Entre los que
se lanzan a expresar su indignación en la calle hay de todo.
Desencantados de la política y los políticos tradicionales, pacíficos
ciudadanos en busca de la comunidad ácrata de sus sueños, jóvenes con
grados o escolaridad desperdiciada, desempleados de todas las edades, ex
revolucionarios de otras épocas salidos de sus oscuros nichos, en fin,
mujeres y hombres adiestrados por la modernidad a quienes la realidad ha
puesto ante el dilema existencial de sus vidas sin darles respuestas
convincentes.
Las imágenes fluyen a través de la red. Las páginas dedicadas a la
protesta permiten seguir los pasos casi en tiempo real. La tecnología al
servicio de la disidencia, rompiendo muros y mentalidades. Es tal la
diversidad de las consignas acumuladas en las plazas que parece
imposible llegar a acuerdos o, cuando menos, hallar un hilo conductor
que les dé sentido. Pero no es así, y por eso el movimiento avanza sin
extraviar sus objetivos. La queja recurrente se resume en una frase:
Lo llaman democracia y no lo es. La insatisfacción adquiere tonalidades morales, pero se expresa bajo el clamor opaco de la épica ciudadana que se mece entre la afirmación de la igualdad como estrella polar y el rechazo a los partidos tradicionales. El desencanto prevalece en plenas elecciones:
Nuestros sueños no caben en sus urnas, repiten en Madrid, Valencia o Barcelona unos jóvenes que hasta ayer no eran visibles.
No nos representan, gritan después a los diputados provinciales a la entrada de sus respectivos parlamentos. Y exigen democracia real. Ese es el punto que divide a los indignados de los críticos que si bien saludan al movimiento por sus efectos terapéuticos sobre la parálisis del régimen político, a renglón seguido les recuerdan que hay dos límites esenciales infranqueables: 1) concebir la democracia asociada a consideraciones de justicia sustantiva, y 2) ignorar que la política no puede
imponer medidas que pongan en peligro la competitividad de la economía(ver: El País, Fernando Vallespín, 21/6/11).
Y, sin embargo, es justamente la desilusión ante el funcionamiento
formal de la democracia la que impulsa la urgencia de construir la
democracia real, concebida como una adaptación a la sociedad moderna de
aquellos mecanismos y procedimientos que le garantizan al ciudadano voto
pero también voz en las decisiones. Una democracia más participativa
complicaría la escisión, ahora inevitable, entre los políticos y sus
electores, entre la política y la sociedad. Dicha exigencia tiene varias
vertientes que se expresan desde la primera movilización como la
propuesta de
una reforma electoral más representativa y de proporcionalidad reala fin de evitar la discriminación que actualmente favorece a los dos grandes partidos en detrimento de los pequeños. De ninguna manera se trata de un planteamiento
antipolítico, pues sería difícil, en efecto, pedir que se reforme la ley electoral para darle el mismo peso a todos los votos y a la vez desestimar la necesidad de crear nuevos partidos; o suponer que la democracia directa, con sus mecanismos horizontales de toma de decisiones, puede sustituir sin problemas al Congreso o las administraciones públicas, pero afortunadamente no es eso lo que plantean los manifestantes cuando urgen a reconstruir la democracia como un régimen que haga suyos (y los aplique) los valores racionales de la dignidad, la justicia, en fin, los derechos humanos aquí y ahora. Resulta aleccionador que el movimiento no apele en este terreno sólo a la
maldad intrínsecade los políticos versus la pureza ciudadana; ni se reconforte mediante el autoengaño de que las candidaturas independientes dejan de ser por ello
partidistas, esto es políticas en el estricto sentido de la palabra. La democracia merece ser reformada. Por no hablar de las conductas políticas que tanto descrédito le acumulan a los partidos.
Es inevitable, además, que la protesta no se conforme con el
dogma de que no hay alternativas, repetido ahora por la Comunidad
Europea en el caso de Grecia. Se olvidaron de que eso es lo que está en
juego en esta crisis: no recaer como si nada hubiera pasado en las
mismas prácticas que multiplican la irracionalidad propia del
capitalismo.
No somos mercancías en manos de políticos y banqueros, proclamaron los indignados en su primera salida a la calle, y esa es, en efecto, la vena más radical del movimiento. También es la más promisoria, pues se adelanta al futuro al plantear que la humanidad no puede despeñarse hacia su propia autodestrucción, que es la de nuestro planeta. Pero esa convicción es la que resulta insoportable para los detentadores del poder real. Más que expresión de una ideología formal, se trata de un nuevo sentido común a partir de la constatación empírica y moral de que las estrategias sacralizadas ya no funcionan o se han pervertido en desmedro de la gente. Los indignados no creen en el realismo de sus políticos. Están hartos. Por eso, la movilización se centra ahora en el rechazo al Pacto del Euro que los gobiernos europeos suscribirán en Bruselas para imponer regulaciones obligatorias a todos los países, sin considerar, como ha dicho Democracia Real, que toca a los ciudadanos
decidir si aplicar o no una serie de medidas de recortes o de presión fiscal impuestas por vías no democráticas, mismas que golpearán duramente al ya muy erosionado estado de bienestar. No hay razón alguna para el optimismo. En algún lugar, entre Estados Unidos y Europa, alguien incuba el huevo de la serpiente.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/06/23/opinion/022a2pol
http://www.jornada.unam.mx/2011/06/23/opinion/022a2pol
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