(APe).- Tampoco esta vez habría arbolito. Las navidades suelen ser las
de los otros. Las que aparecen por la tele, en publicidades en rojo y
blanco, con guirnaldas y serpentinas, cuando hay tele; las que se
escuchan en la radio con villancicos que prometen esperanza y buena
vida; las que asoman desde los negocios atestados de gentes que compran
un pedacito de felicidad. Ese 24, el de 2010, el grupito de pibes asomó a
la luz de la mañana, entre rejas y desnudeces, con la ilusión etérea de
que para ellos por una vez sería distinto. Pidieron lo que se pide
cuando los sueños son cortitos y no hay alas para alcanzar paraísos que
saben, por convicción e historia, que son ajenos.
La crónica de ese 24 recién se terminó de escribir en estos días, cuando Casación hizo lugar a un habeas corpus que presentó la Procuraduría Penitenciaria. Tienen entre 18 y 21 años. Pertenecen al territorio eterno de los “ellos”, los que están del otro lado, lejos muy lejos del “nosotros” del sistema. Cuando se levantaron, 14 de los que estaban sancionados en el pabellón 7 del Módulo 5 del Complejo Penitenciario Federal de Marcos Paz, decidieron que no recibirían la comida. Que querían hablar con un jefe y negociar, por un ratito de esos que derraman espíritu navideño, la sanción. Simplemente querían que las 23 horas diarias de encierro quedaran en suspenso hasta el 26 y retomar ese día la pena. Sólo una hora menos cruenta. Apenas 60 minutos de cada día durante el último año. 23 horas en que todo es encierro. Y en donde la soledad sólo se mitiga de la mano de los tormentos que se les encienden cotidianamente, muchas veces con la presencia de médicos que alguna vez, hace tanto tiempo juraron “por Apolo el Médico y por Esculapio, Higeía, Panacea y por todos los dioses y diosas” trabajar “en beneficio de los enfermos y apartarlos del perjuicio y el terror…Pasaré mi vida –decía el juramento- y ejerceré mi arte en la inocencia y en la pureza”.
Mientras los ecos del “no” de los guardianes del poder se les plantaban todavía rotundos ante sus pies, fueron desnudados y golpeados en el camino hasta las duchas. Después, lo de siempre. Una hora bajo el agua fría para borrar las marcas en el cuerpo. Y luego la inyección que los dormiría hasta la tarde del 25.
Detrás de la crónica periodística, la historia ausente. Los 35 grados de térmica, puertas adentro del pabellón, abonados por la calefacción que les encienden los guardias en esos días. La cotidiana tortura de ahogar todo atisbo de sol y vida con 23 horas de encierro en celdas de olvidos y soledades de dos metros por uno cincuenta. El miedo eterno. La violencia que se abona y multiplica muros adentro. El cuerpo, la última geografía propia para los desposeídos, invadido por ese ejército de guardias, último bastión puertas adentro del sistema carcelario, del poder. Lejos, muy lejos, la constitucionalidad ausente.
“Lo que más nos cuentan es el ‘verdugueo’ al que son sometidos, el trato militarizado de caminar con manos atrás, cabeza gacha”, relata Natalia Osorio, de Procuración. Y las sistemáticas prácticas de despojo porque ya no hay nada que pueda pertenecerles. Como aquella vez en que un plantel de las inferiores de Quilmes jugó al fútbol con los pibes detenidos en la Unidad 24 y les regaló las camisetas transpiradas, con olor a libertad y furia, con sabor a dioses paganos que se despueblan de encierro. La canchita de fútbol les dio esos minutos de des-encierro que el calabozo les quitaría en apenas una nada. Es que a los guardias también les gustaban las camisetas y, a los golpes, se las quitaron.
“Son violentos”, dicen convencidos de que aplicarles una dosis redoblada de torturas será el remedio perfecto para aplacarlos. En la puesta en marcha de mecanismos perversos de “cura”, que son ley en cada acto, a contramano de los discursos de “resocialización” que se ofrecen oficialmente. Son la pieza perfecta que, una vez amasada cuidadosamente, con las dosis de violencia y perversidad necesarias, con los ingredientes exactos de tortura y castigo, serán soltados como fieras a la vida en libertad para que la sociedad grite horrorizada “hacen falta más cárceles”, “hay que crear más rejas”, “sólo la mano dura permitirá vivir con seguridad”.
En la página web del Servicio Penitenciario Federal, en el ícono “Jóvenes adultos”, se lee que allí “el concepto de tratamiento es abordado como una suma de acciones tendientes a lograr un cambio positivo en el interno; por medio de la presencia y ofertas de posibilidades para superar conflictos y carencias. Así también, bajo un principio de arraigo constitucional, la presunción de inocencia; el procesado privado de su libertad tiene la posibilidad de participar en las actividades laborales, educativas, espirituales y terapéuticas compatibles con su situación legal”.
A millones de kilómetros de su realidad, casi un centenar de hombres viven en las antípodas de ese modelo de encierro. También en el Complejo Penitenciario Federal de Marcos Paz pasan sus días en pabellones “vip”. Se llaman Alfredo Astiz, Christian Von Wernich, Miguel Etchecolatz, el Turco Julián, Walter Grosse, Jorge Antonio Bergés o Luis Abelardo Patti. Siguen hablando de “una guerra que continúa” y en los mismos días en que los pibes del módulo 5 ayunaban para reclamar un compás de espera en la sanción, ellos hacían huelga de hambre para reclamar derechos. Ellos, que pisotearon todos los derechos. Ellos, los hacedores de una historia que parió a esos pibes en el despojo y el abandono. Que los empujó a las calles sin techos ni utopías. Que les marcó a bastonazos que son y serán el afuera perpetuo. Que no tienen ni tendrán derechos porque son hijos de la expoliación y fueron concebidos como la casta de los dalits, en la India, tan parias que no merecen ser tocados. Tan bajos que ni siquiera son visibles para el resto.
Son el último peldaño. Ese territorio que -decía Michel Foucault- “es el único lugar en el que el poder puede manifestarse de forma desnuda, en sus dimensiones más excesivas, y justificarse como poder moral”. En definitiva, esa geografía privilegiada en la que el poder no se oculta ni se enmascara, cínico poder a tiempo completo, que perpetúa el orden entre las sobras que va dejando la inequidad.
La crónica de ese 24 recién se terminó de escribir en estos días, cuando Casación hizo lugar a un habeas corpus que presentó la Procuraduría Penitenciaria. Tienen entre 18 y 21 años. Pertenecen al territorio eterno de los “ellos”, los que están del otro lado, lejos muy lejos del “nosotros” del sistema. Cuando se levantaron, 14 de los que estaban sancionados en el pabellón 7 del Módulo 5 del Complejo Penitenciario Federal de Marcos Paz, decidieron que no recibirían la comida. Que querían hablar con un jefe y negociar, por un ratito de esos que derraman espíritu navideño, la sanción. Simplemente querían que las 23 horas diarias de encierro quedaran en suspenso hasta el 26 y retomar ese día la pena. Sólo una hora menos cruenta. Apenas 60 minutos de cada día durante el último año. 23 horas en que todo es encierro. Y en donde la soledad sólo se mitiga de la mano de los tormentos que se les encienden cotidianamente, muchas veces con la presencia de médicos que alguna vez, hace tanto tiempo juraron “por Apolo el Médico y por Esculapio, Higeía, Panacea y por todos los dioses y diosas” trabajar “en beneficio de los enfermos y apartarlos del perjuicio y el terror…Pasaré mi vida –decía el juramento- y ejerceré mi arte en la inocencia y en la pureza”.
Mientras los ecos del “no” de los guardianes del poder se les plantaban todavía rotundos ante sus pies, fueron desnudados y golpeados en el camino hasta las duchas. Después, lo de siempre. Una hora bajo el agua fría para borrar las marcas en el cuerpo. Y luego la inyección que los dormiría hasta la tarde del 25.
Detrás de la crónica periodística, la historia ausente. Los 35 grados de térmica, puertas adentro del pabellón, abonados por la calefacción que les encienden los guardias en esos días. La cotidiana tortura de ahogar todo atisbo de sol y vida con 23 horas de encierro en celdas de olvidos y soledades de dos metros por uno cincuenta. El miedo eterno. La violencia que se abona y multiplica muros adentro. El cuerpo, la última geografía propia para los desposeídos, invadido por ese ejército de guardias, último bastión puertas adentro del sistema carcelario, del poder. Lejos, muy lejos, la constitucionalidad ausente.
“Lo que más nos cuentan es el ‘verdugueo’ al que son sometidos, el trato militarizado de caminar con manos atrás, cabeza gacha”, relata Natalia Osorio, de Procuración. Y las sistemáticas prácticas de despojo porque ya no hay nada que pueda pertenecerles. Como aquella vez en que un plantel de las inferiores de Quilmes jugó al fútbol con los pibes detenidos en la Unidad 24 y les regaló las camisetas transpiradas, con olor a libertad y furia, con sabor a dioses paganos que se despueblan de encierro. La canchita de fútbol les dio esos minutos de des-encierro que el calabozo les quitaría en apenas una nada. Es que a los guardias también les gustaban las camisetas y, a los golpes, se las quitaron.
“Son violentos”, dicen convencidos de que aplicarles una dosis redoblada de torturas será el remedio perfecto para aplacarlos. En la puesta en marcha de mecanismos perversos de “cura”, que son ley en cada acto, a contramano de los discursos de “resocialización” que se ofrecen oficialmente. Son la pieza perfecta que, una vez amasada cuidadosamente, con las dosis de violencia y perversidad necesarias, con los ingredientes exactos de tortura y castigo, serán soltados como fieras a la vida en libertad para que la sociedad grite horrorizada “hacen falta más cárceles”, “hay que crear más rejas”, “sólo la mano dura permitirá vivir con seguridad”.
En la página web del Servicio Penitenciario Federal, en el ícono “Jóvenes adultos”, se lee que allí “el concepto de tratamiento es abordado como una suma de acciones tendientes a lograr un cambio positivo en el interno; por medio de la presencia y ofertas de posibilidades para superar conflictos y carencias. Así también, bajo un principio de arraigo constitucional, la presunción de inocencia; el procesado privado de su libertad tiene la posibilidad de participar en las actividades laborales, educativas, espirituales y terapéuticas compatibles con su situación legal”.
A millones de kilómetros de su realidad, casi un centenar de hombres viven en las antípodas de ese modelo de encierro. También en el Complejo Penitenciario Federal de Marcos Paz pasan sus días en pabellones “vip”. Se llaman Alfredo Astiz, Christian Von Wernich, Miguel Etchecolatz, el Turco Julián, Walter Grosse, Jorge Antonio Bergés o Luis Abelardo Patti. Siguen hablando de “una guerra que continúa” y en los mismos días en que los pibes del módulo 5 ayunaban para reclamar un compás de espera en la sanción, ellos hacían huelga de hambre para reclamar derechos. Ellos, que pisotearon todos los derechos. Ellos, los hacedores de una historia que parió a esos pibes en el despojo y el abandono. Que los empujó a las calles sin techos ni utopías. Que les marcó a bastonazos que son y serán el afuera perpetuo. Que no tienen ni tendrán derechos porque son hijos de la expoliación y fueron concebidos como la casta de los dalits, en la India, tan parias que no merecen ser tocados. Tan bajos que ni siquiera son visibles para el resto.
Son el último peldaño. Ese territorio que -decía Michel Foucault- “es el único lugar en el que el poder puede manifestarse de forma desnuda, en sus dimensiones más excesivas, y justificarse como poder moral”. En definitiva, esa geografía privilegiada en la que el poder no se oculta ni se enmascara, cínico poder a tiempo completo, que perpetúa el orden entre las sobras que va dejando la inequidad.
Fuente, vìa :
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=5037:parias&catid=35:noticia-del-dia&Itemid=106
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