En enero, la escritora Diamela
Eltit fue a la cárcel El Manzano en Concepción y conversó con Héctor
Llaitul y otros comuneros mapuche presos, así como con sus familiares, y
luego asistió, durante dos días, al juicio que en Cañete estos mapuche
enfrentan por Ley Antiterrorista y otros delitos. La siguiente es la
crónica de lo que Eltit vio, escuchó, conversó y pensó ahí.
Resulta difícil o más bien imposible
para mí dar una cuenta precisa del universo que estructura al pueblo
mapuche (como el de cada uno de los pueblos originarios) porque su
cosmovisión obedece a una historia que tiene una densidad propia,
imposible de ser reducida a los paradigmas –digamos– chilenos. Una
especificidad que hoy mismo se repiensa y se repiensa porque los propios
especialistas mapuche se han volcado a establecer, en las últimas
décadas, nuevas pautas de interpretación a su propia historia. Pautas
que modifican las lecturas provenientes de la academia nacional. De
hecho (sólo para indicar un cambio microscópico) ya no se habla de
“mapuches” (para nombrar el plural) sino de “mapuche” siguiendo la
organización de la lengua mapudungun.
Pero sí es posible referirse a los dramáticos efectos contemporáneos de la dominación que el Estado y los poderes fácticos
han ejercido, material y simbólicamente, sobre los distintos pueblos
originarios. Y se puede comprobar cómo se han seguido inoculando
terribles prejuicios en la población chilena que se han traducido en
marginaciones, cuando no escarnio en torno a sus costumbres y figuras.
De hecho, el pilar que estructura al mundo occidental es el binarismo
(alto/bajo, blanco/negro, bueno/malo, por ejemplo) donde uno de los
polos se pone sobre el otro y así se produce una inevitable
jerarquización que se legitima amparada en la síntesis:
superior/inferior.
Esa misma síntesis, fundada en la
segregación, organiza a los imaginarios sociales que reproducen, de esa
manera, no sólo controles y estructuras de dominación sino también
colaboran con los poderes conservadores. Unos poderes que se sostienen,
en parte, gracias a las marginaciones, algunas veces ejercidas por los
propios marginados, hacia sectores sociales que les resultan
ininteligibles, amenazantes o problemáticos. El pueblo mapuche, ante la
incomprensión que provoca su cultura, ha formado parte, en los
imaginarios chilenos, del polo signado por la inferioridad. Su devenir
ha estado marcado por el riesgo de la inexistencia cultural, una
inexistencia cursada a través de la omisión y del paternalismo, heredado
del modelo de la hacienda, pero también por los intentos de asimilación
(fundamentalmente proveniente por los pensamientos de centro y de
izquierda). En cada uno de los casos, las diversas actitudes redundan en
un evidente proceso de marginalización de todas sus experiencias
sociales.
Sin embargo, la implementación voraz del
hípercapitalismo ha re-puesto a nivel global la prolongada (y épica)
resistencia de los pueblos originarios frente a las ocupaciones
territoriales, en la medida que la expansión del capital se sustenta en
la depredación ambiental y necesita de la expropiación de los
territorios asignados a las diferentes comunidades. Y en este nuevo y
poderoso embate contra los pueblos originarios –para removerlos una vez
más de sus tierras– el pueblo mapuche no ha cesado de protestar y
protegerse ante esta nueva forma de invasión masiva, ahora por parte de
las grandes empresas privadas nacionales y trasnacionales.
Una invasión implacable que se funda en la exaltación de la compra o en
el desalojo (con la complicidad del Estado chileno) de sus tierras para
establecer allí mega industrias que ya han producido daños
irrecuperables tanto para la salud de los habitantes como también la
destrucción irreversible de la flora y de la fauna.
No resulta majadero insistir en que fue
el Estado chileno y no la corona española quien consolidó el control
territorial sobre el pueblo mapuche. Lo hizo mediante el terrible y
destructivo proceso conocido como “La pacificación de la Araucanía”,
realizado recién en la segunda mitad del siglo XIX. Hay que recordar
–siempre y con toda claridad– que fue el Estado chileno el que despojó a
este pueblo de sus tierras e instauró el concepto (elocuente) de “Reducciones”
para establecer, con ese término, las nuevas y estrechas fronteras que
iban a contener (y a dominar) a todo un pueblo. Ese mismo pueblo que
había combatido (e impedido) por siglos (con una perseverancia
alucinante) una de las invasiones más sangrientas y letales de la
historia de la humanidad, como fue la que realizó el imperio español en
contra de los pueblos originarios. La República chilena entonces fue la
responsable –a fines del siglo XIX– de apoderarse de los territorios
sureños para satisfacer así la expansión del latifundio que se erigió
sobre las posesiones ancestrales del pueblo mapuche, quiero decir un
latifundio cursado literalmente encima de sus tierras.
Hoy, en los albores del siglo XXI, el
escenario del latifundio en los territorios ancestrales mapuches ha
cedido paso a las industrias, fundamentalmente mineras, energéticas y
forestales. Aunque el pueblo mapuche está marcado por su pertenencia a
las geografías sureñas y pese a que comparte sus ritos y demandas por
tierras, como todo pueblo está fragmentado y hasta dividido.
Estas divisiones se alojan en la
diversidad de convicciones y posiciones de sus líderes, pero también
deben ser leídas como los útiles procesos de separación, estimulados por
los poderes estatales, políticos y económicos, para favorecer así los
designios de las elites dominantes. No puede existir, en el contexto que
vive hoy este pueblo, más que una tensión permanente entre las
empresas, el Estado chileno y el conjunto del pueblo mapuche. Existe
allí un nudo (ciego) que sólo una política avanzada de restitución,
realizada con los dirigentes de las comunidades, podría aminorar pero, a
la vez, es precisamente el territorio pleno de recursos naturales, lo
que augura que los conflictos no van a cesar, al revés, la expansión
tecnológica e industrial en la zona presagia más y más rebeldía y más y
más castigos para los líderes.
LA CÁRCEL DE LEBU
No resulta simple ingresar a una cárcel
para realizar una única visita, la misma que hicimos un pequeño grupo de
personas a la prisión de Lebu. En parte porque la
libertad (al menos de desplazamiento) adquiere una alta resonancia,
porque el visitante (yo misma) se va, sale de allí, y en ese sentido su
salida (la mía) profundiza la reclusión del otro, de los otros. Los
comuneros presos reclaman para sí el estatuto de presos políticos. Pero,
más allá del reconocimiento oficial (que desde luego no se les ha
asignado), son presos políticos. Así lo entienden (vagamente) las
autoridades en general y particularmente los gendarmes que los
custodian, quienes mantienen un protocolo especial de atención hacia
ellos: deferencia o quizás cautela, no sé.
Héctor Llaitul (en la foto), uno de los líderes de la CAM (Coordinadora de comunidades en conflicto Arauco-Malleco
formada en 1998), piensa que habría que contar con una cárcel especial
para los comuneros presos, un espacio de reclusión singular que, desde
el reconocimiento de la especificidad mapuche, permitiera implementar,
en el interior de la prisión, sus prácticas culturales. Se refiere
especialmente al acceso a la tierra, para incorporar en la reclusión la
cultura que los define, para cursar desde dentro sus identidades. De
hecho, en la cárcel de El Manzano, en la ciudad de Concepción
donde estaban encarcelados antes, consiguieron el acceso a una porción
de tierra y allí plantaron dos canelos (el árbol sagrado de los mapuche)
que luego del traslado a Lebu fueron destruidos por los gendarmes. La
joven y vivaz compañera de uno de los comuneros presos, me dijo, dos
días después de la visita, que los gendarmes que habían sacado los
canelos iban a experimentar terribles padecimientos por haber profanado
el universo sagrado mapuche.
Una cárcel mapuche porque las
detenciones van a seguir, así lo piensa Héctor Llaitul, no sólo porque
el Estado chileno cuenta con la más alta tasa de presos políticos
pertenecientes a pueblos originarios, sino porque la movilización por la
recuperación de tierras no tiene retorno. Pero Héctor Llaitul también
piensa que la prisión a la que son sometidos y las condenas que piden
los fiscales mediante el doble juicio de cortes civiles y militares –más
de un siglo de cárcel para Llaitul– representan una forma de
amedrentamiento a todas las comunidades mapuche, para impedir que más
comuneros se sumen al proyecto de restitución.
Piensa también Héctor Llaitul que el
Estado chileno está enteramente coludido con las empresas y, en ese
sentido, la ley antiterrorista es nada más que un simulacro de
criminalidad que se ejerce contra ellos para encubrir la ávida expansión
capitalista que se ha dejado caer sobre sus tierras. Héctor Llaitul
piensa que la ley antiterrorista en realidad fue aplicada sólo con la
finalidad de contener al pueblo mapuche y su puesta en marcha, en otros
casos (anarquistas, okupas) es sólo una mera retórica. La ley
antiterrorista, insiste Llaitul, está concebida en contra del pueblo
mapuche y está allí para permitir los avances de los intereses
financieros que se parapetan tras esa ley. Héctor Llaitul piensa –para
decirlo de alguna manera– “territorialmente”, en ese sentido, los
mapuche que viven en Santiago, según él, deberían volver a sus tierras
porque sólo allí se despliega la identidad. Él piensa que la migración
hacia Santiago es un exilio que debe terminar.
Héctor Llaitul ve la causa que encabeza,
ligada enteramente a prácticas de salvataje medioambiental, dice que
nadie mejor que ellos representarían esa postura en la medida que la
relación con el cuidado de la naturaleza es parte constitutiva del ser
mapuche.
Héctor Llaitul define su movimiento
(CAM) como una práctica política de recuperación de tierras que se
realiza fuera del Estado, su postura, dice, es anticapitalista
porque el capitalismo atenta contra la cultura integral del pueblo
mapuche. Mientras Héctor Llaitul habla, su hijo menor va y viene, las
guaguas pasan de brazo en brazo. Un joven comunero se comunica con su
hija de meses. La vocera del movimiento, Natividad Llanquileo, despliega extraordinario
carisma. En Natividad Llanquileo (en la foto), la inteligente y
perspicaz joven, se puede advertir el tiempo de una dirigencia activa
que va a marcar todo su porvenir. Dos días después veré a Natividad
hablando en mapudungun con su madre. Me presentará a su mamá quien me
hablará en mapudungun. No entenderé sus palabras. Los familiares de los
presos dicen que los carabineros y los detectives estudian mapudungun
para espiarlos, que muchos de ellos están aprendiendo la lengua, dicen
que asisten a clases en la Universidad.
Los familiares tienen dificultad para
visitar a los presos, el dinero no les alcanza para el transporte, es
difícil, dicen. Están completamente concentrados en los pormenores del
juicio, hablan de montajes, recalcan la prisión preventiva nada menos
que de un año y ocho meses, se refieren a las torturas, abominan de los
testigos protegidos, se quejan por la suma de incoherencias jurídicas y
se ríen también de algunas de las tesis que sustentan los policías, les
causa risa la cantidad de errores que cometen.
EL JUICIO EN CAÑETE
Comparece como testigo de la fiscalía un miembro de la Policía de investigaciones, PDI. El primer día. Es el primer día que asisto al juicio en la ciudad de Cañete.
El testigo, un joven fornido policía, ha sido uno de los encargados de
interpretar las llamadas entre los comuneros y el comprador de madera
para configurar el delito de robo. Dice que forma parte de un equipo de
trabajo, ese equipo que ha grabado y grabado un porcentaje inaudito de
llamadas telefónicas. Cuando lo interrogan los defensores de los
comuneros, no consigue esconder su molestia. Por su parte, los fiscales
interrumpen con tecnicismos cada una de las preguntas de la defensa, sin
cesar. Una interrupción y otra.
“Qué tenís que hacer mañana tú”, se
escucha en una grabación entre el supuesto cargador de madera y el
supuesto comprador. En todas las conversaciones que se exhiben durante
esas horas, nunca se habla de manera directa (quiero decir, clarito como
el agua), son hablas fragmentarias, que no incriminan. Me parece que el
análisis es completamente conjetural cuando el detective explica los
alcances de la conversación. Yo no soy una especialista, pero sí pienso
que aunque se hubiese robado madera, las conversaciones grabadas no
prueban en ningún punto el robo, porque las interpretaciones del
detective poco o nada tienen que ver con el contenido material de las
conversaciones.
Los abogados defensores trabajan prácticamente gratis, vienen de Concepción
a colaborar en este largo juicio, viven en Cañete la mayor parte de la
semana. El defensor público demuestra, con sus intervenciones, un alto
grado de preparación. Lo hace bien, pienso. Llegan Lonkos
y llegan guaguas con sus jóvenes madres y se ubican en el espacio
asignado. Cuando ven a las guaguas, los comuneros que están dentro de
una oficina vidriada cambian completamente su actitud (en general
distante) y le hacen señas a las guaguas con afecto. Después vuelven a
su condición. Los dos días del juicio (los dos días a los que asisto con
una credencial que me otorga The Clinic) me provocan
alarma, en parte porque las intervenciones de teléfonos son impactantes.
Incluso está intervenido el teléfono de una niña de trece años. No dejo
de pensar cuántos teléfonos están intervenidos en el país, cuántos.
Los detectives que comparecen pertenecen
a los servicios de inteligencia, han espiado a los comuneros.
Materialmente los espiaron. También analizan datos. Las comunidades han
sido allanadas con una violencia inusitada, malvada, cuentan los
familiares. Se llevan todo, dicen. Los habitantes de las comunidades
están asustados. En una de las grabaciones telefónicas se escucha
claramente ¿a Llaitul? decir: “están entrando a las comunidades”. El
detective declara que vio a un grupo de comuneros encapuchados y armados
vigilando la sustracción de madera, le pregunta el fiscal que quiénes
serían esas personas, el detective contesta: “todos los que están acá”,
más adelante se retracta y dice: “algunos de los que están acá”. Me
pregunto cómo los reconoció a través de la capucha. Pero es un detalle,
pienso, no vale la pena pensar, pienso.
En los recesos, los familiares y concurrentes conversan, Natividad
Llanquileo revisa insistentemente su celular (debe estar intervenido,
pienso), dice que viajará a Santiago. Más tarde la veo brevemente en la
casa de una querida amiga mía donde tomamos once. Se va a Santiago,
Natividad, para participar en una reunión con el flamante Arzobispo Ezzati.
Los familiares, los abogados dicen que los comuneros se sienten
abandonados, ausentes de toda atención de la opinión pública, dicen que
después de la prolongada huelga de hambre se produjo un vacío. Hablan de
soledad.
Los abogados, los familiares, especulan
que el juicio deberá resolverse los últimos días de enero, que a finales
de enero, después de los alegatos, los jueces van a fallar. Los
familiares y un activista francés que ha presenciado todo el juicio
piensan que van a condenar a Llaitul y a uno de los hermanos Llanquileo,
que ese es el objetivo mayor del juicio. Lo que consideran más
aberrante y angustioso es que han sido juzgados bajo una doble
condición: justicia militar y justicia civil, simultáneamente, condición
de la ley antiterrorista, con muchos testigos encapuchados y, pese a
que la ley, después de la prolongada huelga de hambre que mantuvieron,
fue recaratulada y se les juzgaría sólo bajo los presupuestos de la
justicia civil, para ellos, el juicio que va a alcanzar un dictamen en
unos días conservó la estructura de la ley antiterrorista y, por lo
tanto, está viciado. (Jurídicamente la figura es más compleja, pero aquí
establezco sólo una aproximación). Las acusaciones que rondan a los
comuneros son múltiples: asociación ilícita, ataques a carabineros,
ataque a un fiscal, porte ilegal de armas, robo de madera, entre otros
cargos.
Mientras escribo estas notas pienso que
cuando se publiquen, posiblemente ya habrá salido la resolución de los
jueces y no puedo dejar de recordar, ahora mismo, que cuando estaba
sentada, tras la sala vidriada, en un espacio adyacente, oyendo las
escuchas y, mientras oía a los detectives hablar de la madera, de la
madera, de la madera que le habría sido robada a la gran empresa
forestal, me dieron ganas de pararme de mi asiento. Sí, me hubiese
gustado quebrar el protocolo, entrar a la sala, acercarme al presidente
del tribunal y de manera tranquila, pero segura, recordarle el famoso (y
sabio) refrán que dice: “el que le roba a un ladrón tiene cien años de perdón”. Por supuesto se trató de una imagen. Poderosa. Sincera. Volvimos a Santiago.
Por Diamela Eltit (en la foto)
Gemtileza Periodico AzkintuweVìa :
http://www.elciudadano.cl/2011/02/12/diamela-eltit-en-wallmapu-cronica-desde-el-juicio-oral-en-canete/
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