Luego de tres
semanas de observar a la más poblada de las naciones árabes arrojar del
poder a un anciano ridículo, caigo en cuenta de un hecho extraño. Hemos
estado informando al mundo que la infección de la revolución de Túnez se
propagó a Egipto, y que en Yemen, Bahrein y Argelia han surgido
protestas democráticas casi idénticas, pero hemos pasado por alto la
contaminación más destacada de todas: que la policía de seguridad del
Estado, puntal del poder de los autócratas árabes, recurre en Saná,
Bahrein y Argel a las mismas tácticas desesperadas de salvajismo que los
dictadores de Túnez y Egipto intentaron en vano contra sus ciudadanos
en pie de lucha.
Así como los millones de manifestantes no violentos en El Cairo
aprendieron de Al Jazeera y de sus pares en Túnez –hasta en esos
mensajes de correo electrónico en que los tunecinos aconsejaban a los
egipcios partir limones a la mitad y comerlos para evitar los efectos
del gas lacrimógeno–, así también los esbirros de seguridad del Estado
en Egipto, que presumiblemente veían los mismos programas, ejercieron
precisamente la misma brutalidad que sus colegas en Túnez. Increíble, si
se pone uno a pensar en ello.
Los policías de El Cairo vieron a los tunecinos apalear a los
opositores hasta dejarlos como masas sanguinolentas y –pasando del todo
por alto que eso precipitó la caída de Ben Alí– copiaron fielmente la
táctica.
Habiendo tenido el placer de estar junto a estos guerreros del Estado
en las calles de El Cairo, puedo atestiguar sus tácticas por
experiencia personal. Primero, la policía uniformada confrontó a los
manifestantes. Luego abrió filas para permitir que los baltagi
–ex policías, drogadictos y ex presidiarios– corrieran al frente y
golpearan a los manifestantes con palos, cachiporras y barretas de
hierro. Luego los criminales se replegaron hacia las filas de la policía
mientras los uniformados bañaban a los manifestantes con miles de latas
de gas lacrimógeno (de nuevo, hechas en Estados Unidos). Al final,
según observé con considerable satisfacción, los manifestantes
sencillamente avasallaron a los hombres del Estado y sus mafiosos.
Pero, ¿qué ocurre cuando sintonizo Al Jazeera para ver hacia dónde
debemos viajar ahora? En las calles de Yemen hay policías de seguridad
del Estado cargando con cachiporras a las multitudes de manifestantes en
Saná y luego abriendo filas para permitir que esbirros sin uniforme
ataquen con garrotes, cachiporras, barras de hierro y pistolas. Y en el
momento en que estos criminales se repliegan, la policía yemení baña de
gas lacrimógeno a las multitudes. Luego las imágenes son de Bahrein,
donde –no necesito decirlo, ¿o sí?– los policías aporrean a hombres y
mujeres y arrojan miles de cargas de gas lacrimógeno con tal
promiscuidad que los propios uniformados acaban vomitando en el
pavimento. Extraño, ¿no?
Pero no, sospecho que no. Durante años, los servicios secretos
de estos países han imitado a sus iguales por una sencilla razón:
porque sus capos de inteligencia han estado pasándose tips
durante años. También para torturar. Los egipcios aprendieron a usar
electricidad con mucha mayor fuerza en sus prisiones del desierto luego
de una amistosa visita de los muchachos de la estación de policía de
Chateauneuf, en Argel (que se especializan en bombear agua en el cuerpo
de los hombres hasta literalmente hacerlos estallar en pedazos). Cuando
estuve en Argel, el pasado diciembre, el jefe de seguridad del Estado
tunecino llegó en visita fraternal. Fue como cuando los argelinos
visitaron Siria en 1994 para averiguar cómo Hafez Assad enfrentó el
levantamiento musulmán de 1982 en Hama. Simple: masacrar a la gente,
volar la ciudad, dejar a la intemperie los cuerpos de culpables e
inocentes por igual para que los sobrevivientes los vieran. Y eso mismo
hizo le pouvoir después tanto con los desalmados islamitas armados como con su propio pueblo.
Fue algo infernal, esa universidad abierta de la tortura, una constante ronda de conferencias y recuentos de primera mano de
interrogatorioshechos por sádicos del mundo árabe, con el constante apoyo del Pentágono y sus escandalosos manuales de
cooperación estratégica, para no mencionar el entusiasmo de Israel.
Pero había una falla vital en esas lecciones. Si alguna vez –sólo una
vez– la gente perdiera el miedo y se levantara para aplastar a sus
opresores, el mismo sistema de dolor y horror se volvería su enemigo, y
su ferocidad sería precisamente la razón de su derrumbe. Eso es lo que
ocurrió en Túnez. Y en Egipto.
Es una lección instructiva. Bahrein, Argelia y Yemen aplican
políticas de brutalidad idénticas a las que les fallaron a Ben Alí y
Mubarak. No es ése el único extraño paralelismo entre el derrocamiento
de los dos titanes. Mubarak en verdad creía la noche del jueves que el
pueblo sufriría otros cinco meses de su dictadura. Ben Alí al parecer
creía lo mismo.
Lo que esto demuestra es que los dictadores de Medio Oriente son
infinitamente más estúpidos, desalmados, vanidosos, arrogantes y
ridículos de lo que sus propios pueblos creían. Gengis Kan y lord Blair
de Isfaján fundidos en uno.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
Vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/02/16/index.php?section=opinion&article=034a1mun
http://www.jornada.unam.mx/2011/02/16/index.php?section=opinion&article=034a1mun
La imagen no corresponde con el enlace original.
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