lunes, 7 de febrero de 2011

Cultura : ¿Hay alguien allí? Verónica Murguía. Nunca, nunca en la vida fui buena para rezar. Ni en la infancia, cuando mi fe en la existencia de Dios era absoluta. La parte que sí entiendo del rezo es la necesidad de formular con claridad un deseo, una necesidad.

¿Hay alguien allí?
Nunca, nunca en la vida fui buena para rezar. Ni en la infancia, cuando mi fe en la existencia de Dios era absoluta. Aunque nadie me lo pedía, me arrodillaba al lado de la cama y apoyaba la frente en las manos, como los niños de las estampitas, pues suponía que si cumplía con la forma externa del acto, algo me indicaría cómo resolver el resto.
Era inútil. Apenas juntaba las manos para rezar “ángel de mi guarda, dulce compañía”, etcétera, me asaltaban las dudas: ¿no estaría Dios demasiado ocupado? En mi salón había una niña que se había herido el brazo de forma espectacular con un vidrio y andaba enyesada, apantallándonos a todos con su capacidad de aguante. Tenía miles y miles de puntadas, de ahí el yeso. Seguro que Dios le hacía más caso a ella. Sería lógico. Y a los niños huérfanos. Y a los famosos niños de Biafra, que padecían hambre y que mis padres no se cansaban de mencionar cuando alguno de nosotros se rehusaba a comer un poco más de huevo con sardina (el omelet del horror), o de moronga en salsa verde (cena de vampiros, decía mi hermana).
Después de las dudas venían las distracciones: ¿cómo sería mi ángel de la guarda? ¿De pelo rubio, túnica morada y sandalias de oro? Nunca había visto más que ese modelo de ángel de la guarda. Pero seguro había otros. Yo quería uno con ojos rasgados, como Peter Pan. Peter Pan… qué miedo el cocodrilo. Y el capitán Garfio… no qué barbaridad. Las hadas como Campanita, ¿ tendrían algo que ver con el ángel de la guarda? A lo mejor las alas de mariposa denotaban inferioridad. Las de plumas, esas eran las alas buenas. ¡Los arcángeles tenían cuatro alas! Volaban al doble de velocidad que los ángeles de la guarda. ¿Habría carreras en el cielo? Si había, seguro los querubines llegaban al último. Eso de ser una cabeza voladora no me gustaría nada. Yo quería ser una niña con alas, pero alas de pluma. Esas eran las efectivas, me quedaba claro (yo entonces tenía siete años e ignoraba todo, la leyenda de Ícaro incluida).
Para entonces me dolían las rodillas. Como no me sabía completa la oración del ángel de la guarda, se la cambalacheaba a Dios por un Padrenuestro, más bonito y más formal. Entonces me asaltaba el recuerdo de la confesión de la tarde. El sacerdote, a quien imagino muerto de risa oyendo los pecados de un montón de niñas de siete y ocho años (¿qué pecados podían ser esos? Vi a Fulana sacándose los mocos; dije una mentira; le pegué a mi hermano; pegué un chicle bajo el pupitre; no recé anoche) me había ordenado rezar un “Yo pecador.” Como sólo me sé el principio, insuficiencia que perdura hasta hoy, con un espíritu de lo más luterano hacía un aparte silencioso con Dios y le proponía esta componenda: “Diosito, no me sé el ‘Yo pecador’, pero el ‘Padrenuestro’ me lo sé hasta en inglés. Te voy a rezar dos en español y dos en inglés y quedamos tablas, ¿sale?”, y confiada en el amor infinito sobre el que abundaban las monjas, me levantaba del reclinatorio y me iba la más satisfecha, a veces sin rezar ni los cuatro “Padrenuestros” acordados.
Pasaron los años y la vida me pasó encima como una aplanadora, igual que a toda la gente que conozco. Mi fe infantil desapareció, destruida por la razón y las experiencias. Ahora y desde hace muchísimo tiempo, mis oraciones son frases imprecisas y no sé ni a qué, ni adónde las dirijo. Soy incapaz de proponerle un cambalache a nadie. La fe simple del que propone una misa a cambio de una gracia me parece tan pueril como la oración del ángel de la guarda, pero sin la excusa de la inocencia. No recé en el temblor de 1985. Tampoco he rezado en el quirófano, porque con pensar en Irak, en Darfur, en Ciudad Juárez o en cualquiera de las guerras que hay o han sido, me doy cuenta de que es inútil. La gente a punto de morir ha de orar con más intensa sinceridad y nadie parece hacerles caso. Probablemente sea un consuelo individual, privado. A mí no me sirve.
La parte que sí entiendo del rezo es la necesidad de formular con claridad un deseo, una necesidad. Y pienso que a estas alturas de la vida nacional, debemos sustituir la plegaria por formas civiles de petición y no arredrarse ante el cerebro de palo y las orejas de pescado de los servidores públicos. Debemos participar en las estrategias que existen para hacernos oír. Lo que está en juego –y ya mucho se ha perdido– son vidas humanas.
Y es que así reza el refrán: a Dios rogando y con el mazo dando.


Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/02/06/sem-veronica.html

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