Debemos rechazar la afirmación de que la indiferencia de la clase capitalista frente a la pérdida de vidas es una prueba de que el capital ya no necesita el trabajo vivo
La reestructuración de la economía
mundial ha adoptado cinco estrategias básicas para dar respuesta al
ciclo de luchas sociales que entre los años sesenta y los setenta
transformaron la organización de la reproducción y las relaciones de
clase. Primero, se ha producido una expansión del mercado de trabajo. La
globalización ha producido un salto histórico en el tamaño del mundo
proletario, tanto mediante un proceso global de «cercamiento» que ha
provocado la separación de millones de personas de sus tierras, sus
trabajos y sus «derechos consuetudinarios», como mediante el aumento del
empleo de las mujeres. No es sorprendente que la globalización se nos
aparezca como un proceso de acumulación primitiva, que ha asumido formas
variadas.
Mediante la destrucción de las economías
de subsistencia y la separación de los productores de los medios de
subsistencia, al provocar la dependencia de ingresos monetarios a
millones de personas, incluso a aquellas imposibilitadas para adquirir
un trabajo asalariado, la clase capitalista ha relanzado el proceso de
acumulación y recortado los costes de la producción laboral. Dos mil
millones de personas han sido arrojados al mercado laboral demostrando
la falacia de las teorías que defienden que el capitalismo ya no
necesita cantidades masivas de trabajo vivo, porque presumiblemente
descansa en la creciente automatización del trabajo.
Segundo, la desterritorialización del
capital y la financiarización de las actividades económicas,
posibilitadas por la «revolución informática», han creado las
condiciones económicas por las que la acumulación primitiva se ha
convertido en un proceso permanente, mediante el movimiento casi
instantáneo del capital a lo largo del planeta, al haber derribado una y
otra vez las barreras levantadas contra el capital por la resistencia
de los trabajadores a la explotación.
Tercero, hemos sido testigos de la
desinversión sistemática que el Estado ha llevado a cabo en la
reproducción de la fuerza de trabajo, implementada mediante los
programas de ajuste estructural y el desmantelamiento del «Estado de
bienestar». Como se ha mencionado anteriormente, las luchas llevadas a
cabo durante los años sesenta han enseñado a la clase capitalista que la
inversión en la reproducción de la fuerza de trabajo no se traduce
necesariamente en una mayor productividad laboral.
Como resultado de esto, surgen ciertas
políticas y una ideología que resignifica a los trabajadores como
microemprendedores, supuestamente responsables de la inversión en ellos
mismos y únicos beneficiarios de las actividades reproductivas en ellos
materializadas. En consecuencia se ha producido un cambio en los ejes
temporales existentes entre reproducción y acumulación. Los trabajadores
se ven obligados a hacerse cargo de los costes de su reproducción en la
medida en que se han reducido los subsidios en sanidad, educación,
pensiones y transporte público, además de sufrir un aumento de los
impuestos, con lo que cada articulación de la reproducción de la fuerza
de trabajo ha devenido un momento de acumulación inmediata.
Cuarto, la apropiación empresarial y la
destrucción de bosques, océanos, aguas, bancos de peces, arrecifes de
coral y de especies animales y vegetales han alcanzado un pico
histórico. País tras país, de África a las islas del Pacífico, inmensas
áreas agrícolas y aguas costeras -el hogar y los medios de subsistencia
de extensas poblaciones- han sido privatizadas y hechas accesibles para
la agroindustria, la extracción mineral o la pesca industrial. La
globalización ha revelado, sin lugar a dudas, el coste real de la
producción capitalista y de la tecnología lo que hace imposible hablar,
tal y como Marx hizo en los Grundrisse, de «la gran influencia
civilizadora del capital» que surge de su «apropiación universal tanto
de la naturaleza como de la relación social misma» donde «la naturaleza
se convierte puramente en objeto para el hombre, en cosa puramente útil;
cesa de reconocérsele como poder para sí; incluso el reconocimiento
teórico de sus leyes autónomas aparece solo como una artimaña para
someterla a las necesidades humanas, sea como objeto del consumo, sea
como medio de la producción».
En el año 2011, tras el derrame de
petróleo de BP y el desastre de Fukushima -entre otros desastres
producidos por los negocios corporativos-, cuando los océanos agonizan,
atrapados entre islas de basura, y el espacio se ha convertido en un
vertedero además de en un depósito armamentístico, estas palabras no
pueden sonar más que como ominosas reverberaciones. Este desarrollo ha
afectado, en diferentes grados, a todas las poblaciones del planeta. Aun
así, como mejor se define el Nuevo Orden Mundial es como un proceso de
recolonización. Lejos de comprimir el planeta en una red de circuitos
interdependientes, lo ha reconstruido como un sistema de estructura
piramidal, al aumentar las desigualdades y la polarización social y
económica, y al profundizar las jerarquías que históricamente han
caracterizado la división sexual e internacional del trabajo, y que se
habían visto socavadas gracias a las luchas anticoloniales y feministas.
Si además tenemos en cuenta que,
mediante la deuda y el ajuste estructural, los países del «Tercer Mundo»
se han visto obligados a desviar la producción alimentaria del mercado
doméstico al mercado de exportación, convertir tierras arables y
cultivables para el consumo humano en terrenos de extracción mineral,
deforestar tierras, y convertirse en vertederos de todo tipo de desechos
así como en campo de depredación para las corporaciones cazadoras de
genes, entonces, debemos concluir que, en los planes del capital
internacional, existen zonas del planeta destinadas a una «reproducción
cercana a cero». De hecho, la destrucción de la vida en todas sus formas
es hoy tan importante como la fuerza productiva del biopoder en la
estructuración de las relaciones capitalistas, destrucción dirigida a
adquirir materias primas, «desacumular» trabajadores no deseados,
debilitar la resistencia y disminuir los costes de la producción
laboral.
Hasta qué punto ha llegado el
subdesarrollo de la reproducción de la fuerza de trabajo mundial se
refleja en los millones de personas que frente a la necesidad de emigrar
se arriesgan a dificultades indecibles y a la perspectiva de la muerte y
el encarcelamiento. Ciertamente la migración no es tan solo una
necesidad, sino también un éxodo hacia niveles más altos de resistencia,
un camino hacia la reapropiación de la riqueza robada. Esta es la razón
por la que la migración ha adquirido un carácter tan autónomo que
dificulta su utilización como mecanismo regulador de la reestructuración
del mercado laboral. Pero no hay duda alguna de que si millones de
personas abandonan su país hacia un destino incierto, a cientos de
kilómetros de sus hogares, es porque no pueden reproducirse por sí
mismas, al menos no bajo las condiciones necesarias.
Esto se hace especialmente evidente
cuando consideramos que la mitad de los migrantes son mujeres, muchas
con hijos que deben dejar atrás. Desde un punto de vista histórico esta
práctica es altamente inusual. Las mujeres son habitualmente las que se
quedan, y no debido a falta de iniciativa o por impedimentos
tradicionalistas, sino porque son aquellas a las que se ha hecho sentir
más responsables de la reproducción de sus familias. Son las que deben
garantizar que sus hijos tengan comida, a menudo quedándose ellas mismas
sin comer, y las que se cercioran de que los ancianos y los enfermos
reciben cuidados. Por eso cuando cientos de miles de ellas abandonan sus
hogares para enfrentarse a años de humillaciones y aislamiento,
viviendo con la angustia de no ser capaces de proporcionarles a sus
seres queridos los mismos cuidados que les dan a extraños en otras
partes del mundo, sabemos que algo dramático está sucediendo en la
organización del mundo reproductivo.
Debemos rechazar, de todas maneras, la
afirmación de que la indiferencia de la clase capitalista internacional
frente a la pérdida de vidas que produce el capitalismo es una prueba de
que el capital ya no necesita el trabajo vivo. Más cuando en realidad
la destrucción a gran escala de la vida ha sido un componente
estructural del capitalismo desde sus inicios, como necesaria
contrapartida a la acumulación de la fuerza de trabajo, acumulación que
inevitablemente supone un proceso violento. La recurrente «crisis
reproductiva» de la que hemos sido testigos en África durante las
últimas décadas se encuentra enraizada en esta dialéctica de acumulación
y destrucción de trabajo. También la expansión del trabajo no
contractual y otros fenómenos que deberían ser considerados como
abominaciones en un «mundo moderno» -como las encarcelaciones masivas,
el tráfico de sangre, órganos y otras partes del cuerpo humano- deben
ser leídas dentro de este contexto.
El capitalismo promueve una crisis
reproductiva permanente. Si esto no ha sido más visible en nuestras
vidas, por lo menos en muchas partes del Norte Global, es porque las
catástrofes humanas que ha causado han sido en su mayor parte
externalizadas, confinadas a las colonias y racionalizadas como un
efecto de una cultura retrógrada o un apego a tradiciones erróneas y
«tribales». Pero observado desde el punto de vista de la totalidad de
las relaciones capital-trabajo, este desarrollo demuestra el esfuerzo
continuo del capital de dispersar a los trabajadores y de minar los
esfuerzos organizativos de los obreros dentro de los lugares de trabajo.
Combinadas, estas tendencias han abolido los contratos sociales,
desregulado las relaciones laborales, reintroducido modelos laborales no
contractuales destruyendo no solo los resquicios de comunismo que las
luchas obreras habían logrado sino amenazando también la creación de los
nuevos comunes.
Junto con el empobrecimiento, el
desempleo, las horas extras, el número de personas sin hogar y la deuda,
se ha producido un incremento de la criminalización de la clase
trabajadora, mediante una política de encarcelamiento masivo de la clase
obrera que recuerda al Gran Encierro del siglo XVII, y la formación de
un proletariado, constituido por inmigrantes indocumentados, estudiantes
que no pueden pagar sus créditos, productores o vendedores de
mercancías ilícitas, trabajadoras del sexo. Es una multitud de
proletarios, que existen y trabajan en las sombras, que nos recuerda que
la producción de poblaciones sin derechos -esclavos, sirvientes sin
contrato, peones, convictos, sans papiers- permanece como una necesidad
estructural de la acumulación capitalista.
texto original de Página Popular visto en La Haine
vía:
http://www.elciudadano.cl/2015/04/11/157890/las-cinco-estrategias-del-capitalismo-contra-los-movimientos-sociales/
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