domingo, 15 de octubre de 2017

Indignado: El Che. Otras historias... Jorge Mansilla Torres*

Jorge Mansilla Torres*



Como muerto en combate iba a pasar el Che a la historia de las mentiras, si el periodista Albert Brun, de la Agencia France Press, no hubiese visto al médico José Martínez Caso caminando por el patio del hospital y al ratito enterarse de que al guerrillero lo habían matado apenas unas horas antes con una ráfaga de metralleta disparada desde corta distancia. El galeno le mostró el informe forense por él elaborado.

El periodista fotografió ese documento y regresó a la lavandería del hospital de Vallegrande, donde el general Joaquín Zenteno Anaya, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de Bolivia, seguía declarando ante la prensa que el guerrillero no quiso rendirse en el combate de ayer en la quebrada del Churo.

Aquella versión oficial duró dos días, porque el 11 de octubre por la noche supo el mundo que el Che había sido asesinado a mansalva en la escuela de La Higuera el lunes 9 de octubre de 1967. La noticia fue publicada por la AFP con la firma de Brun, el corresponsal franco-argelino enviado a Bolivia.

Se hilaron los hechos. Ernesto Guevara fue hecho prisionero el sábado 8 hacia el mediodía; herido de bala en un pie y, junto a otros tres combatientes, fue llevado hasta La Higuera. Su captor, el capitán ranger Gary Prado Salmón, que allí se enteró de que se trataba del célebre jefe guerrillero, lo llevó caminando hasta el poblado y ordenó encerrarlo en un aula de la escuela lugareña.

Esa misma noche, el Che fue atacado a puñetazos por el cubano Félix Rodríguez, un agente de la CIA. Inerme y maniatado, el guerrillero le escupió en la cara y aquél se le fue encima con furia. El oficial boliviano Eduardo Huerta Lorenzetti, encargado de vigilar al prisionero, los separó con energía y en el forcejeo el cubano fue derribado. ¡Indio de mierda, ya vas a saber quién soy yo!, le gritó Rodríguez al levantarse del suelo.

A las 6 horas del día 9 entró al aula la profesora Julia Cortez, amiga del teniente Panozo, para insultar al Che por terrorista invasor, pero nada pudo decirle porque ese hombre me habló con mucho respeto de los maestros que enseñamos en estos lugares abandonados y hasta me corrigió una falta de ortografía de un escrito que dejé el día anterior en el pizarrón.

A las 10:45 llegaron hasta el prisionero Ninfa Arteaga y Élida Hidalgo, esposa e hija del telegrafista de La Higuera, llevándole una sopa de maní (un preparado de cacahuates) que siempre invitamos a los forasteros. La profesora Élida, que había tramitado el permiso militar para esa visita, se quedó de guardia en la puerta mientras su mamá daba de comer al prisionero; sin consulta con nadie le desamarré sus manos para que agarre la cuchara, explicaba la señora.

La orden de asesinar al Che provino de Washington y fue retransmitida desde La Paz a La Higuera por el presidente Barrientos Ortuño. Los jefes militares escogieron al sargento Mario Terán para ejecutar esa instrucción; el oficial, se dice, se bebió media botella de singani, un licor de uva, para darse valor. Cuando, tambaleante, ingreso al aula, el prisionero lo miró fijamente y le dijo: Ponte sereno, cobarde, porque vas a matar a un hombre.

Eran las 13:40 cuando Terán Salazar accionó su metralleta M2 y disparó una ráfaga, se dice, de ocho tiros contra el cuerpo del Che que seguía maniatado. El combatiente murió en el acto.

Cumplida la orden imperial, el cadáver fue trasladado hasta Vallegrande, en una camilla de cuerdas que se ató a un patín del fuselaje de un pequeño helicóptero militar; en el breve viaje, el viento de la serranía abrió los ojos del Che y abiertos quedaron en su cuerpo expuesto sobre un poyo del Hospital Señor de Malta de Vallegrande.

Serían las cuatro de la tarde, cuando Graciela Rodríguez, lavandera del nosocomio, en actitud espontánea limpió con un trapo húmedo el polvo del pecho y los pies del guerrillero. A las 17:15, la enfermera Susana Osinaga le acicaló pelos y barba con unas tijeras de cirugía; dos días después, al ver el rostro del guerrillero en la foto tomada por Johnny Alborta dijo la doña que se estremeció al ver que la cara de aquel hombre se parecía a la de Cristo.

De esas cinco mujeres bolivianas que, sin militancia política ni consigna de nadie, se acercaron al Comandante en la hora de su infortunio, dos están con vida. La enfermera Osinaga reside en Vallegrande, en una casa frente al hotel México lindo y querido.

Estas historias fueron pergeñadas con datos aportados por los cronistas cubanos Adys Cupull y Froilán González y con escritos de periodistas e investigadores y testimonios de algunos sobrevivientes.

Después de ese muy movido octubre vallegrandino ocurrieron otros hechos que ninguna historia registra. Por ejemplo, un mediodía de enero de 1968, el médico Martínez Caso fue acribillado a tiros en un barrio comercial de La Paz. Su hermano Luis El Pollo Martínez, codirector del vespertino paceño Jornada, solía contarnos que, según testigos oculares, los pistoleros fueron dos jóvenes murukullus (bolivianismo por corte a ras de pelo) que huyeron calle Illampu abajo. Al parecer, aquel forense que habló con Mur no fue avisado por los militares de la versión de que el Che había muerto en combate.

El 9 de octubre de 1969, murió el ex oficial Eduardo Huerta presuntamente en un accidente vehicular al chocar su automóvil con un camión en la carretera de La Paz a Oruro. No hubo informe oficial al respecto, pero el cuerpo de Huerta tenía lesiones en el cuello. En ese entonces, era público que el joven sucrense solía decir hasta niveles de jactancia que él habló con el Che casi toda la noche y que el guerrillero le explicó las causas de su lucha, razón por la que él lo admiraba y quería como a un hermano mayor.

Relatos de periodistas y políticos de la época atribuían al ministro bancerista Arce Carpio, El Cubo, decir que quien podría saber algo de ese accidente era el capitán Andrés Sélich, amigo y confidente del Gato Rodríguez en su estadía en La Paz.

Si el periodismo es la historia de lo inmediato, muchos periodistas no hicimos esa tarea en los años setenta porque las dictaduras cortaron los hilos conectivos, fraguaron todo intento de investigación, aparte de que la cerrazón de los mandos militares fue a piedra y lodo, máxime con los reporteros marcados como enlaces urbanos de la guerrilla y fueron relegados a clandestinidad y destierro, como fue mi caso.

Ahí están, sin embargo, los hechos y lo que muchos sobrevivientes podrían revelar incluso en episodios más dramáticos y sangrientos, como los ajustes de cuentas entre represores y afines al histórico suceso que fue la presencia del Che en Bolivia hace medio siglo.

*Periodista y escritor boliviano

vía:http://www.jornada.unam.mx/2017/10/12/opinion/018a1pol

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