(apro).- En el antiguo Derecho Romano había una figura terrible: el homo sacher
(el hombre sagrado), un ser humano que el Estado no protegía y
que, abandonado a su suerte, cualquiera podía asesinar
impunemente. Ese hombre había sido reducido a lo que los griegos
llamaban zoe, la vida no protegida, la vida de un animal.
Algunos milenios después, paradójicamente en la era
de la democracia y de los derechos humanos, todos los ciudadanos
de mi país nos hemos convertido en hombres sagrados.
Desde hace cuatro años, jóvenes, niños, ancianos,
hombres y mujeres en México -- desprotegidos por el Estado que
extravió su vocación primera: cuidar de la seguridad de los
ciudadanos--, podemos ser secuestrados, levantados,
humillados, desaparecidos y asesinados de maneras tremendamente
cruentas, sin que nuestra muerte encuentre después la
justicia que le correspondería (sólo 2% de los crímenes
que suceden en México son resueltos).
Criminalizados, convertidos en cifras y expedientes
abandonados en los aparatos de justicia, 40 mil muertos y
10 mil desaparecidos –a los que diariamente se suman otros a lo
largo del territorio mexicano— son el saldo que nos acompaña
desde que el presidente Felipe Calderón y la política
antinarco de Estados Unidos decidieron declararle la
guerra al narcotráfico en México.
Las cifras, meras abstracciones estadísticas en el
imaginario administrativo –números, sólo números--, parecen no
decir nada. Sin embargo, detrás de cada una de ellas hay
rostros, historias mutiladas y familias rotas. Piensen
simplemente en sus hijos, en los amigos de sus hijos, en
los hombres, las mujeres y niños que todos los días encuentran a
su paso por la calle, e imagínenlos muertos, asesinados;
piensen después en ustedes mismos y en los familiares de
esos rostros muertos y podrán tener una evidencia clara
del horror y de la inhumanidad indecible que hay detrás de esas
cifras, de esas “bajas colaterales” como despectivamente las
nombra el gobierno y sus aparatos administrativos.
Las causas de este horror son múltiples y profundas.
Son el resultado de una guerra absurda, del largo
pudrimiento de las instituciones de México y de la
insensibilidad política de Estados Unidos que, para mal evitar
su consumo de droga, ha instalado en México una guerra que no ha
disminuido en nada ni el tráfico ni el consumo y que nos
está costando miles de muertos y de desaparecidos.
Mientras en Estados Unidos, gente como Charlie Sheen o Paris
Hilton elogian y promueven el consumo de la droga en sus
espectáculos y en los medios de comunicación, nosotros
estamos obligados a perseguir a sus productores; mientras
Estados Unidos tiene legalizada una industria peor que la droga:
la armamentista, que arma tanto a las fuerzas del
Estado mexicano como a las del crimen organizado,
nosotros ponemos diariamente los muertos, el sufrimiento y el
miedo; mientras bancos e instituciones norteamericanas coludidas
con bancos e instituciones mexicanas lavan dinero, los
ciudadanos de México vivimos en la miseria y el terror.
Esa política está en todos sentidos equivocada. Por
un lado, la droga no es un asunto de criminalidad, sino
de salud pública. En una sociedad hipereconomizada, la
droga, al igual que el alcohol, debe entrar en las leyes
férreas del mercado, debe ser despenalizada y aceptar esa
despenalización como un fracaso del Estado y de la sociedad,
como un mal menor (si se hubiese legalizado no tendríamos 40 mil
muertos, 10 mil desaparecidos y un inmenso dolor en
muertos corazones).
Por otro lado, una Ley de Seguridad Nacional, basada en la
violencia y comandada desde instituciones cooptadas,
corrompidas y ajenas al servicio de la nación, sólo
puede perpetuar la criminalidad y el horror. México no sólo está
destruido en sus instituciones sino en su tejido social, y una
buena Ley de Seguridad Nacional debe tomar en cuenta
esos factores. No sólo el marco legal que proteja los
derechos humanos frente a un Ejército que absurdamente fue
sacado de sus cuarteles para realizar tareas policiacas, sino
también, el proceso y los tiempos en que el Ejército
debe volver a sus cuarteles, la creación de una
seguridad basada no sólo en una reacción contra la violencia del
crimen organizado, sino en la seguridad y la prevención del
crimen a partir de modelos ciudadanos, políticas que
protejan el campo –gravemente destruido--, que atiendan a
la educación –abandonada--, los salarios miserables y el
desempleo, en síntesis una política de seguridad que mire los
problemas de México de manera integral.
Desde el espantoso asesinato de mi hijo Juan
Francisco y de sus amigos, la sociedad mexicana empezó a
movilizarse. Al comenzar a nombrar a nuestros muertos y
la injusticia e inhumanidad en la que está absurda guerra
nos ha hundido; al romper el miedo y unirnos en el consuelo,
hemos ido construyendo una unidad nacional ciudadana que busca
la refundación de las instituciones, el alto a la guerra
y la construcción de una paz con justicia y dignidad.
Nuestro dolor no se ha convertido en una fuente de odio, sino de
una dignidad que busca rehacer la paz, el amor y la justicia
que un gobierno corrupto, una equívoca Ley de Seguridad
Nacional, basada en la guerra y en una estúpida política
bilateral con Estados Unidos, nos han arrancado.
Es necesario también, en esta movilización, que la
sociedad norteamericana contribuya a esa transformación.
Su responsabilidad en los crímenes y la injusticia que
vivimos es absoluta. Su consumo de drogas, su apoyo
irrestricto a una guerra que no se atreve a tener dentro de su
territorio, su industria armamentista que nos está asesinando
(México se ha vuelto uno de los consumidores fundamentales
de su armamento), deberían hacer que los ciudadanos de
Estados Unidos se movilizaran para exigirle a su gobierno
un cambio en esta estrategia que día con día nos está costando
mucho en vidas, en dolor y en destrucción. Si no lo hacen,
serán cómplices de crímenes de lesa humanidad.
Al recibir el premio que Global Echange otorga cada
año a una persona que se ha entregado a la defensa de los
derechos humanos, yo, y mi hijo asesinado, que llevó en
mi corazón como una presencia viva del dolor, somos el
rostro de esas víctimas y de esos padres, hermanos e hijos que
han visto morir a sus seres queridos injustamente y de manera
impune.
En nombre de todos ellos, convertidos, para desgracia de lo
humano, en hombres sagrados, lo recibimos como un gesto
de amor y de solidaridad de un pueblo hermano que puede
ayudarnos mucho en esta largo y doloroso camino que los
mexicanos hemos emprendido por la paz, el consuelo y la
justicia. México y Estados Unidos deben en este caso preferir el
esfuerzo de la razón a la política del poder y de la
guerra. Hay que elegir hoy entre hacer cosas humildes y eficaces
o aceptar el crimen y la imbecilidad como regla de vida. Me
parece que no es difícil la elección. Este esfuerzo que
emprendimos con el Movimiento por una Paz con Justicia y
Dignidad, y que pedimos al pueblo de Estados Unidos
compartir y apoyar, es una prueba de amor y de confianza en lo
mejor del hombre y de nosotros mismos. Es la prueba de que a
pesar del horror y el miedo que quieren instalarnos, los
ciudadanos aún nos sentimos lo suficientemente firmes
para continuar buscando la paz, la justicia, la libertad y la
democracia que nos están arrancando.
Ciertamente el México de hoy, tan destruido y
adolorido, no permite la esperanza. Pero el movimiento
que estamos gestando y esta fuerza en la debilidad del
dolor y del amor que nos une y nos convoca ilustran esa
impotencia de la fuerza de la que alguna vez habló Napoleón con
Fontanes: “A la larga, Fontanes, el espíritu termina siempre por
vencer a la espada (…)”. “A la larga sí –como dijo
alguna vez esa gran conciencia moral que fue Albert Camus
al citar a Napoleón--. Pero después de todo, una buena regla de
conducta es pensar que el espíritu libre siempre tiene razón y
acaba siempre por triunfar, porque el día en que deje
de tener razón será aquel en que la humanidad entera
deje de tenerla y la historia de los hombres pierda su sentido”.
* Discurso pronunciado en San Francisco, California,
al recibir el Premio de Derechos Humanos de Global Exchange.
Fuente, vìa :
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