Uno de los habituales recursos de neuromarketing
que emplean los supermercados es el de jugar con los estímulos para
modificar cómo consumen los compradores. Hay ciertos elementos que
empujan a los visitantes a hacer más compras. Por ejemplo, oler a pan
recién hecho impacta en lo que se compra y los consumidores se dejan
llevar por lo que el olor sugiere para no solo comprar pan sino también
para hacerse con cosas que se pueden comer con el mismo, como pueden ser
mantequilla o jamón. La previsión de comer – y lo que se siente
mientras se anticipan a ello – marca el carrito de la compra.
Y otra de las cosas que saben los
supermercados – y sobre la que alertan todas las revistas de estilos de
vida en sus reportajes sobre vida sana – es que los consumidores que van
a hacer la compra con hambre son mucho más receptivos a la hora de
gastar. Ir al super con hambre hace que se compre más, señalan. Pero lo
cierto es que ir al supermercado con hambre puede ser mucho peor para el
consumidor que eso y mejor para las marcas que saben jugar con la
realidad contextual. No solo se gasta más en comida (un estudio señalaba
que se puede llegar a gastar un 60% de lo habitual o previsto) sino que
además se compra mucho más en general, elementos que no tienen que ver
con la alimentación incluidos.
Así lo acaba de demostrar un estudio
conjunto de profesores de la Universidad de California y de Minnesota.
El estudio se planteaba cómo la situación (tener hambre) afectaba a los
demás elementos que te puedes encontrar en un hipermercado. La
conclusión es que el hambre empuja a los consumidores a gastar más
porque hace que todo se vea mucho más atractivo. Es decir, la percepción
del comprador ha cambiado. Ya no es que cuando compremos con hambre se
gaste más en comida por la asociación lógica (tengo hambre y eso es comestible) sino porque las cosas que se están viendo parecen en realidad mejores, más atractivas.
Los consumidores confunden además (de
una forma subconsciente) la necesidad. Es decir, cuando se necesita
comprar comida, el cerebro entiende que simplemente se necesita comprar.
“Hemos descubierto que el deseo de conseguir comida pone la idea de
‘conseguir cosas’ en tu mente, lo que incrementa la posibilidad de que
te sientas atraído por elementos que no satisfacen tu hambre física”, explican los autores del estudio.
De hecho, el estudio empleó como
elemento de medición para estimar cómo consumían los miembros de la
muestra un elemento completamente inocuo, uno de esos que no
necesariamente entran en la lista de la compra. Los consumidores se
enfrentaban a clips de plástico para hojas. Los consumidores no sentían
de entrada nada especial relacionado con estos elementos. Sus gustos no
variaban y no existía un cambio entre quienes tenían hambre y quienes no
sobre si le gustaban estas herramientas. Sin embargo, cuando se
enfrentaban al momento de la compra, los consumidores compraban en un
50% de los casos esos clips de plástico si tenían hambre. De repente,
señala el estudio, querían esos elementos.
Cómo afecta a otros sectores
El estudio abre además un nuevo terreno
de debate y un nuevo campo de trabajo para las marcas. Hasta ahora eran
solo los supermercados los que partían de la idea de que conseguir que
los consumidores entrasen a comprar cuando tenían hambre iba a tener un
efecto en las ventas, pero lo cierto es que el estudio permite hacer
pensar que esto podrían funcionar con cualquier otro espacio y con
elementos que van mucho más allá de las marcas de comida. Las
conclusiones invitan a pensar qué ocurre cuando sales de compras para
hacerte con cualquier cosa y sientes hambre. ¿Puede esa necesidad de
hacerte con cosas que marca el hambre hacerte gastar mucho más en otros
terrenos?
El hambre y jugar con ese estímulo se
sumará así de una forma más amplia a la lista de trucos de
neuromarketing. Las tiendas ya jugaban con elementos como el olor, como
es el caso del pan en los supermercados o la huella de olor de algunas
tiendas (que hace que reconozcas en la calle que están allí, a la vuelta
de la esquina, y acabes dirigiendo tus pasos a las mismas). El olor
hace que se reconozca a una marca pero también que el cerebro se deje
seducir por una promesa. Las agencia de viajes, por ejemplo, suelen
recurrir al coco para hacer que los consumidores piensen en sus
vacaciones.
No es el único truco. Las tiendas
también juegan con los estímulos visuales, colocando los productos en
ciertas posiciones porque son las que entran primero ‘por los ojos’ a
los consumidores o empleando los colores como una herramienta para
aportar más información. Los colores son fácilmente decodificables por
los compradores y dan no solo datos contextuales sino también
sugerencias que permiten ampliar el mensaje a lo que la marca quiere que
se vea. Por ejemplo, las gamas cromáticas verdes hacen que los
consumidores piensen directamente en cosas frescas.
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