(apro).- En octubre de 2006, el entonces presidente de Pakistán,
Pervez Musharraf, reveló a la cadena CBS que a través del subsecretario
de Estado, Richard Armitage, Estados Unidos amenazó con bombardear su
país “hasta regresarlo a la edad de piedra”, si no colaboraba
decididamente en la guerra contra el terrorismo.
Musharraf, un golpista que luego se legitimó mediante
elecciones amañadas, había sido señalado en reiteradas ocasiones de
jugar un doble juego con Occidente y el radicalismo islámico, ante la
convicción generalizada de que Osama bin Laden y el líder talibán Omar
se ocultaban en algún lugar de la frontera afgano-pakistaní, protegidos
por el Inter-Services Intelligence (ISI) el aparato de espionaje del
régimen de Islamabad.
Quienes pagaron el precio de esta ambigüedad fueron los
ciudadanos de estos dos países. Ese mismo año, Amnistía Internacional
reveló que más de 85% de las personas retenidas ilegalmente en
Guantánamo, fueron detenidas en Afganistán y Pakistán en una época en
que se ofrecían recompensas de hasta 5,000 dólares por cada presunto
terrorista entregado a las fuerzas estadunidenses.
Así, en los años posteriores a los atentados de 2001,
cientos, si no miles, de ciudadanos afganos y pakistaniés fueron
víctimas de acusaciones falsas, detenciones ilegales y desapariciones
forzadas. A muchos se les “vendió” como terroristas a Estados Unidos,
sobre la base única de la palabra de sus captores; pero de otros más,
nunca volvió a saberse nada.
Sin embargo la sangría no paró ahí. Según el colaborador de The Guardian
en Lahore, Mohsin Hamid, a partir de que Afganistán fuera invadido, en
Pakistán más de 30,000 personas han sido víctimas de la violencia
terrorista y antiterrorista; diez veces las del aciago 11/S en Estados
Unidos. Pero, claro, hay de muertes a muertes. La mayoría son anónimas y
se diluyen en la estadística. Sin embargo, hay otras sumamente
relevantes, que resultan muy lucrativas en términos políticos e
inclusive pueden marcar el giro de los acontecimientos.
Una de ellas fue el asesinato, en diciembre de 2007, de
Benazir Bhutto, quien después de nueve años de exilio se aprestaba a
retornar al poder. En una carta póstuma, la dos veces exmandataria,
quien ya había sufrido atentados previos, apuntó hacia los sectores
duros del ISI, vinculados con Al Qaeda, los talibanes y los grupos
extremistas islámicos de Pakistán. Su viudo, Asif Alí Zardari, quien la
sustituyó al mando, se comprometió a depurar este aparato de
inteligencia, considerado por muchos como “un Estado dentro del
Estado”.
Pero la muerte sin duda más relevante se dio el pasado 1 de mayo,
cuando Osama bin Laden, acusado de ser el cerebro de los ataques del
11/S y un sinnúmero de atentados más, fue abatido por tropas de élite de
Estados Unidos. Sólo que el líder de Al Qaeda no fue hallado en la
frontera afgano-pakistaní, sino dentro de Pakistán, muy cerca de la
capital, Islamabad, y de la principal academia militar del país, donde
no podría haberse ocultado por años sin el apoyo de, por lo menos, una
parte del ISI.
Tampoco, empero, podría haber sido encontrado sin la colaboración de
un pequeño pero poderoso sector dentro del gobierno. ¿Logró Zardari
acotar al ISI como lo prometió? Dentro y fuera de Pakistán se debate
sobre si hubo complicidad o incompetencia de los servicios de espionaje.
La versión más probable es que algunos agentes gubernamentales lo
delataron, pero dejaron que la responsabilidad recayera sobre los
estadunidenses para evitar represalias.
“Parece inconcebible –dice Hamid en su artículo del Guardian–
que los helicópteros de Estados Unidos se internaran tanto en el
espacio aéreo pakistaní sin ser detectados, cuando habitualmente los que
han intentado cruzar la frontera con Afganistán en alguna persecución
han sido hechos retroceder con tiros de advertencia”. ¿Hubo violación de
soberanía? También eso ya se discute en todo el mundo. Pero dentro de
Pakistán el único que ha levantado la voz al respecto es el cuestionado
expresidente Musharraf.
Por su parte, las versiones contradictorias de Washington han
abundado a la confusión. Primero se dijo que hubo “cierta colaboración”
por parte de Islamabad, pero luego el director de la CIA, Leon Panetta,
aseguró que no se notificó a los paquistaníes por temor a alguna
infidencia que hiciera abortar la misión. El gobierno de Zardari se
limitó a anunciar que se haría una investigación para analizar “los
fallos” de sus servicios de inteligencia; y el Departamento de Estado
dijo que seguiría colaborando con él.
Pero también el manejo de la muerte del líder de Al Qaeda ha sido
confuso. Cuando Barack Obama la dio a conocer el domingo en la noche,
sugirió que hubo resistencia, por lo que no se le pudo detener con vida.
Luego resultó que el jeque ni siquiera estaba armado. Nuevas
versiones hablan de que uno de sus guadaespaldas lo habría matado para
evitar su detención, y su hija de 12 años, presente en el operativo,
aseguró que fue detenido y luego acribillado por los estadunidenses.
Para redondear destacó la premura con que las fuerzas especiales de
Estados Unidos se deshicieron del cadáver. Luego de una parodia de rito
musulmán, Bin Laden fue envuelto en una sábana blanca y arrojado al mar.
La justificación: que ni su patria, Arabia Saudita, ni ningún otro país
quisieron recibirlo y no era cosa de llevarlo a territorio
estadunidense; había que impedir que surgiera un lugar de culto o un
blanco de atentados.
Todas estas contradicciones, más la falta de pruebas
documentales, han hecho dudar a muchos seguidores y detractores de Bin
Laden de que esté realmente muerto. Pero el presidente Obama ya anunció
que las fotos que dan testimonio del balazo que recibió en la cabeza no
serán divulgadas, porque son demasiado crudas y podrían generar riesgos a
la seguridad nacional. “Nosotros no vamos a utilizar estas imágenes
como trofeos”, subrayó.
Su declaración evocó el caso de Uday y Qusay, los hijos de
Sadam Hussein, que después de ser delatados por un “pariente” a cambio
de una millonaria recompensa, en 2003 también fueron asaltados en su
escondite por un comando militar estadunidense. Su “resistencia” fue
vencida con artillería pesada. Luego, sus cuerpos destrozados fueron
exhibidos a la contemplación pública y sus fotografías divulgadas por
todo el mundo.
George W. Bush esgrimió la muerte de los dos tiránicos juniores
como una evidencia definitiva de que el antiguo régimen encabezado por
su padre no volvería. Para cubrirse, el Pentágono informó que tenía la
aprobación del gobierno interino de Irak, que consideraba importante la
difusión de las imágenes para tranquilidad de la ciudadanía iraquí.
Más adelante vendría el circo de la detención y el juicio de
Sadam. Ubicado por otra delación en un escondite subterráneo, primero
fue exhibido como una especie de animal salvaje y luego sometido a un
juicio amañado por parte de las autoridades locales –siempre guiadas por
los ocupantes– que acabó llevándolo a la horca por un delito menor,
mientras sus grandes crímenes tolerados por Occidente quedaban
convenientemente archivados.
Su ejecución en diciembre de 2006, transmitida minuto a
minuto, fue de escándalo. La grabación oficial tuvo el pudor de omitir
el sonido y la imagen del momento preciso de su muerte, pero no pudo –o
quiso– evitar la difusión de un video clandestino por internet, que
proporcionó a millones de cibernautas todos los detalles. Y mientras se
festejaba en Estados Unidos, chiitas y sunitas ahondaban sus enconos y
la guerra seguía.
Pero hubo bajezas peores. En Kuwait, un acaudalado
empresario se dijo dispuesto a pagar lo que fuera para obtener la cuerda
que acabó con la vida del invasor de su país y, en Estados Unidos, una
empresa de muñecos de “celebridades” sacó de inmediato al mercado una
figura de Hussein colgado de la horca, que recibió una alta solicitud de
ventas.
Hasta ahora no ha salido todavía ningún muñeco de Bin Laden
con la cabeza destrozada, pero sin duda tendría mucho éxito a la luz de
las nutridas manifestaciones de júbilo que se dieron después de
anunciarse su muerte. Por lo pronto, el presidente Barack Obama ha visto
recuperarse su alicaída popularidad hasta en diez puntos porcentuales, y
la discusión se centra en si le durará para reelegirse a fines del año
próximo.
Está claro que la operación estaba dirigida al consumo
interno, sin importar demasiado los cuestionamientos externos que, por
lo demás, han sido pocos. Prácticamente todos los gobiernos han
felicitado a Washington por su éxito y sólo los aguafiestas de siempre
como Irán, Cuba, Venezuela o el movimiento Hamas de Gaza han calificado
el hecho como un asesinato y la violación flagrante de un Estado
soberano.
El secretario de Justicia estadunidense, Eric Holder,
sostuvo que fue un acto “legal, legítimo y coherente con nuestros
principios”. Y es que, paradójicamente, el gobierno de Obama se está
amparando en las leyes de excepción promovidas por su antecesor, George
W. Bush, que siguen vigentes. Tanto, que ni siquiera la ONU cuestionó
explícitamente los métodos empleados y se limitó a exaltar los
resultados.
Los voceros de los movimientos populares que hoy agitan las
naciones árabes, también marcaron notoriamente su distancia con Al
Qaeda. Su intención, dijeron, era instaurar regímenes democráticos y
laicos, y no un califato islámico como pretendía Bin Laden.
Eso no quiere decir que los seguidores del jeque
muerto se vayan a quedar tranquilos. La simple alerta de seguridad
lanzada por Estados Unidos a todas sus misiones y embajadas da cuenta de
ello. Ya hubo también manifestaciones, aunque poco numerosas, que han
salido a defender la causa de la yihad, y es obvio que muchos que la apoyan –sobre todo en el extranjero– no van a dar públicamente la cara.
Se da casi por hecho que la red terrorista quedará ahora
bajo el liderazgo del egipcio Ayman al Zawahiri, mucho más duro que Bin
Laden. El atentado contra un restaurante en Marruecos el 28 de abril y
la detención dos días después de tres presuntos yihadistas en
Alemania, indica además que, parte de Al Qaeda o no, los fieles de esta
corriente siguen activos. Y que su rabia puede ser alimentada por otros
hechos, como los bombardeos de la OTAN sobre Libia que acaban de cobrar
la vida de un hijo y tres nietos de Muamar el Gadafi. El mismo coronel
podría ser la siguiente víctima.
Académicos, analistas políticos y periodistas familiarizados
con el mundo árabe-musulmán, han coincidido en señalar en estos días
que, en realidad, Bin Laden ya era inoperante y que el radicalismo
islámico va a la baja. La mejor prueba de su ocaso, dicen, son
precisamente los multitudinarios levantamientos populares en la zona
que, en ningún momento, han enarbolado la bandera de la yihad.
Ojalá la muerte de Bin Laden y otras por venir no la
resuciten y hagan marchitar prematuramente la llamada “primavera árabe”.
Fuente, vìa :
http://proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/91037
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