sábado, 9 de octubre de 2010

Colombia: El cadáver, ay, siguió muriendo Por: Alberto Pinzón Sánchez

Nadie sobrevive su muerte, es decir no es sobreviviente, si se toma estrictamente la palabra. A lo mucho es un adlátere de la muerte. Estará incapaz (y esa es mi larga experiencia como médico colombiano miembro de la Unión Patriótica) al lado de un moribundo, vivenciando el instante en que la muerte encuentra un ser humano y lentamente lo va aquietando impidiéndole respirar, le detiene la circulación de su sangre y los impulsos de sus nervios, hasta que lo enfría totalmente. Luego aparece triunfante en el rostro del moribundo, con una palidez cérea en la piel y un tinte violáceo en los labios y en las cuencas de los ojos en un curso imparable o inatajable, que César Vallejo uno de los más grandes poetas de la lengua castellana, dibujó en un verso inolvidable durante la guerra civil española: “Pero el cadáver, ay, siguió muriendo”.

No tengo (pues no existe) explicación lógica o ilógica al extraño culto de la sociedad colombiana por la muerte. Si hay diversas aclaraciones sociológicas e históricas a la Violencia Política ejercida históricamente desde la cúpula del Poder del Estado colombiano, como un instrumento de dominación y hegemonía de un bloque de clases dominantes sobre un conjunto de clases subordinadas, con el fin de explotar su trabajo productivo. El escritor Saramago, en una ocasión hablando en Bogotá sobre esa barbaridad premoderna que hemos dado en llamar “conflicto armado colombiano”, dijo que la sociedad colombiana debía vomitar todos sus muertos para poder asimilar su historia. Hacer una catarsis o escarmiento social, es decir aprender de semejante daño colectivo para superarlo, como lo han hecho Japón o Alemania, o el mismo Estados Unidos después de la guerra de secesión.

No cabe duda que Saramago se refería a los más de 200.000 peones muertos durante las 9 guerras civiles que desde 1829 hasta 1902, llevados por el odio inhumano al encuentro con la muerte, por sus gamonales civiles liberales y conservadores, vestidos de generales que dirimían con armas ajenas su disputa por el tesoro Público. Los 170.000 muertos de la guerra civil bipartidista llamada de los mil días, pagados con la destrucción física del país y desmembración de Panamá, en el hasta hoy pacto innombrable (como la soga en la casa del ahorcado) firmado el 21 de noviembre de 1902, en la cubierta del barco de guerra de la marina norteamericana Wisconsin, por el contraalmirante Silas Cassey con 6 connotados gamonales militares de la clase dominante u oligarquía colombiana, y que selló para siempre con hierro y sangre la suerte de Colombia como apéndice del ascendente Imperialismo estadounidense.

Los 3.000 cosecheros de la United Fruit Company masacrados o ametrallados en 1928 por ejército colombiano en el enclave bananero de Santa Marta. Los 350.000 campesinos despojados y muertos desde 1930 hasta 1957 en esa orgía del Terror del Estado “chuladita” de las dictaduras conservadoras llamada violencia bipartidista. Los 100.000 campesinos bombardeados y ametrallados con aviones y planes militares estadounidenses desde el inicio del Frente Nacional bipartidista en 1958, hasta la implantación plena de estatuto de Seguridad Nacional del gobierno Liberal de Turbay Ayala finalizado en 1982.

Los 300.000 muertos (incluidos los 5.000 de la Unión Patriótica) de todas las clases populares que siguieron a continuación, hasta los falsos positivos del actual Terror del Estado policíaco y narcoparamilitar de la seguridad democratita de Uribe Vélez y Santos; victimas de la guerra contrainsurgente integral o de todo el Estado y sus paramilitares contra los enemigos internos y los comunistas, sustentada en dos pilares inamovibles: uno, el gobierno de los EEUU y otro, el odio inhumano. En total, mal contados un Millón de muertos en 181 años de historia de la democracia colombiana

Quien desvirtúa o degrada durante tanto tiempo el sentimiento de hostilidad ante un adversario, reconocido por todos los teóricos de la guerra como el motor de toda confrontación, y lo reemplaza por el odio inhumano y las celebraciones mediáticas de la muerte, como la que el mundo espantado acaba de ver en Colombia con el cadáver del jefe guerrillero Mono Jojoy; no puede reclamar ninguna superioridad moral ni ética.

Quien desde la cúpula de un Estado degrada una guerra social sobre el fundamento de hacerle el mayor daño posible a su enemigo interno, no puede esperar como respuesta nada diferente a daño posible. Se debiera mejor recordar la recomendación que hacía insistentemente el general Clausewitz a su estado Mayor: “Yo guío la mano de mi adversario” o recordar también, todos los terribles nombres de guerra de los rebeldes colombianos, quienes lo largo de esta historia de muerte han sido guiados hacia la sangre negra del odio y del desquite, por la mano invisible de la guerra contrainsurgente y ahora geoestratégica estadounidense.

El historiador contemporáneo Hobsbawm, quien en algún momento se ocupó de estudiar la rebeldía primitiva en Colombia, siempre se asombró de su persistencia y prolongación. No hay tampoco explicación sustentada. Una aclaración posible se remonta al síndrome popular padecido después del descabezamiento del movimiento popular acaudillado por J.E. Gaitán, aquel fatídico 9 de abril de 1948, cuando los servicios secretos norteamericanos lo asesinaron en pleno centro de Bogotá y la “chusma” o pueblo insurreccionado, quedó sin organización y sin caudillo que la guiara. Experiencia negativa repetida poco después, con Alvear Restrepo y Guadalupe Salcedo en la guerra del Llano del 52.

Es probable que la obsesión persistente por contar con una organización popular y de defensa de los intereses y de la vida de sus miembros, para no repetir lo acaecido en los años 50, ha llevado al pueblo trabajador colombiano a construir incansablemente y enraizar unas organizaciones tan estructuradas o sólidas, que hoy asombran al mundo por su persistencia y resistencia. La muerte de un dirigente como Jojoy y de 7 guerrilleros que lo acompañaban en el poblado a donde lo habían reducido su edad y la diabetes avanzada que padecía, y que en cualquier otro país hubiera sido definitiva, en Colombia no ha producido ni la rendición inmediata, ni la retirada en desbandada de las guerrillas, anunciado con tanto bombo por el Ejercito contrainsurgente colombiano, el departamento de Estado de los EEUU, sus medios de comunicación y sus portavoces.

Contradigo la tesis de los trotskistas (en ningún caso de Trotsky) de que en la guerra, fenómeno social por excelencia, se da como en la naturaleza la selección natural y la depuración, para dar paso a otros mejores. Si bien Jojoy por su enfermedad diabética había llegado a un límite vital que facilitó su seguimiento y posterior ubicación; para llevarle la quietud de la muerte no era necesaria una descomunal y costosísima maquina de guerra, compuesta por 30 aviones súper tucano. 15 helicópteros del Ejército y de la FAC. 14 helicópteros Black Hawk de la Policía. 600 soldados profesionales que descendieron sobre el lugar preciso. 50 bombas "inteligentes" de 250 kilogramos suministradas por los EEUU. 7.000 hombres que conformaron un gigantesco anillo para impedir la ayuda de otros frentes guerrilleros. Bastaba una solución más barata en dinero y vidas humanas, como sentarlo a dialogar sobre una Salida Política a la confrontación en la que estaba.

Así mismo, las declaraciones públicas del comandante de la Fuerza de Despliegue Rápido Fudra del Ejército Nacional general Miguel Ernesto Pérez de que “20 militares perdieron la vida y 64 tuvieron que ser amputados de algunas de sus extremidades”; contradicen a los trotskistas (en ningún caso a Trotsky) de que se trató de una simple operación de inteligencia satelital, sin el terrible fragor de un extenso combate militar en tierra.

La muerte dolorosa de colombianos y una enorme operación militar diseñada por el tamaño del odio al enemigo interno: En Colombia, ay, siguió muriendo.

Fuente, vìa :
http://www.argenpress.info/2010/10/colombia-el-cadaver-ay-siguio-muriendo.html

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