La participación militar de EE.UU. a menudo parece tener poco que ver con los objetivos oficiales para la región y alienta a los militares latinoamericanos a asumir funciones que serían ilegales en los Estados Unidos. “El rol del Pentágono en el diseño de políticas (para América latina) es cada vez mayor. Las actividades militares han ido creciendo en su participación, mientras que el Departamento de Estado y los presupuestos de ayuda exterior han caído o se han estancado.” Ninguna de las dos afirmaciones pertenece a algún funcionario del gobierno argentino proclive –según las interpretaciones de la prensa conservadora– a las desmesuras o las sobreactuaciones antiimperialistas. Ambas frases destacan en un artículo publicado en octubre de 2005 (“Militarizing Latin America Policy”, ver recuadro) por un conocido analista estadounidense, Adam Isaacson, máster en Relaciones Internacionales por la Universidad de Yale y director de Programas para América Latina del Centro para las Políticas Internacionales en Washington. Siguiendo las tesis de Isaacson, la llegada del Boeing Globmaster III estadounidense cargado de “material sensitivo” se inscribe no necesariamente en una política exterior afinada (y menos aún controlada) por el gobierno de Obama, sino más bien en su ausencia, convenientemente explotada por la desproporcionada capacidad presupuestaria y operativa del Pentágono y del complejo militar yanqui. Los recursos estadounidenses destinados a “ayuda” a las fuerzas militares y policiales de América latina y el Caribe pasaron de 225 millones en 1996 a un pico de casi 900 millones hacia 2009. En un párrafo de aquel artículo, Isaacson se preguntaba: “¿Por qué las Fuerzas Especiales de EE.UU. necesitan entrenar a los comandos argentinos en las técnicas de la guerra de montaña?”.
Del mismo modo podría
preguntarse por qué fueron paracaidistas los que vinieron al país a
entrenar a nuestros GEO. La pregunta quizá pueda responderse del
siguiente modo: los visitantes que fueron traducidos por la prensa
argentina como paracaidistas de la 7ª Brigada Aerotransportada con sede
en Carolina del Norte son algo más que eso. Lo que en inglés se conoce
como la 7th SFG Airborne, llamada “Brigada del Diablo”, es un cuerpo de
fuerzas especiales con un largo historial en el entrenamiento de fuerzas
militares y policiales en América latina (cuando se trata de “gobiernos
amistosos”) en técnicas de contrainsurgencia y de combate contra el
narcotráfico. El Special Forces Group, crecido en tiempos del Gran Satán
soviético al que aludía Ronald Reagan, participó en 1983 en la invasión
de Granada y en 1989 en la operación Causa Justa en Panamá. Tuvo un rol
crucial en el entrenamiento de las fuerzas militares salvadoreñas (que
crecieron de 12.000 a 55.000 efectivos), con el conocido saldo de un mar
de espanto y de sangre. Las SFG intervinieron también en la década del
80 en diversos países del área andina: desde Venezuela a Colombia, desde
Ecuador a Perú y Bolivia. Una de los sitios web derivados de la Brigada
del Diablo se enorgullece en afirmar que sus demonios tienen presencia
en 19 naciones de Centro y Sudamérica y en otras 13 del Caribe.
El legado
Lo
sucedido con el carguero estadounidense, con el antecedente de un caso
anterior que mereció lamentos de la embajadora en Buenos Aires ante su
propia gente (algo que la diplomacia necesariamente debe disimular),
habla de cruces de intereses y visiones dentro de los EE.UU. pero
también de los episodios espasmódicos de las naciones latinoamericanas a
la hora de diseñar políticas de seguridad plenamente democráticas.
Pedro Scuro, coordinador de estudios sobre el Poder Judicial de la
Escuela Superior de Magistratura de Porto Alegre, Brasil, en un trabajo
titulado “Control policial, innovación y estado de derecho en América
Latina” señala a la militarización como la primera de las categorías que
se emplean para reflexionar sobre el tema de la seguridad en nuestro
continente. Scuro entiende a la militarización como “la tendencia de las
fuerzas policiales en la región a asumir características políticas e
ideológicas de cuerpos con marcado acento castrense”. También desde
Brasil, la organización no gubernamental Viva Río señala que el legado
histórico de los gobiernos autoritarios militares constituye aún hoy
“una de las principales dificultades” para trabajar en “la
desmilitarización ideológica y estructural de las instituciones de
seguridad. ‘Desmilitarizar’ significaría transformar los modelos y
estrategias de intervención policial, garantizar un diálogo más cercano a
las comunidades y, consecuentemente, mayores grados de legitimidad y
eficiencia para las acciones policiales”. La visita de las fuerzas
especiales con asiento en Carolina del Norte parece ir en contra de
cualquier estrategia de desmilitarización. Lo mismo sucede con las
doctrinas de seguridad que los Estados Unidos pretenden fomentar en
nuestros países, ya no necesariamente en las fuerzas armadas sino
también en las policiales. Raúl Eugenio Zaffaroni, miembro de nuestra
Corte Suprema, viene advirtiendo hace tiempo sobre el asunto y volvió a
hacerlo a propósito del putsch frustrado en Ecuador: “Hoy los golpes de
Estado los dan las fuerzas de seguridad, no los dan los ejércitos. No
son golpes de Estado tradicionales, son golpes de Estado
desestabilizadores…
En América Latina hace ya quince años que
voltearon a Nilo Batista en Río de Janeiro; lo volteó una organización
de esta naturaleza, en combinación con la Red Globo”. La intentona en
Ecuador, los urgidos operativos militares en algunas favelas de Río
(durante años el ejército brasileño se resistió a involucrarse en la
guerra contra el narcotráfico apelando incluso al argumento de la
inconstitucionalidad), el sangriento fracaso de la estrategia antidrogas
en México, son algunas pistas que permiten debatir qué políticas de
seguridad convienen a las democracias latinoamericanas en consolidación.
También lo son las doctrinas de seguridad de los Estados Unidos con sus
récords de prisionalización; sus otros récords de negros pobres
encarcelados; sus cárceles privadas convertidas en pingües negocios y
sus espasmódicos debates acerca del abuso de armas cada vez que a
alguien se le ocurre matar a quince adolescentes en una escuela. La
memoria democrática argentina es corta y habrá que recordar qué sucede
cada vez que a las policías se les da autonomía operativa o doctrinaria.
Puede que se hayan olvidado, pero antes que por las rebeliones
carapintadas nuestra democracia fue asediada por cuartelazos policiales.
En la provincia de Buenos Aires los sufrió Luis Brunatti durante el
gobierno de Antonio Cafiero apenas intentó modificar alguna cosa. El
Malevo Ferreyra fue emblema del descontrol policial en Tucumán. Y si no
son revueltas por presuntos motivos salariales, nunca se sabe cuándo
sembrar cadáveres desde policías descontroladas es un modo de conspirar
contra la política. En el último informe anual del Cels, el analista
internacional Juan Gabriel Tokatlian coincide también en alertar contra
el proceso de militarización de las policías latinoamericanas vinculadas
a las ayudas y doctrinas estadounidenses. Chile, Uruguay y Argentina,
señala, fueron hasta ahora las menos contaminadas. Pero aún así existe
siempre un peligro latente: “Washington ya no concibe la diferenciación
entre seguridad interna y defensa externa y pretende que los ejércitos
del área se transformen en crime fighters (luchadores contra el crimen”.
Manu militari
Isaacson
sitúa un cambio en los parámetros de la política estadounidense en
temas de seguridad en América latina hacia 1999, año clintoniano, cuando
“en lo profundo de la burocracia civil del Departamento de Defensa”
esas nuevas políticas se concibieron “bajo el nombre alarmante de
Operaciones Especiales y Conflictos de Baja Intensidad”. Según su
enfoque, “las actividades de los militares de EE.UU. en América Latina
por momentos superan la política oficial, lo que lleva a Washington a
elegir las soluciones militares a problemas sociales en gran parte de la
región”. Lejos de lo conspirativo, el analista asegura que “la
militarización de la política de EE.UU. hacia América latina no es el
resultado de alguna siniestra estrategia oculta. Más que otra cosa, es
un síntoma de la tendencia de Washington a recurrir al Pentágono porque
el dinero está ahí. Aumentar los gastos de defensa es más fácil de
lograr que hacerlo en casi cualquier otra prioridad. Como resultado, las
actividades no militares, tales como la diplomacia y la política de
drogas en América latina son financiadas a través del presupuesto de
defensa y administradas por los funcionarios de Defensa”. Contra estos
llamados de alerta, y aun cuando la visita frustrada de los
“paracaidistas” estadounidenses parece la consecuencia de un acuerdo de
cooperación aislado, policías como la Metropolitana, la Bonaerense y
también la Federal han acudido a la presunta expertise
estadounidense. Las tres fuerzas participaron de los cursos de la Law
Enforcement Academy (Ilea), que funciona en El Salvador. Tal como se
informó desde este medio, Ilea es la institución heredera de la Escuela
de las Américas y de los viejos programas de ayuda de la Usaid mediante
los cuales, desde los primeros 60, los EE.UU. entrenaron a policías y
militares latinoamericanos en tácticas antiguerrilla y técnicas de
tortura.
Recuadro: Armas en lugar de embajadores
Los
datos recopilados por Adam Isaacson en su artículo “Militarizing Latin
America Policy” son reveladores de la desproporción existente en los
recursos humanos que EE.UU. dedica a la política exterior para nuestra
región y las consiguientes políticas. “El Departamento de Estado
–informa el artículo– cuenta con alrededor de 16.000 empleados de
contratación directa en los puestos de todo el mundo; América latina
tiene una modesta fracción de ese total (alrededor de 4.000).” “Mientras
tanto, el Comando Sur, la unidad responsable de las actividades
militares de EE.UU. en América latina y el Caribe, cuenta con una
plantilla de 800 militares y 325 civiles empleados en su sede de Miami.”
Dos enclaves militares en Puerto Rico y Honduras suman 570 militares y
1.390 funcionarios civiles. La presencia militar de EE.UU. en la región
tiende a superar a la de los diplomáticos civiles. Sólo mediante
despliegues temporales de fuerzas, dice Isaacson, en un año promedio más
de 55.000 efectivos militares, incluyendo la Guardia Nacional y
reservistas, pasan de visita por América latina.
Vìa :
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=122801
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=122801
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