Sueña el rey que es rey, y vive con este engaño
mandando, disponiendo y gobernando; y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe, y en cenizas le convierte la muerte,
¡desdicha fuerte! ¿Que hay quien intente reinar, viendo que ha de
despertar en el sueño de la muerte? Sueña el rico en su riqueza, que
más cuidados le ofrece; sueña el pobre que padece su miseria y su
pobreza; sueña el que a medrar empieza, sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende, y en el mundo, en conclusión, todos
sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende. Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado, y soñé que en otro estado más lisonjero me
vi. ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una
sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es
sueño, y los sueños, sueños son.
Calderón de la Barca.
Invadidos por la publicidad
Nuestra
vida cotidiana está invadida por la publicidad, con infinitud de
anuncios presentes en todos los ámbitos de nuestras vidas, de toda clase
de productos y servicios, llenos de mensajes sugerentes, imágenes
sensuales y reclamos psicológicos de todo tipo. Esto hace de la
publicidad un elemento omnipresente del cual es prácticamente imposible
escapar, a menos que tuviéramos todos nuestros sentidos incapacitados o
viviésemos aislados de todo contacto con la sociedad consumista, sus
gentes y sus tecnologías.
Desde que tenemos uso
de razón, somos el objetivo de miles de anuncios que pretenden que
hagamos de sus mensajes algo nuestro. Van a por nosotros, quieren el
dominio de nuestra consciencia para ponerla al servicio de su mensaje, y
aun de nuestra inconsciencia.
La Publicidad es
tan poderosa que miremos donde miremos siempre podremos encontrar algo
relacionado con ella, ya sea un simple logotipo, una marca, o un anuncio
publicitario propiamente dicho. Es como Dios, está en todas partes.
Todas las opciones ofrecidas por esta omnipresente lluvia
de ideas se vinculan, eso sí, con un mismo nexo: la centralidad de la sociedad de consumo y sus valores inherentes como referentes simbólicos de la vida social.
Cosificando al sujeto consumista
La
publicidad comercial, los publicistas que la diseñan, llevan años
trabajando para que la gente reciba subliminalmente el mensaje de que la
juventud, la salud, la virilidad, la feminidad, la masculinidad, el
éxito social, y tantas otras cosas por el estilo, dependen de lo que uno
compra. Para ello se publicita siempre la misma imagen de lo que todos
debemos ser: jóvenes, ricos, guapos, socialmente exitosos, felices. La
simbología asociada por la publicidad a todos y cada uno de estos
estereotipos del hombre o la mujer ideal, se constituyen en
auténticos referentes de la vida social de una inmensa mayoría de los
ciudadanos y ciudadanas. “La belleza, la eterna juventud, el éxito,
la clase, el placer, la armonía de la naturaleza y el mundo, entre otros
muchos valores, son puestos en escena por la publicidad para vender un
universo simbólico asociado a los productos. Todo vale para el logro de
este proceso de análisis y síntesis comunicacional: la proyección de
nuestros deseos y aspiraciones, las sugerencias de éxito y virilidad, el
encanto del sexo, la invitación a la aventura, la fabulación de mundos y
universos imaginarios. La publicidad explota corporativamente los
rituales culturales, los mitos y valores que conforman normativamente la
estructura sociocultural de un universo simbólico dado, centralizando
los atributos de sociabilidad en el propio objeto de mercadeo” (Sierra, 1999).
Arrastrados
por la simbología casi onírica que se esconde tras la publicidad, los
hombres y mujeres construyen sus existencias cotidianas en torno a un
estilo de vida que necesita del mercado para ser continuamente
satisfecho en sus pretensiones más profundas. La publicidad comercial es
despiadada y no respeta géneros ni edades; todos somos potenciales
víctimas de su influencia y su poder de persuasión.
Mientras sus técnicas y tácticas sigan centrándose en destripar nuestras características psicológicas
más sensibles, el mensaje publicitario seguirá llegando hasta nosotros
con una fuerza imposible de controlar. Sus códigos simbólicos nos
seguirán invadiendo y sus hermosas fantasías seguirán marcando el camino
por el cual debemos transitar ciegamente en busca del éxito prometido,
dando sentido a nuestras vidas a través de sus estereotipos y sus metas
sociales impuestas.
La publicidad comercial, entonces, “es
aquél espectáculo efímero y en eterna reproducción que mediatiza
continuamente las relaciones sociales, siendo todo lo vivido
directamente apartado en una representación, en una relación social
entre personas mediatizada por imágenes y símbolos” (Guy, 1999).
La lógica de la cosificación se hace presente, inconfundiblemente, en
estos discursos culturales: sólo en la medida en que adquiere mercancías
la persona adquiere una identidad reconocida. Es el objeto de consumo
el que le presta significado al sujeto (Severiano, 2005). El
consumidor no es sujeto, sino objeto. No es esencia, sino accidente.
La publicidad misma se constituye en sujeto de transmisión
cultural.
Con la simbología por bandera: transformando las necesidades del sistema en deseos y necesidades personales
La
publicidad comercial ha aprovechado muy eficazmente la capacidad
comunicativa que desde siempre se ha conocido a los iconos, las señales y
los símbolos. De hecho, la marca, el logotipo comercial por excelencia,
amén de ser uno de los elementos clave de la comunicación comercial, es
el resultado de todo esto: de la necesidad comunicativa a gran escalda
de la publicidad.
Cuando un símbolo está muy
normativizado y tiene una función bien definida, su capacidad
comunicativa es enorme. Lo publicistas lo han sabido desde que su
actividad se convirtió en una comunicación de masas. La publicidad
comercial se inserta en la cultura a través de la iconografía que se
desprende de todas y cada una de las marcas, especialmente de aquellas
con una mayor repercusión social, pero también a través de los códigos
simbólicos impresos en las relaciones sociales desprendidas de la
cultura misma. Iconos y símbolos hermenéuticos son recursos
publicitarios por excelencia.
La
publicidad comercial modela, estructura y determina nuestro modo de
percepción mediatizando el lenguaje y la cultura cotidiana de los
ciudadanos, a través de la manipulación impune de la simbología social
arrastrada durante siglos por la cultura en su constante evolución. La
publicidad comercial, con ello, pretende representar mediante marcas y
símbolos socioculturales el modelo presente de la vida
económica socialmente dominante, así como la afirmación de una elección
ya hecha en la producción de los objetos a consumir (Guy, 1999).
Es
decir, la publicidad comercial implanta en la mente de los sujetos las
necesidades económicas del sistema capitalista de consumo, a través de
iconos y símbolos que sirven para movilizar los deseos de las masas. El
sistema económico necesita
de un constante ciclo productivo basado en la producción, venta,
consumo y renovación de los productos fabricados y ofertados por los
capitalistas. Sólo así es posible mantener siempre al alza el
crecimiento económico de este sistema económico consumista-capitalista.
De nada sirve producir y no vender, como de nada sirve producir bienes
de consumo no perecederos, cuyo uso podrá ser prolongado en el tiempo
por el comprador de manera indefinida. Los productos que se venden deben
ser prontamente consumidos en su uso, para que así el comprador tenga
la necesidad de acudir nuevamente el mercado a renovar la mercancía
gastada.
Pero como
distintos productos (distintas zapatillas) poseen el mismo valor de uso
(proteger los pies), resultaría muy difícil obligar a las personas a
comprarlos masivamente; con uno bastaría hasta el fin de su vida útil.
Por ello, la industria inventó las marcas, que diferencian entre sí unos
mismos productos con idéntico valor de uso, no tanto por su calidad en
cuanto a materia prima o artesanía, o por su esperanza de vida útil,
como por su valor simbólico. No es lo mismo la marca Nike, que la marca
Tórtola.
Por eso la industria inventó también las
modas fugaces y pasajeras, donde el valor simbólico de un determinado
producto va decayendo a medida que aparecen nuevos productos
actualizados con un mismo valor de uso. Las marcas ayudan a
establecer diferencias simbólicas donde en realidad existe un mismo
valor de uso, y las modas garantizan que aun cuando la esperanza de vida
útil de un determinado producto pueda ser prolongada, la pérdida de
valor simbólico asociada a la aparición en el mercado de nuevos
productos con idéntico valor de uso, pero con un mayor valor simbólico
en la coyuntura social del momento, haga que el consumidor acuda a
renovar la mercancía antes incluso de que ésta agote su vida útil.
Así,
una misma persona no sólo preferirá tener la marca que goce de un mayor
prestigio social en cuanto a su valor simbólico, sino que, además, irá
adquiriendo nuevos productos de esa misma marca a medida que vayan
apareciendo en el mercado y sustituyendo a los anteriores como los que
gozan en el momento de un mayor prestigio social en cuanto a su valor
simbólico.
Si las Zapatillas Nike X eran ayer lo
máximo en el mercado en cuanto a su valor simbólico de cara a
determinado estereotipos sembrados entre los adolescentes, que harán que
éstos aspiren a tener unas Nike X en lugar de unas zapatillas de
cualquier otra marca y modelo, con la aparición hoy de las nuevas Nike
Y, que vienen a sustituir a las Nike X como lo máximo en el mercado en
cuanto a su valor simbólico entre esos mismos adolescentes, el
adolescente, que ayer estaba satisfecho con sus Nike X, ahora aspirará a
tener unas Nike Y, aunque las Nike X sigan siendo perfectamente útiles
para la función de uso que se les presupone. No estarán rotas, pero
querrán cambiarlas por unas “nuevas”. El valor simbólico
del producto así lo impone.
Este panorama muestra
a su vez los valores existentes en una sociedad en la que la
apariencia de las cosas tiene un valor tal que no parece necesario nada
más, proyectando la idea de que todo es maravilloso y admirable en ese
mundo (ideología de la felicidad). Es la cultura de las apariencias,
la cultura del tener o parecer frente al ser, el teatro de la vida. La
publicidad no vende productos ni ideas, sino un modelo falsificado e
hipnótico de la felicidad. “Esa ambientación ociosa y agradable no
es más que el placer de vivir según las normas idealizadas
de los consumidores ricos. Es preciso seducir al gran público con un
modelo de existencia cuyo patrón exige una renovación constante del
ropero, de los muebles, la televisión, el coche, los electrodomésticos,
los juguetes de los niños, de todos los objetos del día. Aunque no
sean verdaderamente útiles” (Toscani, 1996).
El
ideal del consumo no se crea para alcanzarlo, sino para mantener a los
consumidores en estado de perpetua búsqueda e insatisfacción, para que
así nunca dejen de acudir al mercado a renovar sus sueños de
felicidad, esto es, los productos que supuestamente deben garantizarle
tal cosa de manera inmediata.
Para ello, para
que este ciclo sea constante y se renueve a sí mismo continuamente, la
publicidad comercial explota las necesidades y deseos del consumidor
para revestir determinados productos y servicios de imágenes, símbolos y
proyecciones imaginarias.
El mundo simbólico de la publicidad
Así
pues, desde el punto de vista de un análisis del simbolismo
publicitario, podemos hablar de dos elementos de la publicidad donde el
factor simbólico adquiere su importancia fundamental: Las marcas y lo que podríamos llamar como el mundo onírico de la publicidad comercial.
-Las Marcas
La
marca es un signo distintivo que permite reconocer dicho producto entre
todos los demás. Las marcas han pasado a ser toda una mitología en la
sociedad consumista-capitalista, la marca no es solo un signo o un
nombre, sino que además de identificar el producto pone en marcha
connotaciones afectivas. Las marcas se presentan asociadas a valores
añadidos como prestigio, distinción, elegancia, nivel económico,
popularidad o admiración. El éxito de una marca, frente a otras de igual
calidad, no reside en el producto, sino en los valores añadidos (Lorenzo González, 2002).
La
marca funciona como señuelo que identifica y reclama al consumidor. Se
trata, en cierto modo, de una forma de jerarquización y distinción del
mercado, estratificando la demanda en un proceso de individualización y
diferenciación social que discrimina y unifica, a la vez,
paradójicamente, el consumo social. La marca posiciona e identifica,
pues, tanto al producto como a los consumidores, desmaterializando el
acto de consumo público mediante los atributos simbólicos que integran a
los consumidores en el valor de cambio imaginario del producto, a
condición de dotar de vida y existencia subjetiva metafóricamente a los
objetos y productos finales de la circulación de capital (Sierra, 1999).
La
imagen que los ciudadanos asocian a una determinada marca
resulta de una combinación de factores físicos y emocionales que
finalmente le otorgan una identidad propia y la diferencian de los
productos de la competencia con una misma naturaleza y función de uso.
Son las características emotivas, no funcionales, creadas por el hombre,
el envase, por tanto, las que determinan el simbolismo de una marca. Es
ese "valor añadido" el que permite a una empresa justificar para un
producto un precio superior a la media, y que hace que los consumidores,
a pesar de ello, acudan en masa a comprarla buscando los códigos
simbólicos que se asocian con ella, y, en consecuencia, los supuestos
beneficios, desde un punto de vista social, que tales códigos podrán
proporcionarle al portador de dicha marca.
La
marca es un motor simbólico. Su combustible está integrado por
elementos tan dispares como nombres, letras, imágenes, íconos, colores,
sonidos, conceptos, olores, gustos, texturas, objetos, sueños, deseos,
espacios, vacíos. El resultado, si se ha hecho funcionar el motor
adecuadamente, es un mundo ordenado, estructurado, interpretable y, en
cierto sentido, atractivo. La marca depende exclusivamente de la vida
simbólica y cultural de los hombres. Más allá del mundo simbólico es
imposible analizar el valor de una marca. Además, dentro de esa trama de
significaciones en la que se inmersa de manera inexorable la marca, el logotipo juega un papel fundamental.
El
logotipo es el icono diferenciador por excelencia de las marcas. Tiene
naturaleza lingüística, debido al empleo de un determinado lenguaje para
la comprensión de los receptores. Tiene cualidad denotativa: es
comprendido por los componentes representativos intrínsecos. Y
connotado, el receptor asiente una específica ideología del objeto. El
logotipo encierra en sí mismo toda la simbología que los sujetos asocian
a la marca en cuestión. La marca y el logotipo nos incitan, pues, a
adoptar, casi subconscientemente, una decisión rápida cuando nos
hallamos ante opciones diferentes. Aunque, obviamente, esa es
precisamente la función principal de la publicidad: asegurar que el
comprador se dejará arrastrar por el poder simbólico que representa una
determinada marca, impulsada a sí mismo por el mundo onírico que crea la
publicidad, donde tales marcas adquieren y perpetúan su valor
simbólico.
Las marcas y los logotipos, por tanto,
no sólo sirven a los vendedores para impulsar la venta de sus
productos, sino que, desde un punto de vista sociológico y cultural,
sirven como símbolos de distinción social, y arrastran a sus portadores a
una espiral simbólica donde lo que prevalece no es la etiqueta del
producto que porta la marca, sino la etiqueta social del sujeto que la
compra en el mercado y la luce en sociedad.
-Mundo onírico de la publicidad
En
estrecha vinculación con lo anterior, la publicidad comercial ha
generado, con el paso de los años, un auténtico mundo de sueños y
fantasías donde cada elemento que emerge de él suele tener asociado un
valor simbólico. La publicidad es ya poco menos que una proyección hacia
el mundo exterior del mundo de los sueños, un mundo onírico en toda
regla. Un mundo onírico, eso sí, donde las pesadillas no tienen cabida:
todo debe ser placer y felicidad.
El
ser humano se ve arrastrado por la publicidad comercial hacia un mundo
lleno de tramas de significación, donde la cultura consumista emerge
como es esa urdimbre, ese conjunto de enlaces que constituyen el
horizonte de significados a partir del cual nos movemos y existimos. Las
hermosas apariencias de la publicidad “colocan a los consumidores
en un mundo psicotrópico, casi religioso. La producción de ilusión ya no
queda limitada a determinados lugares sagrados, sino que constituye una
totalidad sensible” (Romano, 2004). La publicidad
comercial es la encargada de crear ese mundo de ilusión que habita con
nosotros de manera solapada como si de una realidad transversal se
tratase.
Los
ambientes de fiesta, alegría, felicidad, armonía y lujo son adaptaciones
personalizadas de lo imaginado que el receptor nunca o casi nunca podrá
realizar. El brillo y lujo del mundo, la espectacularidad y belleza de
las representaciones publicitarias son solo formas de seducción que
enmascaran las formas alienadas de cultura y socialización. La seducción
publicitaria tiene por función integrar lo escindido, unir y vincular
los lazos de disolución que el propio proceso de comunicación
publicitaria produce en el acto de enunciación persuasiva (Sierra, 1999).
A
través de la publicidad comercial, se construyen mundos ficticios en la
mente de los sujetos, mundos en cuyas perspectivas entran metas y
esperanzas que jamás se podrán alcanzar, en el 99% de los casos, en
virtud de las restricciones sociales y culturales propias de las clases
explotadas en las cuales han nacido, crecido y formado su identidad y su
rol social la inmensa mayoría de los individuos.
Pero
la publicidad es capaz de hacer que los sujetos proyecten sus ilusiones
hacia ese mundo de fantasía y simbolismo donde, paradójicamente, lo que
los publicistas han volcado previamente han sido precisamente estas
ilusiones detectadas en la ciudadanía, creando mundos donde las
diferencias sociales se disuelven, los sufrimientos no existen, y todo,
absolutamente todo, se convierte en posible. Soñar es gratis, dice la
sabiduría popular. Comprar, obviamente, no. Pero eso es lo de menos.
De ilusiones se vive: dogma publicitario por excelencia
Los
anuncios actúan así como pequeños cuentos de hadas donde
las niñas pobres se pueden casar con príncipes azules, los patitos feos
se pueden convertir en cisnes, y las piedras filosofales pueden
convertir en oro todo lo que toquen. La belleza, los sueños de eterna
juventud, el poder, la riqueza, la capacidad de seducción, la eterna
felicidad, en definitiva, el éxito social y el bienestar, impregnan de
cabo a rabo todo el mundo onírico generado por los creadores
publicitarios.
No hay espacio en
ella para el sufrimiento, para los sueños rotos, para las vidas
frustradas o los deseos insatisfechos. Todo en la publicidad tiene un
sentido simbólico, y no hay otro contexto en ese mundo onírico para
tales símbolos que el deseo de los publicistas porque los potenciales
consumidores asocien sus productos con la felicidad y el éxito social.
Todo está pensado hasta el mínimo detalle para ello.
Debemos
reconocer que el lenguaje onírico es el más aceptado por la mente
empírica y racional. Forma parte de nuestras vidas desde que nacemos.
Los sueños constituyen una prolongación de la vida del sujeto. La
publicidad comercial tiene mucho de esto, salvo que, en lugar de ser una
prolongación hacia dentro de la vida del sujeto, es una especie de
proyección hacia fuera de los sueños del hombre constituidos en un
corpus que actúa de facto como complemento onírico de la vida.
Los
publicistas han estudiado las ilusiones, los sueños y los deseos de los
sujetos, y han construido un mundo lleno de códigos simbólicos a la
medida del resultado de tales estudios. Esto es, ni más ni menos, el
mundo onírico de la publicidad: un mundo donde los publicistas han
proyectado los sueños e ilusiones humanas para que el sujeto se sienta
plenamente acomodado e integrado dentro de él. Algo muy similar, en
definitiva, a lo que Feuerbach asoció con el nacmiento y éxito de la
religión entre las masas.
Del mundo de las apariencias a la persuasión de masas
El mundo de la publicidad es, pues, el mundo de las apariencias (Sierra, 1999),
un mundo de sueños y fantasías donde los elementos icónicos y
simbólicos juegan un papel central, al estilo de lo que Clifford Geertz
propuso para el análisis de las culturas humanas cuando afirmó que las
ideologías, las cosmovisiones, se constituyen a partir de los sistemas
culturales. La cultura, para Geertz, aparece como una construcción en la
que participan los distintos individuos de un conjunto humano
localizado territorialmente, que comunican sus “fuentes de iluminación
simbólica” (la estructura simbólica) a las generaciones que les suceden.
La publicidad comercial es hoy en día, qué duda
cabe, el principal ritual que tiene la sociedad consumista-capitalista
para que sus hombres y mujeres comuniquen sus fuentes de iluminación simbólica
a las futuras generaciones, aunque en este caso sean unos pocos
especialistas quienes marquen la pauta, y no el sentir común de una
sociedad entera que guarda sus conocimientos por el bien común.
Esto
es, la sociedad consumista-capitalista actual ha aceptado sin rechistar
que los mercaderes hayan invadido física y simbólicamente nuestro
espacio público. Allá donde uno mire, habrá siempre un icono, un
símbolo, un anuncio que recuerde el poder omnipresente de la publicidad
comercial.
Las calles y los medios de
comunicación de masas son espacios especialmente colonizados por la
publicidad comercial. Nuestro cerebro recibe una media de 600 impactos
publicitarios al día. Marcas de bebidas, detergentes, zapatillas y
perfumes se cuelan por la televisión, la prensa e Internet con un único
fin: seducirnos (Fernández, 2009). “Los canales que deben
servir a nuestros sofistas para transmitir sus mensajes al público,
incluyen todos los medios de los que dispone la gente para comunicarse y
transmitir ideas. No existe medio de comunicación humano que no pueda
utilizarse (…) Puede ocurrir que un producto nuevo pueda ser anunciado
al público mediante una película de cine que muestra un desfile
celebrado a miles de kilómetros de distancia. O que el fabricante de un
nuevo avión de pasajeros aparezca personalmente en millones de hogares
merced a la radio o la televisión. Quienquiera que desee transmitir sus
mensajes al público con la máxima efectividad, deberá estar ojo avizor y
utilizar todos los medios de que dispone la comunicación humana” (Bernays, 2008),
así hablaba a mediados del siglo pasado Edward Bernays, el que fuese el
gran impulsor de la publicidad moderna entendida como propaganda
ideológica del sistema consumista-capitalista. Y así ha sido desde
entonces.
La publicidad como centralidad cultural en la sociedad consumista-capitalista
El
carácter cotidiano que adquiere con ello la publicidad, insertada en
todos los espacios comunicativos del hombre, ya sea en forma de anuncio,
ya sea en forma de logotipo, “ha transformado así la cultura
corporativa en una manifestación obvia y natural de nuestro entorno,
resultando que, pese al crecimiento de la hiperinflación de los mensajes
publicitarios, somos menos conscientes cada vez de su poder y de los
efectos que condicionan nuestro comportamiento” (Sierra, 1999).
En
realidad, esta es una de las trampas actuales del sistema, que consigue
así mantener a los individuos bajo la continua presión del consumo, a
una misma vez que la gente no es consciente de esta faceta ideológica de
la publicidad, desconociendo plenamente cómo opera el marketing y la
publicidad comercial en su mente, es decir, cómo los mensaje comerciales
configuran el mundo simbólico que los circunscribe, y cómo la
publicidad les genera una falsa satisfacción a través de productos que
alimentan los sueños calmando así, aparentemente, las frustraciones que
nacen de los deseos innatos incumplidos en los sujetos (López Vázquez, 2007). “La
publicidad estudia y conoce bien las carencias y necesidades humanas de
esta sociedad, y no ahorra esfuerzo para satisfacerlas, aunque de
manera ilusoria” (Romano, 2004)
La publicidad comercial es la esencia de la cultura consumista-capitalista, la metaimagen, la cosmovisión, donde “la sociedad se presenta idealmente y se reafirma objetivamente” (Severiano, 2005).
Por medio de la publicidad, como ocurría con otras culturas por medio
de las fiestas o de los rituales populares ancestrales, la sociedad
occidental contemporánea se ofrece a sí misma y al ojo ajeno su propia
imagen. La publicidad comercial pasa así de ser una actividad más de la
cultura humana, a ser un elemento central en la cultura
consumista-capitalista, sin la cual sería imposible entender tal
sociedad desde un punto de vista sociológico o antropológico. Es espejo y
reflejo de la cultura consumista-capitalista. La transmite, la
constituye y la reproduce. Es ella misma la acaparadora y reguladora de
todo cuanto pueda haber de interés en dicha cultura: es el gran libro
sagrado de la sociedad consumista-capitalista, la Biblia de la sociedad
contemporánea. Mitos, ritos y principios sociales de la actualidad
residen en ella de manera permanente.
La
publicidad comercial es, en definitiva, el elemento central en la
superestructura ideológica de lo que hemos venido a llamar la sociedad
consumista-capitalista: su principal referente cultural, y su creación
de elementos simbólicos con una mayor capacidad para socializar,
homogenizar y dar sentido global a las conductas individuales acordes a
las necesidades existenciales de la estructura económica que sustenta en
última instancia el funcionamiento de tal modelo social.
La
publicidad comercial late en el centro mismo de la sociedad consumista,
es el corazón mismo de la cultura consumista-capitalista. La cultura
consumista-capitalista no podría ser entendida sin la publicidad y sus
mensajes, de igual forma que la cultura cristiana no podría ser
entendida sin las sagradas escrituras impresas en la Biblia. La
propaganda publicitaria se ha convertido, pues, en la gran Biblia de la
nueva religión consumista-capitalista, impulsora de orientaciones
éticas, de valores de sentido, de proyectos de vida y de sueños cargados
de simbolismo. Eso es, ni más ni menos, la publicidad comercial de
nuestros días.
Consecuencias psicosociales y antropológicas de la publicidad
Algunas
de las principales consecuencias culturales que, a nuestro juicio, la
centralidad cultural de la publicidad ha fomentado y desarrollado,
fomenta y desarrolla, en nuestra actual sociedad contemporánea
consumista-capitalista, son las siguientes:
La conversión de la sociedad en una sociedad de naturaleza hedonista y constantemente sumergida en una filosofía del Carpe Diem.
Si el mercado necesita de una continua emisión de nuevas necesidades
sociales, si necesita de una continua venta de nuevos productos
asociados a unos determinados componentes simbólicos, si la base
económica de la sociedad necesita de una continua producción y venta de
nuevos productos para mantener siempre al alza su crecimiento, es lógico
que la filosofía del placer inmediato, así como la de vivir
intensamente el momento, se abran un hueco predominante en la acción
moral de los individuos. Muchos son los productos etiquetados de manera
simbólica como "placenteros", y muchos aquellos que sólo cobran un
sentido de valor simbólico mediante su uso fugaz y ajustado al momento
concreto de las exigencias del mercado y las expectativas sociales. Es
un ciclo que debe ser renovado constantemente. Se compra el producto, se
usa, se gasta, se renueva. A veces por la duración de su propia vida
útil, otras veces por el avance simbólico de los productos de la
competencia que lo hacen pasar a ser un producto obsoleto y sin valor
simbólico alguno. La publicidad induce así a una espiral hedonista, de
búsqueda inmediata del placer, y de goce del momento, cuya principal
motivación es la continua necesidad existente de vincular emocionalmente
los productos del mercado con las experiencias vitales de los sujetos,
de tal manera que el ciclo consumista no expire nunca. Goza comprando,
disfruta el momento, busca tu felicidad inmediata a través del consumo,
el sistema económico lo necesita.
Triunfo
de los estereotipos y la superficialidad en todos los ámbitos de la
vida social: la sociedad de las apariencias, el triunfo de lo estético
frente a lo ético. El desarrollo personal, en tanto que búsqueda de
la realización personal, se convierte en una búsqueda de la
satisfacción de los estereotipos impuestos por la publicidad y las
necesidades económicas del sistema. La sociedad se convierte así en la
sociedad de las apariencias, donde lo que importa no es lo que se es, ni
como se es, sino lo que se tiene, lo que se dice que tiene, o lo que se
hace ver que uno es mediante lo que se tiene y mediante sus propios
comportamientos dentro de los criterios de aceptación o rechazo que
rigen en cada momento el código simbólico imperante en el contexto
social donde uno se desenvuelve. La vida se convierte en un teatro, en
un dramático teatro. Es el triunfo de lo estético frente a lo ético. El
sujeto no actúa motivado por reflexiones profundas en tanto a lo bueno o
malo de sus actos para consigo mismo y para con los demás, sino por
criterios de apariencia, donde lo que prevalece es dar a la sociedad lo
que el sujeto cree que la sociedad espera que le dé, donde lo que prima
es lo que agrada a primera vista según los códigos de sentido impuestos
por la publicidad, donde lo que se persigue es la adecuación a la norma
social imperante en un contexto determinado, y no la reflexión moral en
sentido estricto.
*Bibliografía
Benavides, J. (1997): “Los nuevos escenarios de la publicidad entre lo local y lo global”. Edipo. Madrid.
Bernays, E. (2008): “Propaganda”. Editorial Melusina. Barcelona.
Fernández, R. (2009): “La Publicidad es una ideología”. Diario Público. 07-05-2009.
Guy, D. (1999): “La sociedad del espectáculo”. Pre-textos. Valencia
López Vázquez, B. (2007): “Publicidad emocional. Estrategias creativas”. ESIC. Madrid
Lorenzo González, J. (2002): “Persuasión subliminal y sus técnicas”. Biblioteca Nueva. Madrid.
Romano, V. (2004): “La formación de la mentalidad sumisa”. El Viejo Topo. Barcelona.
Severiano, M. (2005): “Narcisismo y publicidad”. Siglo XXI editores. Buenos Aires.
Sierra, F. (1999): “La publicidad”, en Master Universitario en Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación, UNED.
Toscani,O. (1996): “Adiós a la publicidad”. Omega. Barcelona.
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