Todo estaba dispuesto para que
el poeta y premio Nobel de Literatura Pablo Neruda se exiliara en
México. Había viajado de su casa en Isla Negra a Santiago de Chile y un
avión enviado por el gobierno mexicano estaba listo para recogerlo. Sin
embargo, tuvo que ser internado en la clínica Santa María. Avisó por
teléfono a su mujer, Matilde Urrutia, y a su asistente Manuel Araya que
un médico le había puesto una inyección en el estómago. Unas horas
después murió. Araya –quien estuvo al lado del poeta en sus últimos
días– contó a la revista mexicana Proceso que el poeta habría sido
asesinado.
El poeta chileno Pablo Neruda
“supo a las cuatro de la madrugada (del 11 de septiembre de 1973) que
había un golpe de Estado. Se enteró a través de una radio argentina que
captaba por onda corta. Ésta informaba que la marina se había sublevado
en Valparaíso.
“Trató de comunicarse a Santiago,
pero fue imposible. El teléfono estaba fuera de servicio. Recién como a
las nueve de la mañana confirmamos que el golpe se había concretado.
(…) Ese 11 de septiembre fue un día caótico y amargo porque no sabíamos
qué iba a pasar con Chile y con nosotros.”
Manuel Araya Osorio
habla de Neruda con la familiaridad de quien ha compartido momentos
cruciales con un personaje histórico. Y sí. Fue asistente del poeta
desde noviembre de 1972 –cuando regresó de Francia– hasta su muerte el 23 de septiembre de 1973.
El corresponsal se reunió con este personaje el pasado 24 de abril en el puerto de San Antonio. La entrevista se llevó a cabo en la casa del dirigente de los pescadores artesanales chilenos Cosme Caracciolo,
a quien Araya le pidió ayuda para develar un secreto que lo ahogaba:
“Lo único que quiero antes de morir es que el mundo sepa la verdad, que
Pablo Neruda fue asesinado”, asegura a Proceso.
Sólo el diario El Líder,
de San Antonio, dio cuenta parcial de su versión el 26 de junio de
2004. Pero no trascendió por la poca influencia de este medio.
Araya afirma que siempre ha querido que se haga justicia. Cuenta que el 1 de mayo de 1974 le propuso a Matilde Urrutia,
viuda de Neruda, aclarar esa muerte. Ambos fueron testigos de sus
últimas horas: durmieron, comieron y convivieron en la misma habitación a
partir del golpe del 11 de septiembre de 1973 y hasta la muerte del
poeta, 12 días después, en la clínica Santa María de Santiago.
Pero Araya afirma que Matilde –quien
murió en enero de 1985– no quiso tomar acción alguna para fincar
eventuales responsabilidades. Según él, Urrutia le dijo: “Si inicio un
juicio me van a quitar todos los bienes”. Araya cuenta que en otra
ocasión tuvieron una discusión que marcó un quiebre final en su relación
con la viuda. “Me dijo que lo que había pasado era cosa de ella y no
mía, porque yo ya había terminado de laborar con Pablo, ya no era
trabajador y no teníamos nada que ver”.
“Neruda quería que cuando muriera, la casa de Isla Negra
quedara para los mineros del carbón (…) Pero la Fundación (Pablo
Neruda) se apropió de su obra y no ha concretado ninguno de sus sueños. A
ellos (los directivos de la Fundación) sólo les interesa el dinero”, espeta.
Afirma que hace dos años le entregó a Jaime Pinos,
entonces director de la Casa Museo de Isla Negra, de la Fundación, un
relato sobre los últimos días del poeta. “Pero no han hecho nada con esa
información, ni siquiera la han dado a conocer. No quieren que la
verdad se sepa (…) Nunca me han dado la palabra en los actos que
organizan ni siquiera en las conmemoraciones de su muerte”.
Araya proviene de una familia de campesinos de la hacienda La Marquesa, cerca de San Antonio. Cuando tenía 14 años fue acogido en Santiago por la dirigente comunista Julieta Campusano, quien le dio trato de ahijado.
Este vínculo le ayudó, pues Campusano llegó a ser senadora y la mujer más influyente del Partido Comunista,
y gestionó que Araya recibiera una preparación especial en seguridad e
inteligencia, entre otras materias. Araya escaló rápido. Fue mensajero
personal de Allende antes de fungir como principal asistente de Neruda.
Araya, quien hacía de chofer, mensajero y encargado de seguridad de Neruda, acepta que el autor de Canto General
tenía cáncer de próstata, pero no cree que esa enfermedad lo matara.
Asegura que dicho padecimiento “estaba controlado” y que Neruda “gozaba
de buena salud, con los achaques propios de una persona de 69 años”.
“ABANDONADOS”
Araya dice que después del golpe del 11
de septiembre, Neruda, su mujer y el resto de los habitantes de la casa
de Isla Negra quedaron “solos y abandonados”. El contacto con el mundo
exterior se reducía a las noticias que les llegaban a través de una
pequeña radio que Neruda sintonizaba, a las esporádicas conversaciones
telefónicas de un aparato que sólo recibía llamadas y a lo que les
contaban en la hostería Santa Elena, cuya dueña “era de derecha y sabía todo lo que pasaba”.
Cuenta que el 12 de septiembre llegó un jeep con
cuatro militares. “Todos llevaban los rostros pintados de negro. Yo
salí a recibirlos. (…) El oficial me preguntó quiénes estaban en la
casa. Le tuve que decir que en ese momento estaban Cristina, la cocinera; la hermana de ésta, Ruth; Patricio, que era jardinero y mozo; Laurita (Reyes, hermana de Neruda); la señora Matilde, Pablito (Neruda) y yo.
“El oficial nos señaló que en el
domicilio no podía quedar nadie más que Neruda, Matilde y yo. Entonces
tuvimos que arreglárnoslas entre los tres: dormíamos en la recámara
matrimonial que estaba en el segundo piso. Yo dormía sentado en una
silla, arropado con un chal. Lo hacía para estar más cerca de Neruda,
porque no sabíamos lo que nos iba a pasar.”
El 13 de septiembre, cerca de las 10 de
la mañana, los militares allanaron la casa. Araya dice que eran como 40
soldados que venían en tres camiones. Iban armados con metralletas, con
las caras pintadas de negro y uniforme de camuflaje. Vestidos y
pertrechados “como si fueran a la guerra”.
Recuerda: “Entraban por todos lados: por
la playa, por los costados (…) Salí al patio para preguntar qué
querían. Hablé con el oficial que daba las órdenes. Me dijo que abriera
todas las puertas. Mientras revisaban, destruían y robaban, los
militares preguntaban si había armamento, si teníamos gente escondida
adentro, si ocultábamos a líderes del Partido Comunista (…) Pero no
encontraron nada. Se fueron callados. No pidieron ni perdón. Se sentían
dueños y señores del sistema. Tenían el poder en las manos”.
Añade que como a las tres de la tarde,
poco después de que se habían ido los soldados, llegaron marinos.
“Estuvieron más de dos horas. También allanaron la casa y robaron cosas.
Registraban con detectores de metales. (…) La señora Matilde me contó
que el mandamás de los marinos entró al dormitorio de Neruda y le dijo:
‘Perdón, señor Neruda’. Y se fue”.
Araya recuerda que durante varios días
la marina puso un buque de guerra frente a la casa del poeta. “Neruda
decía: ‘Nos van a matar, nos van a volar’. Y yo le decía: ‘Si nos
tenemos que morir, yo voy a morir en la ventana primero que usted’. Lo
hacía para darle valor, para que se sintiera acompañado. Entonces le
dijo a la señora Matilde: ‘Patoja –que así la nombraba–: mire el
compañero, no nos va a abandonar, se va a quedar aquí’”.
Araya cuenta que conversaciones de ese
tipo tenían lugar en la pieza del matrimonio: ellos acostados y él
sentado a los pies de la cama. “Nos preguntábamos que haríamos nosotros
solos. Pensábamos que a Neruda lo iban a asesinar. Entonces, resolvimos
que la única opción era salir del país”.
EL VIAJE
Araya narra que Neruda le dijo que su
plan era instalarse en México y una vez en ese país pedir “a los
intelectuales y a los gobiernos del mundo entero ayuda para derrocar a
la tiranía y reconstruir la democracia en Chile”.
Rememora: “Desde la hostería Santa Elena –a menos de 100 metros de la casa de Isla Negra– nos comunicamos con las embajadas de Francia y México. La de México se portó un siete (nota máxima en el sistema educativo chileno). El embajador (Gonzalo Martínez Corbalá)
se movilizó para ayudarnos. Creo que el 17 de septiembre nos llamó para
decirnos que se había conseguido una habitación en la clínica Santa
María. Allí deberíamos esperar la llegada de un avión ofrecido por el
presidente Luis Echeverría”.
El problema era trasladar al poeta a la
clínica. “Con Neruda y Matilde pensamos que la mejor y más segura manera
de llegar hasta allá era en una ambulancia. Mi misión era conseguirla.
Viajé a Santiago en nuestro Fiat 125 blanco y pude
arrendar una ambulancia. (…) Recuerdo que ofrecí como seis veces más de
lo que me cobraban para asegurar que efectivamente fueran a buscarnos.
Acordamos que fueran el 19, porque ese día la clínica tendría todo
dispuesto para recibir a Pablito.
“Llega el 19 y solicitamos a Tejas Verdes
(el regimiento militar de la provincia de San Antonio) permiso para
trasladar a Neruda. Me dijeron: ‘No estamos dando salvoconductos, menos a
Neruda’. A pesar de la negativa decidimos partir. La ambulancia entró
hasta la puerta que daba a la escalera de su dormitorio. (…) Al salir se
despidió de su perrita Panda, se subió a la ambulancia
y se acostó en la camilla. Neruda y Matilde se fueron en la ambulancia.
Yo los seguí muy de cerca en el Fiat.”
“El viaje fue triste, caótico y
terrible. Nos controlaban cada cuatro o cinco kilómetros, parecía
imposible llegar a nuestro destino. Imagínese que salimos a las 12:30 y
llegamos a las 18:30 a la clínica (distante poco más de 100 kilómetros
de Isla Negra).
“En Melipilla fue el
control más maldito. Allí Neruda vivió el momento más terrible. (…) Los
militares lo bajaron de la ambulancia y le registraron el cuerpo y la
ropa. Decían que buscaban armas. Él pedía clemencia, decía que era un
poeta, un premio Nobel, que había dado todo por su país
y que merecía respeto. Para ablandar sus corazones les decía que iba
muy enfermo, pero las humillaciones continuaban. En un momento lloramos
los tres tomados de la mano porque creíamos que así iba a ser nuestro
fin.”
Finalmente la ambulancia llegó a la
clínica tres horas más tarde de lo acordado. “Como llegamos muy cerca de
la hora del toque de queda, no pudimos hacer nada más que quedarnos
todos en la clínica a dormir (…)
“El embajador Martínez Corbalá fue a
vernos al día siguiente. Y también el francés, que nunca supe cómo se
llamaba. También recibimos la visita de Radomiro Tomic y Máximo Pacheco (dirigentes democratacristianos), de un diplomático sueco, y de nadie más.”
LA MISTERIOSA INYECCIÓN
Araya dice que los primeros días en la
clínica transcurrieron sin sobresaltos. El 22 de septiembre, la embajada
de México avisó que el avión dispuesto por su gobierno tenía programado
salir de Santiago rumbo a México el 24 de septiembre. Le comunicó
además que el régimen militar había autorizado su salida.
“Entonces Neruda nos pidió a mí y a
Matilde que viajáramos a Isla Negra a buscar sus cosas más importantes,
entre éstas sus memorias inconclusas. Creo que eran Confieso que he vivido.
Al día siguiente –23 de septiembre– partimos temprano hacia la casa de
Isla Negra. (…) Dejamos a Neruda muy bien en la clínica, acompañado por
su hermana Laurita, que llegó ese día a acompañarlo.”
Asegura que Neruda estaba “en excelente
estado, tomando todos sus medicamentos. Todos eran pastillas, no había
inyecciones. Nosotros nos preocupamos de recoger todo lo que nos indicó.
Estábamos en eso cuando Neruda nos llamó como a las cuatro de la tarde a
la hostería Santa Elena, donde le dieron el recado a Matilde, quien
devolvió la llamada. Neruda le dijo: ‘Vénganse rápido, porque estando
durmiendo entró un doctor y me colocó una inyección’.
“Cuando llegamos a la clínica, Neruda
estaba muy afiebrado y rojizo. Dijo que lo habían pinchado en la guata
(el estómago) y que ignoraba lo que le habían inyectado. Entonces le
vemos la guata y tenía un manchón rojo.”
Araya recuerda que momentos después,
cuando se estaba lavando la cara en el baño, entro un médico que le
dijo: “Tiene que ir a comprarle urgente a don Pablo un remedio que no
está en la clínica”.
Fue a comprar el medicamento y Neruda se
quedó con Matilde y Laurita. “En el trayecto me siguieron sin que yo me
diera cuenta. El médico antes me había dicho que el medicamento no se
encontraba en el centro de Santiago, sino en una farmacia de la calle Vivaceta o Independencia. Cuando salí por Balmaceda para
entrar a Vivaceta aparecieron dos autos, uno por detrás y otro por
delante. Se bajaron unos hombres y me pegaron puñetazos y patadas. No
supe quiénes eran. Me cachetearon harto y luego me pegaron un balazo en
una pierna.
“Después de todo lo que me pegaron terminé muy mal herido en la comisaría Carrión, que está por Vivaceta con Santa María. Luego me trasladaron al estadio Nacional donde sufrí severas torturas que me dejaron a un paso de la muerte. El cardenal Raúl Silva Henríquez logró sacarme de ese infierno. Por eso estoy vivo.”
Neruda murió a las 22:00 horas en su habitación –la número 406– de la clínica Santa María.
Consultado por Proceso, el director de archivos de la Fundación Neruda, Darío Oses, dio a conocer la posición de esta institución respecto de la muerte del poeta:
“No hay una versión oficial que maneje
la Fundación. Ésta se atiene a los testimonios de personas cercanas a
Neruda en el momento de su muerte y de biógrafos que manejaron fuentes
confiables. Hay bastantes coincidencias entre las versiones de Matilde
Urrutia en su libro Mi vida junto a Pablo, la de Jorge Edwards en Adiós poeta y la de Volodia Teitelboim en su biografía Neruda. La causa de muerte fue el cáncer. Uno de los médicos que lo trataba, al parecer el doctor Vargas Salazar,
le había advertido a Matilde que la agitación que le producía al poeta
el enterarse de lo que estaba ocurriendo en Chile en ese momento podía
agravar su estado. A esta situación también contribuyeron el
allanamiento de su casa (…) y el traslado en ambulancia (…) con
controles y revisiones militares en el camino.”
Pero Manuel Araya dice no tener duda alguna: “Neruda fue asesinado”. Y sostiene que la orden vino de Augusto Pinochet: “¿De qué otra parte iba a salir?”.
El Ciudadano
Publicado originalmente en revista Proceso N° 1801 (México)
http://www.elciudadano.cl/2011/05/10/neruda-fue-asesinado-exclusivo-relato-de-su-asistente-personal-manuel-araya/
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