Según acaba de aparecer pomposamente anunciado en la prensa en días
pasados, “cuarenta empresarios en Estados Unidos prometieron donar, por
lo menos, la mitad de sus fortunas a obras de caridad, en vida o después
de muertos, gracias a una campaña del inversor Warren Buffett y el
fundador de Microsoft, Bill Gates y su esposa Melinda Gates”.
Ahora bien: ¿por
qué estos millonarios se proponen donar parte de su fortuna? (bueno, al
menos eso declaran como “compromiso moral”, porque de firmar papeles,
nada). Sea como fuera: chiste de humor negro o acto de fe, desgravación
impositiva o estrategia contrainsurgente, no deja de ser patético. Si se
trata de lograr “un mundo mejor”, como pide uno de los donantes, la
caridad no es el camino. “No se trata de mejorar la sociedad existente,
sino de establecer una nueva”, escribía Marx en 1850. Más allá de las
¿buenas? intenciones de unos cuantos magnates (el verdadero gobierno del
mundo), las cosas no han cambiado en lo sustancial y la necesidad de
cambio sigue siendo la misma de hace 150 años.
La
iniciativa, denominada The giving pledge (“La promesa de donar”), ha
atraído a varios connotados magnates. A partir de la carta que los
promotores de este proyecto hicieran llegar a quienes figuran en la
lista de los multimillonarios Forbes, una buena cantidad de acaudalados
dio su respuesta afirmativa. De momento ya son 38 los que se han sumado:
el alcalde de Nueva York y financista Michael Bloomberg; el ejecutivo
del mundo del entretenimiento Barry Diller; el cofundador de Oracle
Larry Ellison; el magnate petrolero T. Boone Pickens; el fundador de CNN
Ted Turner; el creador de la saga “Star Wars” George Lucas; el heredero
de los hoteles Hilton, Barron Hilton; el banquero David Rockefeller,
entre otros. Algunos otros archimillonarios, como el mexicano Carlos
Slim –considerado en estos momentos “el hombre más rico del mundo”, con
una fortuna estimada en 53.500 millones de dólares– rechazaron la
propuesta.
De acuerdo a lo manifestado por uno
de los promotores de la iniciativa, Buffett: “cuarenta de las familias y
personas más ricas de Estados Unidos se declararon dispuestas a gastar
la mayor parte de su fortuna con fines caritativos”.
Los
patrimonios de estos 40 millonarios, sumados, rondan los 230 mil
millones de dólares. “Si uno quiere hacer algo por sus hijos y
demostrarles amor, lo mejor es apoyar a esas organizaciones que se
ocupan de lograr un mundo mejor para uno y sus hijos”, declaró el
fundador del imperio financiero Michael Bloomberg al sumarse a la
cruzada. “No hay un contrato jurídico, es una promesa moral”, explicó
por su parte Warren Buffett para describir cómo funcionaría el proyecto.
Valga agregar que en Estados Unidos hay
alrededor de 400 fortunas que superan los 1.000 millones de dólares cada
una, lo que representa 40 % de los patrimonios de este nivel existentes
en el mundo. Con esta iniciativa, calcula la revista Fortune, se
podrían recaudar 600.000 millones de dólares.
La
medida anunciada abre interrogantes: ¿se volvieron locos estos
millonarios? ¿Es una estrategia fríamente calculada de la que aún no
sabemos dónde apunta en realidad? ¿Hay un proyecto político tras todo
esto? ¿Es un negocio más, bien montado, que más allá de la declarada
filantropía, les dará más ganancias aún a sus protagonistas? ¿Es un
chiste de mal gusto, una explosión de arrogancia y fanfarronería?
¿Sentimiento de culpa? Esto último es lo menos probable.
Independientemente
de la(s) respuesta(s) que puedan darse al respecto, la ocasión puede
ser buena para plantearse otros interrogantes más de fondo: ¿cómo se
logra el desarrollo? ¿Es posible concebirlo a partir de donaciones, de
filantropía, de “buenas acciones” caritativas?
Digamos
al respecto que –según nos informa la agencia Ria Novosti– Carlos Slim,
“el magnate mexicano, gasta más de 5.000 millones de dólares anualmente
en programas sociales a través de los fondos Telmex y Fundación Carlos
Slim, con lo que paga los estudios universitarios de más de 165.000
jóvenes mexicanos de familias pobres. Además, el empresario acaudalado
asignó 4.000 millones de dólares a la realización de programas
educativos y médicos para los jóvenes, y destina centenares de millones
de dólares en el apoyo de pequeñas empresas en México y toda América
Latina”. ¿Es eso fomento al desarrollo? ¿Qué región del continente
cambió realmente su situación con estas ayudas?
Desde
terminada la Segunda Guerra Mundial en 1945, la potencia hegemónica,
Estados Unidos, viene “ayudando” al desarrollo en distintas partes del
mundo: en la Europa destruía por el conflicto bélico, con el legendario
Plan Marshall, que salvó al viejo mundo del “peligro soviético” con una
multimillonaria intervención que, a decir de Noam Chomsky, más bien
“creó el marco para la inversión de grandes cantidades de dinero
estadounidense en Europa, estableciendo la base para las multinacionales
modernas”. Si Europa Occidental fue favorecida con ese aluvión de
dólares en los primeros años de la post guerra, hasta el 51 más
precisamente, el principal favorecido fue el capitalismo estadounidense.
Es decir: una ayuda que tuvo más autoayuda que otra cosa.
En
otras áreas del globo, el Norte desarrollado –siendo Estados Unidos el
primero a través de su ya histórica Alianza para el Progreso en los años
60 del pasado siglo bajo la administración de John F. Kennedy,
sumándose luego las potencias europeas y Japón ya recuperadas de la Gran
Guerra siguiendo el ejemplo de Washington– desde hace décadas viene
ayudando al Sur. Las toneladas de comida que cayeron en paracaídas sobre
las famélicas poblaciones africanas, o los millones de dólares que se
invirtieron en los innumerables procesos post guerra en otros tantos
innumerables países del Tercer Mundo; las cantidades de dinero puestas
en programas de desarrollo y las cuantiosas donaciones que han llegado a
las regiones más pobres del planeta, por lo que se ve no han sacado de
la pobreza a nadie. Más allá de la quizá bienintencionada declaración de
la Organización de Naciones Unidas de fomentar la paz y el progreso
internacionales, estas contribuciones que han tenido lugar por espacio
de medio siglo chocan con una realidad que las contradice: ninguna ayuda
internacional ayudó a algún país pobre a dejar de ser tal.
Si
los tigres asiáticos, por ejemplo, o China en su complejísimo
“socialismo de mercado”, produjeron enormes saltos adelante en el orden
al progreso –entendido al modo occidental, lo cual puede llevar a otro
tipo de interrogantes que no tocaremos aquí–, sin ningún lugar ello no
tuvo en su base ninguna donación, ninguna acción caritativa ni
filantrópica. Y si la Rusia semifeudal de 1917 pasó a ser potencia unos
años después construyendo la primera revolución socialista de la
historia, no fue por la caridad de nadie sino por el trabajo fecundo de
su gente.
La caridad, la beneficencia, nunca
desligadas de la compasión, sólo pueden servir para ratificar el estado
de cosas dado. La filantropía necesita forzosamente la mano suplicante;
una cosa es condición de la otra, y ambas se retroalimentan mutuamente. Y
la condición final del proceso caritativo es que nada cambie. La
limosna no está destinada a cambiar nada sino a ratificar el estado de
cosas: al mendigo en su mendicidad, y a quien la otorga en su carácter
de poseedor de algo. La limosna, la caridad, la filantropía
irremediablemente alimentan el circuito de postración de quien la
recibe. Esa es su estructura íntima.
La
cooperación internacional que venimos viendo desde hace ya varias
décadas no ha pasado nunca –ni podrá pasar– de su nivel de limosna, de
hecho caritativo. Por supuesto que en su amplio marco pueden encontrarse
espacios alternativos, y a veces funciona como elemento de avanzada que
puede acompañar procesos de transformación real. Pero en términos
generales no está concebida para ser factor de cambio sino para
continuar manteniendo el statu quo. La caridad no se hace para cambiar
nada, obviamente. Los mecanismos de cooperación internacional, en ese
sentido, son instrumentos que están al servicio del mantenimiento del
estado de cosas dado. De hecho, cuando surgen los primeros programas de
ayuda de Estados Unidos en la década del 60 (como respuesta a la
revolución cubana de 1959) se los concebía como “estrategias
contrainsurgentes suaves, no militares”. Pasados los años, aunque ahora
no se los nombre así, no dejan de ser eso: estrategias
contrainsurgentes, mecanismos para continuar la sujeción. ¿Por qué una
limosna podría dejar de ser eso?
fuente, vìa :
http://www.argenpress.info/2010/08/sobre-la-mayor-propuesta-filantropica.html
http://www.argenpress.info/2010/08/sobre-la-mayor-propuesta-filantropica.html
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