Rapelear en el vacío: la depresión en la adolescencia |
Más que una simple
tristeza o una crisis, es una enfermedad mental que se agrupa dentro de
los llamados trastornos afectivos o del ánimo. Sus manifestaciones,
evolución y pronóstico, así como sus causas fisiológicas, se conocen y
tienen un tratamiento eficaz.
El nudo es sencillo, corre bien, no se atora ni se
aflojará con el peso. No es el nudo que cierra la lazada en espiral,
como en las películas, el cual delata de inmediato su siniestro uso.
Román no está pensando en películas. Aprendió a hacer ese tipo de nudos
con los Boy Scouts. Tampoco está pensando en eso.
Por la ventana de su recámara puede ver un cielo
limpio, con dos o tres nubes lejanas que brillan al reflejo de la luz
que muere en el horizonte.
|
También se le había ocurrido tirarse de cabeza por la
ventana. Pero el horror de oír el estallido de su cráneo al romperse
contra el piso, la posibilidad de no alcanzar el objetivo final y quedar
lisiado, hicieron que desechara esa idea. Igual descartó, por
inseguros, otros procedimientos, como cortarse las venas o tomar un
montón de medicamentos.
Sin detenerse a ver las nubes ni las ramas mecerse
con el viento, Román tensa la cuerda. No duda que soportará su peso: es
la cuerda que usó para rapelear en las últimas salidas con el grupo de
los Boy Scouts. Desde entonces ha pasado más de un año (hoy tiene 17), y
en los días recientes, cuando ha pensado en esos campamentos, le
parecen tan lejanos... como si hubiera sido en otra vida. Ya no se
reconoce en ese Román alegre y emprendedor que siempre estaba de broma.
Era el primero en levantarse. Cuando sus compañeros despertaban, él ya
había avivado la fogata y estaba preparando café. No era por obligación
que Román preparaba casi todo antes de que los demás estuvieran de pie.
El acuerdo originalmente era que se turnaran. Pero Román se impacientaba
y prefería hacerlo él mismo siempre que podía, para aprovechar el
tiempo. Le gustaba iniciar la caminata temprano, y si había que
rapelear, hacerlo antes de que el Sol estuviera muy alto. No por nada le
decían Román “el movido”. Ahora no se ocupa de esos recuerdos. Con
manos temblorosas, termina de comprobar que el nudo funcione. Tiene
prisa. No hay nadie en casa y tendrá por lo menos dos horas antes de que
regresen su hermano y sus padres. Ellos sí habían notado los cambios en
Román desde hacía dos o tres meses. Cuando el médico le preguntó desde
cuándo se había sentido cambiado, primero le pareció que ese doctor
estaba loco, que él siempre había sido así, como es. Entonces recordó
que, precisamente unos días antes, él mismo había llegado a la
conclusión de que su vida ya no era igual. Le parecía intolerable desde
hacía más de dos semanas. Meses atrás, cuando cambió de escuela y tuvo
que dejar el grupo Clan de los Boy Scouts, se había tornado hosco y no
quería ver a nadie. Al principio sus padres no le dieron mucha
importancia a este cambio. Pensaron que era natural, que todos los
adolescentes son irritables, huraños y desconfiados.
Su madre se alarmó cuando vio que Román se negaba a
salir con los amigos y que se la pasaba dormido la mayor parte del día,
mientras que por la noche deambulaba buscando el sueño por los rincones
de la casa. La imagen de esa sombra sufriente que recorría pasillos y
estancias en busca de un lugar apacible para descansar hizo que la madre
de Román recordara a su propia madre, que a los 45 años empezó a dormir
durante el día y vivir de noche, sin hablar con nadie, taciturna hasta
el día de su prematura muerte. Horrorizada, urgió a su esposo que
aceptara buscar un psiquiatra que ayudara a su hijo.
Luis, el hermano, que ya había superado la
adolescencia, sabía que lo de Román no era simple apatía. Sabía, por
haberlo vivido recientemente, que por más que uno se ponga huraño y
malhumorado, mantiene buenas relaciones con los amigos y que, fuera de
casa, uno se puede divertir. Que siempre hay algo que te mueve, algo que
te mantiene conectado a la vida: una novia, un pasatiempo. Román había
perdido todo eso. Sin embargo, aunque Luis lo sabía, no lo decía. Era
como si hubiera visto algo de pasada, algo a lo que no se le da
importancia. Cuando el médico les explicó que con la depresión se pierde
todo interés y que lo único que se desea es la soledad o la muerte,
Luis lo vio con claridad.
El nudo está firme, corre bien y la cuerda soporta el
peso. Ya antes de encontrar la cuerda de rapelear se le había ocurrido
que desde el barandal de la doble altura que tiene la estancia de su
departamento se podría sujetar la cuerda. No podía fallar. Mientras
camina hacia el barandal, siente que se mueve despacio, como si se
tratara de una película en cámara lenta, y percibe con mayor claridad
las emociones que le han hecho la vida imposible en los últimos días.
Está pálido y sudoroso, siente latir su corazón acelerado y con fuerza.
Sin pensarlo, se lleva la mano izquierda al cuello y palpa, tembloroso,
el lugar que deberá aprisionar la cuerda. Sacude la cabeza, como para
alejar un mal pensamiento. Luego se dice: no tengo de otros, todos mis
pensamientos son malos. No sirvo para nada, soy un inútil. Regresa,
confundido, a su recámara. Se detiene en el umbral y mira con atención
hacia la cama, como si buscara algo muy importante. No busca nada, sólo
ve las sábanas enredadas y el cojín con las huellas de las noches de
insomnio que lo aplastan. La cama lleva días sin hacer y ahora Román
observa este espectáculo como si fuera una novedad. Un escalofrío le
recorre la espalda. Román desvía la vista, haciendo una mueca que
pretende ser sonrisa. Intenta retomar el hilo de sus pensamientos: ¿A
qué venía?... no sé… algo se me olvida… ¿dejar una nota? Siente
nuevamente el latir apresurado de su corazón. Le falta el aire, se
acerca a la ventana, pero es inútil: la respiración no mejora y el
temblor se ha instalado nuevamente. Otra vez la crisis, piensa, volveré a
perder el control, ya no sé qué hacer. Me ahogo, me falta el… Puede ser
un infarto esta vez… me duele el pecho… y si mejor me arrojo por la
ventana… de una vez, acabar ya… Se pasea de arriba abajo en la recámara,
patea un zapato, quisiera alejarse de ahí. ¿Alejarme adónde? Se
recrimina estar pensando lo mismo de siempre. Huir, esconderse, o mejor
desaparecer. Jadea. Desesperado, azota la cuerda contra el piso y
súbitamente la crisis empieza a amainar. Con las piernas separadas, los
brazos caídos, desfalleciente y mirando la cuerda a sus pies, retoma un
ritmo sosegado de respiración y se siente nuevamente dueño de sus
pensamientos. “Crisis de ansiedad” dijo el doctor. ¿De qué me sirve
saber cómo se llaman si no las puedo evitar? Se deja caer sobre la cama
y, más tranquilo, sigue haciéndose reproches. Parece que es la única
actividad en la que logra concentrarse.
No sólo mi rendimiento en el estudio es malo, sino
que ni me interesa, siento que es perder el tiempo ir a escuchar a los
maestros que hablan de quién sabe qué. Ya ni mis amigos me hablan.
Bueno, ¿cómo me van a hablar si yo no les tomo la llamada, y cuando han
venido a buscarme no salgo de mi cuarto y hago que Luis o mi mamá los
despidan? Eso me lo hizo notar el médico al que fuimos a ver ayer, pero
¿cómo voy a querer ver a esos idiotas que se la pasan riendo de
babosadas incomprensibles para mí? Y el tarado de Roberto: que si me doy
un toque, con eso se me pasa. “¿Se me pasa qué?”, le dije bien
encabronado. “Pues la mala vibra que te traes, güey”, me respondió con
aires de suficiencia, como si lo supiera todo. Y ahí estoy yo de menso
aceptando el toque, que me puso peor que nunca, hasta con la paranoia de
que la policía nos estaba buscando y todo mundo viéndome en la calle
como si acabara yo de matar a alguien. Desde entonces ya no quise ver a
nadie y me di cuenta de que nada vale la pena y lo mejor es morir.
No es que realmente Román quiera morir, pero no ve
otra salida, y sobre todo siente que algo lo empuja a hacerlo, aun en
contra de su voluntad. Ya se lo dijo al médico. Ayer, cuando él le
preguntó, lo hizo sin rodeos, como quien pregunta la hora: “¿Y has
pensado en matarte?” Normalmente esa pregunta le hubiera sentado en el
hígado. Pero no, se sintió aliviado, como si le quitaran un peso de
encima. Luego, el médico preguntó cómo, cuándo, con qué. No le quiso
decir todo, pero sí le prometió que no se mataría. No supo por qué, pero
lo prometió. Quizá porque de veras no quiere morir.
¡Ya no aguanto la pinche angustia! ¡Lo tengo que
hacer!, y ahora con todo mundo cuidándome no será fácil. Lo tengo que
hacer… ya ni duermo, no como, estoy en los huesos; luego siento que me
falta el aire y quiero echarme a correr, así no se puede. Así no se
puede vivir.
Durante la mañana estuvo bastante más tranquilo. Se
dijo que hablar con el médico había servido de algo y por algunas horas
ya no pensó en morir. Cuando supo que estaría solo parte de la tarde,
esas ideas volvieron a asaltarlo. Al principio luchó contra ellas,
recordando las cosas que el médico le había dicho sobre la depresión,
pero su tendencia al pesimismo le hacía refutar amargamente toda la
información. ¡A mí qué me importa que el 5% de la población sufra de
este mal! ¡Yo no quiero ser de ese 5%! ¿Por qué yo? ¿Nada más porque mi
abuela también lo sufrió? ¿Y porque otros dos o tres miembros de la
familia también lo tuvieron? ¡No es justo, yo no escogí esto! Entonces
pensó nuevamente en matarse.
Antes de buscar la cuerda en su clóset ya había
repasado todo lo que el médico le había dicho el día anterior: que la
depresión es una enfermedad, que en los adolescentes es más fatiga,
desgano, falta de deseos e irritabilidad y violencia que tristeza y
ganas de llorar. Pues sí, puede que tenga razón el doctor, pero eso no
me quita el impulso que me lleva a matarme, había pensado por la mañana
Román, en un diálogo consigo mismo que armó con el recuerdo de la
consulta del día anterior. De esa manera buscaba convencerse de aguantar
y no matarse, como le había prometido al médico. Pero todo era inútil,
el deseo de morir iba ganando terreno ya hacia medio día. Román apretó
los ojos lo más fuerte que pudo y meciéndose, como quien lleva el ritmo
de una canción, trató de recordar las cifras que sobre la depresión le
había dado el médico. Repitió en voz alta, casi a gritos: ¡El 5% de la
población sufre depresión! ¡El 10% de quienes la padecen termina
suicidándose! Román repitió una y otra vez esta información a manera de
ensalmo, para no pensar en su propio suicidio. Y como consuelo también
pensó: ¡El 70% de los deprimidos responden bien al tratamiento
antidepresivo, y se recuperan! Sí, había concluido con desconsuelo, pero
eso quiere decir que el 30% no responden bien al tratamiento, ¡y yo
podría estar en ese grupo de desahuciados! El doctor no había dicho que
fueran desahuciados. Dijo más bien que eran casos de depresión
resistente y que, con tratamientos especiales, podrían responder. Pero
Román pensó que no era verdad, que ésos ya no tienen remedio.
|
Nada le quitaba de la cabeza la idea de acabar de una
vez por todas; ni la prolija explicación de cómo actúan los
medicamentos antidepresivos, ni la promesa de que en dos semanas se
empezaría a sentir mejor, ni la oportunidad de regresar a platicar con
el médico, quien además le ofreció darle un tratamiento psicológico
junto con las medicinas. Román buscó y encontró la cuerda del rapeleo
final.
Sentado en la cama y con la cabeza entre las manos,
viva imagen de la desesperanza, contempla nuevamente la cuerda que lo
invita a continuar su plan. Regresa decidido al barandal y sujeta
firmemente la cuerda con un doble nudo. Jala hacia sí, tensando y
comprobando la resistencia. De pronto, al comprobar que soporta el peso y
que no hay nada que le impida colgarse, con movimientos rápidos desata
la cuerda, la enrolla y, casi corriendo, regresa a su recámara. Oculta
la cuerda bajo el colchón.
Esa noche, por primera vez en meses, duerme a pierna
suelta. No se quiere matar, pero sabe que si no hay más remedio, tiene
con qué escapar del suplicio que es la depresión. Es su salida de
emergencia. Si lo del doctor no funciona, ya sabe qué hacer. Antes de
quedarse dormido desliza la mano bajo el colchón y siente la cuerda, la
acaricia como se acaricia una esperanza y eso le ayuda a conciliar por
fin el sueño.
Los trastornos afectivos
Román tiene un trastorno depresivo. Es una enfermedad
mental que se agrupa dentro de los llamados trastornos afectivos o del
ánimo, no una simple tristeza ni una crisis de la adolescencia. Sus
manifestaciones, evolución y pronóstico, así como sus causas
fisiológicas, se conocen y tiene un tratamiento difícil, pero eficaz. El
ánimo está controlado por el sistema nervioso. Diversos circuitos
neuronales del cerebro se encargan de regular nuestras emociones. Pocas
veces pensamos en esto porque nos parece que el ánimo se controla solo,
que depende de cómo nos va en la vida. Si nos va bien estaremos
contentos y si no, sufriremos.
El ánimo es un conjunto de reacciones que nos permite
adaptarnos a las circunstancias que vivimos. La tristeza es un
retraimiento tanto de emociones como de actividad física que nos ayuda a
recuperar fuerza y a restablecer nuestro trato funcional con el mundo
exterior. La alegría es la evidencia de una relación armónica con
nuestro entorno y con nosotros mismos. Los trastornos afectivos ocurren
cuando algo afecta el funcionamiento de las células que constituyen los
circuitos reguladores del ánimo. La incapacidad de mantener un ánimo que
permita funcionar de manera adaptativa con el entorno y consigo mismo
constituye el espectro de los trastornos afectivos. El estado de ánimo
del afectado puede ir desde la tristeza más profunda hasta la exaltación
eufórica.
Según cómo aparecen y evolucionan, los trastornos
afectivos se clasifican en cuatro modos básicos, que pueden tener
variantes e intensidades diferentes:
Trastorno afectivo bipolar. En este caso el
trastorno evoluciona con periodos largos de depresión que se alternan
con estados de euforia y aceleración de todos los procesos mentales. Si
los síntomas de exaltación anímica son graves, se clasifica como tipo I,
si son atenuados se clasifica como tipo II. Aunque ahora se han
descrito otras variantes de trastorno bipolar, estas dos formas son las
más comunes y bastan para ilustrar el problema.
Trastorno distímico. Se trata de una depresión
crónica, no episódica, de por lo menos dos años de duración (en niños y
adolescentes la duración mínima para establecer el diagnóstico es de un
año), aunque de intensidad leve.
Trastorno ciclotímico. En este caso el ánimo
fluctúa de manera constante, por lo menos durante dos años, entre
síntomas depresivos y eufóricos, pero con intensidad leve, de manera que
no se pude establecer el diagnóstico de bipolaridad o depresión mayor.
Trastorno depresivo mayor. Consiste en uno o
más episodios depresivos sin episodios eufóricos. Es el caso de Román,
como veremos más adelante. Atendiendo a su origen, los trastornos
afectivos pueden ser primarios y secundarios. Los primarios, descritos
someramente arriba, tienen su origen en los mismos circuitos reguladores
del ánimo y seguramente tienen un importante componente genético. Los
secundarios tienen otras causas; así, puede haber un trastorno depresivo
secundario a otra causa médica, por ejemplo lupus eritematoso
generalizado o hipotiroidismo. También puede ser causado por el uso
frecuente de estimulantes o alcohol. Finalmente, también puede haber
trastornos afectivos secundarios a otra enfermedad mental, como la
esquizofrenia o los trastornos de la personalidad.
¿Cómo es la depresión?
En la depresión, la percepción del mundo cambia.
Todo parece sombrío, lento y vagamente amenazador, lo que produce una
tendencia al aislamiento, a la ansiedad, la falta de concentración y la
disminución de la capacidad de atención. Simultáneamente, el paciente se
siente inútil, pierde la confianza en sí mismo, se siente culpable y
tiende a hacerse reproches. Se apoderan de su pensamiento ideas
pesimistas, de enfermedad, de muerte y de suicidio, que con frecuencia
llevan a su realización. El enfermo muestra también un marcado
desinterés por cosas que anteriormente le resultaban atractivas, pierde
la capacidad de disfrutar; generalmente abandona su cuidado personal, y
se dedica a rumiar ideas pesimistas. Es frecuente que sus movimientos se
vuelvan lentos y torpes; tiene la percepción de que el paso del tiempo
se alarga desesperadamente y espera con ansia la llegada de la noche
para poder descansar del sufrimiento de estar vivo. Casi siempre puede
empezar a dormir bien, pero se despierta por la madrugada para reiniciar
el ciclo de desesperanza. Con mucha frecuencia también pierde el
apetito y baja de peso notablemente. En resumen, es exactamente lo que
le ocurre a Román. Sin embargo, en los adolescentes el cuadro clínico no
siempre es tan claro. En ellos, como en los niños, los síntomas pueden
estar enmascarados por intensa irritabilidad y conductas agresivas.
Lo que le ocurre a Román es terrible y, por
desgracia, frecuente. Los prejuicios acerca de las enfermedades mentales
hacen que tanto los pacientes como sus allegados tiendan a ocultar el
padecimiento como si éste fuera vergonzoso, lo que da la impresión de
que es algo poco común. Quien tenga un problema semejante al de Román
debería buscar ayuda de inmediato, sin atender a esos prejuicios.
|
El diagnóstico
Aunque el diagnóstico en ocasiones puede ser
complicado, la mayoría de las veces se establece de manera sencilla con
una buena entrevista clínica que incluya antecedentes familiares,
descripción detallada de los síntomas, su evolución desde el inicio,
intensidad, síntomas físicos que pueden acompañarlos (como cambios en el
apetito, el peso corporal y el ritmo de sueño y vigilia). También se
requiere una buena exploración física y exámenes de laboratorio básicos
que permitan descartar otras causas médicas de la depresión. El criterio
para establecer el diagnóstico es eminentemente clínico. Contamos con
escalas de aplicación rápida y de autoaplicación que pueden servir para
hacer una primera evaluación, pero los criterios diagnósticos se han
establecido a lo largo de años de práctica clínica y en discusión con
expertos de todo el mundo que se han reunido para ir afinando un
lenguaje común y homogeneidad diagnóstica para la investigación clínica
sin confusiones. Existen dos sistemas diagnósticos que son prácticamente
equivalentes: la Clasificación Internacional de Enfermedades, versión 10, y el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, versión IV, el cual comprende nueve grupos de síntomas (véase recuadro).
La complicación diagnóstica, cuando la hay, consiste
en la dificultad que algunas personas tienen para expresar lo que les
sucede; en particular puede ser el caso de los niños y adolescentes.
Además pueden coexistir otras enfermedades o situaciones sociales y
culturales que empañan la sintomatología depresiva, como el uso de
drogas y problemas o conflictos interpersonales, a los que con
frecuencia se atribuye el cuadro depresivo como si se tratara de una
consecuencia natural y no de una enfermedad.
Estamos acostumbrados a pensar que los diagnósticos
deben establecerse con pruebas de laboratorio o de gabinete. Para los
trastornos afectivos no existen pruebas de este tipo que sean
suficientemente confiables. Se han descrito un par de pruebas que
inicialmente se pensó servirían a este propósito, sin embargo tienen un
alto índice de fallas, lo que impide usarlas en la práctica clínica.
Haciendo una observación cuidadosa, la evolución de los síntomas en el
tiempo generalmente termina por aclarar los diagnósticos difíciles.
Las causas
Se puede decir que no hay duda que Román tiene un
episodio depresivo mayor, pero, ¿por qué le pasa esto a él precisamente?
Cualquiera que sufra una enfermedad importante se hace esta pregunta, y
no siempre se puede contestar de manera satisfactoria.
Román tiene antecedentes familiares de depresión. Su
abuela y dos tíos la han sufrido. Desde hace tiempo sabemos que la
depresión es una enfermedad familiar. Los estudios que se han hecho
indican sin duda que los miembros de una familia con depresión tienen
mayor riesgo de sufrirla que la población general. Si uno de los padres
la sufre, el riesgo para los hijos es del 28%, mientras que para la
población general es del 5%.
Los estudios de genética en la depresión tampoco
dejan duda de que se trata de un padecimiento con un importante
componente hereditario. Sin embargo, es necesario aclarar que se hereda
una predisposición para sufrir la enfermedad, la cual puede o no
desarrollarse según cómo influyan los factores sociales y ambientales.
Alguien puede tener la predisposición genética para ser alto, digamos de
más de 1.80 m, pero si su alimentación no es adecuada quizá no pase de
1.70 m. De la misma manera, se requiere algún tipo de influencia para el
desarrollo de la depresión, pero los factores que la determinan y la
manera de hacerlo no están plenamente identificados. Se dice que el
abandono infantil, las pérdidas afectivas y los ambientes violentos, por
ejemplo, podrían propiciar la depresión. En el caso de Román, quizá los
padres, por motivos de trabajo, se han alejado de él, o bien el
muchacho pudo haber vivido el cambio de escuela como una pérdida de
amigos y de su entorno anterior, al que tenía mucho apego. Finalmente,
los cambios propios de la adolescencia pudieron influir también para que
se expresara la tendencia genética a la depresión.
La depresión y el sistema nervioso
Los genes organizan tanto la estructura de las
células como la producción de las sustancias necesarias para su
funcionamiento (enzimas, hormonas, neurotransmisores, etc.). También
contienen la información que permite un adecuado funcionamiento de los
complejos sistemas de autorregulación en el organismo. Las neuronas en
su aspecto exterior están constituidas por cuerpo, dendritas y axón.
Estas estructuras filamentosas mantienen la comunicación entre las
neuronas a través de subestructuras llamadas botones sinápticos, toda esta arquitectura celular está organizada por los genes. Gracias a ellos, también se producen los neurotransmisores,
sustancias que llevan información de una neurona a otra. Los que están
relacionados con la regulación del ánimo son la serotonina, la dopamina,
la norepinefrina y la acetilcolina. Éstas se almacenan, dentro de la
neurona, cerca de las sinapsis, que son los sitios de conexión entre dos
neuronas. La señal, que una neurona debe comunicar a otra para mantener
la función que le corresponde, viaja en forma de impulso eléctrico por
la membrana de la neurona. Al recibirse la señal en el botón sináptico,
los neurotransmisores se liberan, llegan a la membrana de la neurona
contigua y ahí encuentran receptores. Éstos son zonas especiales
de la membrana con una forma que sólo permite que se acople a ellos un
neurotransmisor específico. Después de haber cumplido su función, el
neurotransmisor puede ser recuperado por la neurona que lo emitió para
reutilizarlo o eliminarlo. La recaptura del neurotransmisor la hace otra
zona especializada de membrana neuronal, que funciona a manera de bomba
activa. La bomba reconoce al neurotransmisor y lo introduce nuevamente
en la neurona.
El buen funcionamiento de los estados de ánimo
depende de la operación equilibrada de los neurotransmisores, las
enzimas (sustancias que intervienen en su producción y su degradación
para eliminarlos), los receptores y las bombas de recaptura de los
circuitos que utilizan los diversos neurotransmisores. Una alteración en
cualquiera de estos elementos podría ser la responsable de los cuadros
clínicos de depresión. Aunque algunos medicamentos antidepresivos actúan
inhibiendo la acción de una enzima, la gran mayoría de los que se usan
actualmente bloquean la acción de la bomba que recaptura al
neurotransmisor, de manera que la concentración de éste entre las
neuronas aumenta, con lo que a la larga se propicia una recuperación del
equilibrio perdido.
Se han realizado numerosas investigaciones para
entender el origen de la depresión. Diversos estudios de imagen y de
electroencefalografía describen hallazgos relacionados con los
trastornos afectivos. Todo indica que se trata de alteraciones en las
regiones cerebrales que se encuentran por debajo de la corteza del piso
de los lóbulos frontales del cerebro, sobre todo del lado derecho. Sin
embargo, las anomalías encontradas indican que también podrían
participar otras estructuras cerebrales y los resultados de los estudios
no son homogéneos. Aunque éstos no son concluyentes, sí nos dan una
idea de dónde se podrían producir los trastornos afectivos.
El tratamiento
“¿Y ahora?”, se preguntaría Román, “¿qué pasará
conmigo, con mi vida?” Si bien es cierto que hay episodios depresivos
únicos, que no se repiten, la verdad es que esto no es lo común. La
depresión en adolescentes tiende a ser complicada. Se trata de una
población más vulnerable porque la maduración orgánica general no se ha
completado del todo y las experiencias de esa época de la vida serán
determinantes para que se consolide la estructura de personalidad.
El inicio temprano de la depresión podría explicarse
por una mayor carga genética, lo que produciría cuadros clínicos más
graves y de difícil manejo, con riesgo en particular de sufrir otros
trastornos mentales asociados, como esquizofrenia, ansiedad (fobias,
ansiedad generalizada, trastorno obsesivocompulsivo), trastornos de la
personalidad y sobre todo trastornos por consumo de sustancias. No es
raro que la depresión del adolescente sea la primera manifestación de un
trastorno bipolar con episodios graves y frecuentes de exaltación y
depresión. Además los adolescentes no responden tan bien a los
tratamientos como los adultos y el inicio del tratamiento con
antidepresivos, se ha dicho, puede dar energía e impulsividad que
aumenten el riesgo de suicidio. La situación para Román y para cualquier
adolescente que sufre este problema es seria, pero hay mucho que hacer
para revertir este pronóstico tan desfavorable.
Es muy posible que la gravedad de la depresión en
esta edad se deba, en parte, a que se diagnostica tardíamente. Se le
deja pasar sin atención porque no se entiende lo que sucede y se pierde
tiempo antes de que pueda intervenir un especialista. Un tratamiento
eficaz, oportuno y con atención intensiva puede ayudar a disminuir la
gravedad y evitar las complicaciones como el consumo de drogas y
alcohol, que resultan también factores del mal pronóstico. El control
adecuado, al evitar las recaídas, también mejora la evolución futura.
Un buen tratamiento se inicia con la detección y
diagnóstico oportuno. Desde el principio el psiquiatra debe establecer
con el paciente una relación de confianza que permita realizar una
alianza terapéutica, es decir, ambos, paciente y terapeuta, trabajarán
juntos en el tratamiento de la depresión. Se debe propiciar que, con la
información que el médico proporciona, el paciente sea capaz de entender
lo que le pasa y trabaje de manera activa en su recuperación, buscando
siempre el apoyo de su médico. Debe comunicarle sus ideas pesimistas,
ideas de muerte y deseos suicidas cada vez que éstos se presenten y
realizar las acciones que le permitan, poco a poco, reintegrarse a su
ambiente.
El médico debe diseñar una estrategia de tratamiento a
la medida de las necesidades de su paciente. En general, se debe
combinar psicoterapia y medicamentos (antidepresivos, ansiolíticos u
otros), según sea necesario. Es verdad que muchos estudios demuestran
que los adolescentes no siempre responden bien a los fármacos, pero,
bien empleados, éstos pueden significar la diferencia entre una vida
destrozada por la enfermedad y una vida normal, quizá con algunas
recaídas en el futuro, pero más fácilmente controlables, de recuperación
más rápida y sin repercusiones tan terribles.
Se ha observado que la psicoterapia más eficaz es la
que se dirige específicamente a la depresión y no las encaminadas a
corregir rasgos de personalidad. La terapia debe plantearse objetivos
inmediatos que respondan a la situación actual del paciente, y no
resolver problemas del pasado que no sean vigentes; asimismo, puede
incluir, si es necesario, la participación de la familia o las personas
cercanas al paciente. Cuando sea oportuno, el terapeuta debe aconsejar y
dirigir al paciente hacia las acciones que más convengan para evitar
situaciones de ansiedad y conflictos que agraven la condición depresiva.
El futuro de Román puede ser mejor gracias a que
acudió oportunamente con un médico que conoce el problema, y a que ya
estableció una buena relación con él. También es bueno que haya decidido
darle una oportunidad al tratamiento y que haya sabido evitar la
complicación del consumo de drogas. Román no tiene por el momento
ninguna otra enfermedad que pueda influir adversamente, su familia está
deseosa de ayudarlo, se ha enterado de qué le pasa y ya cooperan en lo
que pueden con el tratamiento. Después de todo, el pronóstico de Román
puede mejorar mucho.
Eduardo Thomas Téllez es médico especialista en psiquiatría por la UNAM
Fuente, vìa :
http://www.comoves.unam.mx/
No hay comentarios:
Publicar un comentario