza una fuerza tremenda en virtud del tono, inmisericordemente crudo y realista, con el que dicha historia es conducida.
No es, desde luego, la muerte del presidente chileno Salvador Allende Gossens un tema inédito en la filmografía chilena, pero también es verdad que de él se ha ocupado muchísimo más el género documental que el de ficción y que, cuando este último lo ha hecho, ha sido como de soslayo, perifrásicamente, o bien haciendo del golpe de Estado pinochetista y su asalto al Palacio de la Moneda un marco narrativo, un telón de fondo frente al cual superponer una trama que puede o no tener relación directa con los acontecimientos históricos acaecidos en septiembre de 1973 en Santiago.
Larraín y su colega guionista Mateo Iribarren decidieron que Post mortem arrancara sólo aparentemente como una ficción más del tipo arriba mencionado, para llevarla muy pronto y sin subterfugios al centro del horror: Mario Cornejo –un impresionante Alfredo Castro– deja de ser, a ojos del espectador, un simple y aburridísimo burócrata del servicio médico forense, solitario y silencioso, enamorado sin fortuna de una bailarina de burlesque, para convertirse, sin querer y sin que pudiera evitarlo, en testigo privilegiado del crimen militar recién perpetrado sobre la humanidad de Allende. De ahí las cursivas suprascritas en la palabra muerte: Cornejo es el amanuense que tiene a cargo transcribir el protocolo del médico forense que practica, frente a una batería de militares blindados de condecoraciones, la autopsia al cuerpo del presidente no sólo muerto sino, como se deriva del examen, asesinado. En otras palabras, Larraín derriba sin contemplaciones el “argumento”, luego vuelto mito insidioso, según el cual Allende se habría suicidado poco antes de que el gorilato bombardease La Moneda.
Pero el filme no se detiene ahí. El inmenso personaje que es Cornejo es aprovechado para depositar en él aquello que debió anegar el espíritu de cientos de miles o quizá millones de chilenos: impotencia, frustración, refugio en el individualismo, posturas contradictorias frente a los hechos consumados, sumisión obligada al régimen impuesto, so pena de ser también asesinado ipso facto. “Se suicidó”, miente Cornejo a sabiendas en un momento dado, consciente como pocos de que, tal como están las cosas, decir la verdad equivale a firmar su sentencia de muerte. “Nadie puede escapar a la rueda de la historia”, dijo secuencias atrás el forense, que no obstante estar a favor del Gobierno Popular, más tarde se ve obligado –y con él Cornejo y el resto del personal forense– a colaborar con los militares por la doble vía de estar ahora a su servicio, y al mismo tiempo de callar el horror que ellos, en razón de su oficio, estarían en condiciones de atestiguar con pruebas.
La última secuencia de Post mortem es, sin duda, una de las más logradas metáforas de lo que puede sucederle a un pueblo masacrado y aterrorizado por su “gobierno”, y desde luego no será referida en estas líneas, para no estropearle al espectador la experiencia de verla por sí mismo. 
Vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/05/01/sem-tovar.html

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