¿Hay alguien allí?
Nunca,
nunca en la vida fui buena para rezar. Ni en la infancia, cuando mi fe
en la existencia de Dios era absoluta. Aunque nadie me lo pedía, me
arrodillaba al lado de la cama y apoyaba la frente en las manos, como
los niños de las estampitas, pues suponía que si cumplía con la forma
externa del acto, algo me indicaría cómo resolver el resto.
Era inútil. Apenas
juntaba las manos para rezar “ángel de mi guarda, dulce compañía”,
etcétera, me asaltaban las dudas: ¿no estaría Dios demasiado ocupado?
En mi salón había una niña que se había herido el brazo de forma
espectacular con un vidrio y andaba enyesada, apantallándonos a todos
con su capacidad de aguante. Tenía miles y miles de puntadas, de ahí el
yeso. Seguro que Dios le hacía más caso a ella. Sería lógico. Y a los
niños huérfanos. Y a los famosos niños de Biafra, que padecían hambre y
que mis padres no se cansaban de mencionar cuando alguno de nosotros
se rehusaba a comer un poco más de huevo con sardina (el omelet del
horror), o de moronga en salsa verde (cena de vampiros, decía mi
hermana).
Después de las dudas
venían las distracciones: ¿cómo sería mi ángel de la guarda? ¿De pelo
rubio, túnica morada y sandalias de oro? Nunca había visto más que ese
modelo de ángel de la guarda. Pero seguro había otros. Yo quería uno
con ojos rasgados, como Peter Pan. Peter Pan… qué miedo el cocodrilo. Y
el capitán Garfio… no qué barbaridad. Las hadas como Campanita, ¿
tendrían algo que ver con el ángel de la guarda? A lo mejor las alas de
mariposa denotaban inferioridad. Las de plumas, esas eran las alas
buenas. ¡Los arcángeles tenían cuatro alas! Volaban al doble de
velocidad que los ángeles de la guarda. ¿Habría carreras en el cielo?
Si había, seguro los querubines llegaban al último. Eso de ser una
cabeza voladora no me gustaría nada. Yo quería ser una niña con alas,
pero alas de pluma. Esas eran las efectivas, me quedaba claro (yo
entonces tenía siete años e ignoraba todo, la leyenda de Ícaro
incluida).
Para entonces me
dolían las rodillas. Como no me sabía completa la oración del ángel de
la guarda, se la cambalacheaba a Dios por un Padrenuestro, más bonito y
más formal. Entonces me asaltaba el recuerdo de la confesión de la
tarde. El sacerdote, a quien imagino muerto de risa oyendo los pecados
de un montón de niñas de siete y ocho años (¿qué pecados podían ser
esos? Vi a Fulana sacándose los mocos; dije una mentira; le pegué a mi
hermano; pegué un chicle bajo el pupitre; no recé anoche) me había
ordenado rezar un “Yo pecador.” Como sólo me sé el principio,
insuficiencia que perdura hasta hoy, con un espíritu de lo más luterano
hacía un aparte silencioso con Dios y le proponía esta componenda:
“Diosito, no me sé el ‘Yo pecador’, pero el ‘Padrenuestro’ me lo sé
hasta en inglés. Te voy a rezar dos en español y dos en inglés y
quedamos tablas, ¿sale?”, y confiada en el amor infinito sobre el que
abundaban las monjas, me levantaba del reclinatorio y me iba la más
satisfecha, a veces sin rezar ni los cuatro “Padrenuestros” acordados.
Pasaron los años y
la vida me pasó encima como una aplanadora, igual que a toda la gente
que conozco. Mi fe infantil desapareció, destruida por la razón y las
experiencias. Ahora y desde hace muchísimo tiempo, mis oraciones son
frases imprecisas y no sé ni a qué, ni adónde las dirijo. Soy incapaz
de proponerle un cambalache a nadie. La fe simple del que propone una
misa a cambio de una gracia me parece tan pueril como la oración del
ángel de la guarda, pero sin la excusa de la inocencia. No recé en el
temblor de 1985. Tampoco he rezado en el quirófano, porque con pensar en
Irak, en Darfur, en Ciudad Juárez o en cualquiera de las guerras que
hay o han sido, me doy cuenta de que es inútil. La gente a punto de
morir ha de orar con más intensa sinceridad y nadie parece hacerles
caso. Probablemente sea un consuelo individual, privado. A mí no me
sirve.
La parte que sí
entiendo del rezo es la necesidad de formular con claridad un deseo,
una necesidad. Y pienso que a estas alturas de la vida nacional,
debemos sustituir la plegaria por formas civiles de petición y no
arredrarse ante el cerebro de palo y las orejas de pescado de los
servidores públicos. Debemos participar en las estrategias que existen
para hacernos oír. Lo que está en juego –y ya mucho se ha perdido– son
vidas humanas.
Y es que así reza el refrán: a Dios rogando y con el mazo dando.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/02/06/sem-veronica.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario