Hubo una
tentativa de golpe de Estado. No fue, como dijeron varios medios en
América latina, una “crisis institucional”, como si lo ocurrido hubiera
sido un conflicto de jurisdicciones entre el Ejecutivo y el Legislativo,
sino una abierta insurrección de una rama del primero, la Policía
Nacional, cuyos efectivos constituyen un pequeño ejército de 40.000
hombres, en contra del comandante en jefe de las Fuerzas Armadas del
Ecuador, que no es otro que su presidente legítimamente electo. Tampoco
fue lo que dijo Arturo Valenzuela, subsecretario de Estado de Asuntos
Interamericanos, “un acto de indisciplina policial”. ¿Caracterizaría de
ese modo lo ocurrido si el equivalente de la Policía Nacional del
Ecuador en EE.UU. hubiera vapuleado y agredido físicamente a Barack
Obama, lesionándolo, lo hubiera secuestrado y mantenido en reclusión
durante 12 horas en un hospital policial hasta que un comando especial
del Ejército lo liberara luego de un intenso tiroteo? Seguramente que
no, pero como se trata de un mandatario latinoamericano lo que allá
suena como intolerable aberración aquí aparece como una travesura de
escolares.
En general los oligopolios mediáticos ofrecieron una versión
distorsionada de lo ocurrido, evitando cuidadosamente hablar de
tentativa de golpe. Se referían a una “sublevación policial” lo cual, a
todas luces, convierte los acontecimientos en una anécdota relativamente
insignificante. Es un viejo ardid de la derecha, siempre interesada en
restar importancia a las tropelías que cometen sus partidarios y a
magnificar los errores o problemas de sus adversarios. Por eso viene
bien recordar las palabras pronunciadas este viernes, en horas de la
mañana, por el presidente Rafael Correa cuando caracterizó lo ocurrido
como “conspiración” para perpetrar un “golpe de Estado”. Conspiración
porque hubo otros actores que manifestaron su apoyo al golpe en
gestación: ¿no fueron acaso efectivos de la Fuerza Aérea Ecuatoriana –y
no de la Policía Nacional– los que paralizaron el aeropuerto de Quito y
el pequeño aeródromo utilizado para vuelos provinciales? ¿Y no hubo
grupos políticos que salieron a apoyar a los golpistas en calles y
plazas? ¿No fue el propio abogado del ex presidente Lucio Gutiérrez uno
de los energúmenos que trató de entrar por la fuerza a las instalaciones
de la Televisión Nacional? ¿No dijo acaso el alcalde de Guayaquil, gran
rival del presidente Correa, Jaime Nebot, que se trataba de un
conflicto de poderes entre un personaje autoritario y despótico y un
sector de la policía, equivocado en su metodología pero a quien le
asistía la razón en sus reclamos? Esta falsa equidistancia entre las
partes en conflicto era una indirecta confesión de su complacencia ante
los acontecimientos en curso y de su íntimo deseo de librarse de su
inexpugnable enemigo político. Ni hablar de la lamentable involución del
movimiento “indígena” Pachakutik, que en medio de la crisis hizo
pública su convocatoria al “movimiento indígena, movimientos sociales,
organizaciones políticas democráticas, a constituir un solo frente
nacional para exigir la salida del presidente Correa”. ¡Sorpresas te da
la vida!, decía Pedro Navaja. Pero no hay tal sorpresa cuando uno toma
nota de los generosos aportes que la Usaid y el National Endowment for
Democracy han venido haciendo en los últimos años para “empoderar” a la
ciudadanía ecuatoriana a través de sus partidos y movimientos sociales.Conclusión: no fue un pequeño grupo aislado dentro de la policía que intentó dar el golpe sino un conjunto de actores sociales y políticos al servicio de la oligarquía local y el imperialismo, que jamás le va a perdonar a Correa haber ordenado el desalojo de la base que Estados Unidos tenía en Manta, la auditoría de la deuda externa del Ecuador y su incorporación al ALBA, entre muchas otras causas. Incidentalmente, la policía ecuatoriana hace ya muchos años que, como otras de la región, viene siendo instruida y adiestrada por su contraparte estadounidense. ¿Habrán incluido alguna clase de educación cívica, o sobre la necesaria subordinación de las fuerzas armadas y policiales al poder civil? No parece. Más bien, actualiza la necesidad de poner fin, sin más dilaciones, a la “cooperación” entre las fuerzas de seguridad de la mayoría de los países latinoamericanos y las de Estados Unidos. Ya se sabe qué es lo que enseñan en esos cursos.
¿Por qué fracasó el golpe?
Básicamente por tres razones: por la rápida y efectiva movilización de amplios sectores de la población ecuatoriana que, pese al peligro que existía, salió a ocupar calles y plazas para manifestar su apoyo al presidente Correa. Ocurrió lo que siempre debe ocurrir en casos como estos: la defensa del orden constitucional es efectiva en la medida en que es asumida directamente por el pueblo, actuando como protagonista y no como simple espectador de las luchas políticas de su tiempo. Sin esa presencia del pueblo en calles y plazas, cosa que había advertido Maquiavelo hace quinientos años, no hay república que resista los embates de los personeros del viejo orden. El entramado institucional por sí solo es incapaz de garantizar la estabilidad del régimen democrático. Las fuerzas de la derecha son demasiado poderosas y dominan ese entramado desde hace siglos. Sólo la presencia activa, militante, del pueblo en las calles puede desbaratar los planes golpistas.En segundo lugar, porque la movilización popular fue acompañada por una rápida y contundente solidaridad internacional que se comenzó a efectivizar no bien se tuvieron las primeras noticias del golpe y que, entre otras cosas, precipitó la muy oportuna convocatoria a una reunión urgente y extraordinaria de la Unasur en Buenos Aires. El claro respaldo obtenido por Correa de los gobiernos sudamericanos y de varios europeos surtió efecto porque puso en evidencia que el futuro de los golpistas, en caso de que sus planes finalmente culminaran exitosamente, sería el ostracismo y el aislamiento político, económico e internacional. Se demostró, una vez más, que la Unasur funciona y es eficaz, y la crisis pudo resolverse, como la de Bolivia en 2008, sin la intervención de intereses ajenos a América del Sur.
Tercero, por la valentía demostrada por el presidente Correa, que no dio el brazo a torcer y resistió a pie firme el acoso y la reclusión pese a que era más que evidente que su vida corría peligro: cuando se retiraba del hospital, su automóvil fue baleado con claras intenciones de poner fin a su vida. Correa demostró poseer el valor que se requiere para acometer con perspectivas de éxito las grandes empresas políticas. Si hubiese flaqueado, si se hubiera acobardado, o dejado entrever una voluntad de someterse al designio de sus captores otro habría sido el resultado.
La combinación de estos tres factores terminó por producir el aislamiento de los sediciosos, debilitando su fuerza y facilitando la operación de rescate efectuada por el ejército ecuatoriano.
¿Puede volver a ocurrir?
Sí, porque los fundamentos del golpismo tienen profundas raíces en las sociedades latinoamericanas y en la política exterior de Estados Unidos hacia esta parte del mundo. Si se repasa la historia reciente de nuestros países se comprueba que las tentativas golpistas tuvieron lugar en Venezuela (2002), Bolivia (2008), Honduras (2009) y Ecuador (2010), es decir, en cuatro países caracterizados por ser el hogar de significativos procesos de transformación económica y social, y por estar integrados a la ALBA. Ningún gobierno de derecha fue perturbado por el golpismo, cuyo signo político oligárquico e imperialista es inocultable. Por eso el campeón mundial de la violación a los derechos humanos –Alvaro Uribe, con sus miles de desaparecidos, sus fosas comunes, sus “falsos positivos”– jamás tuvo que preocuparse por insurrecciones militares en los ocho años de su mandato. Y es poco probable que los otros gobiernos de derecha que hay en la región vayan a ser víctimas de una tentativa golpista en los próximos años. De las cuatro que hubo desde 2002 tres fracasaron y sólo la perpetrada en Honduras en contra de Mel Zelaya fue exitosa. El dato significativo es que su ejecución fue sorpresiva, en el medio de la noche, lo cual impidió que la noticia fuese conocida hasta la mañana siguiente y el pueblo tuviera tiempo de salir a ganar calles y plazas. Cuando lo hizo ya era tarde porque Zelaya había sido desterrado. Además, en este caso la respuesta internacional fue lenta y tibia, careciendo de la necesaria rapidez y contundencia que se puso de manifiesto en el caso ecuatoriano. Lección a extraer: la rapidez de la reacción democrática y popular es esencial para desactivar la secuencia de acciones y procesos del golpismo, que rara vez es otra cosa que un entrelazamiento de iniciativas que, a falta de obstáculos, se refuerzan recíprocamente. Si la respuesta popular no surge de inmediato el proceso se retroalimenta, y cuando se lo quiere parar ya es demasiado tarde. Y lo mismo cabe decir de la solidaridad internacional, que para ser efectiva tiene que ser inmediata e intransigente en su defensa del orden político imperante. Afortunadamente estas condiciones se dieron en el caso ecuatoriano, y por eso la tentativa golpista fracasó. Pero no hay que hacerse ilusiones: la oligarquía y el imperialismo volverán a intentar, tal vez por otras vías, derribar a los gobiernos que no se doblegan ante sus intereses.* PLED/Centro Cultural de la Cooperación.
Fuente, vìa :
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-154261-2010-10-03.html
Imagen AFP
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