Ezequiel tenía un
apellido con el que seguramente se podía atrever a soñarse ídolo
aclamado por la gente de su pueblo. Ezequiel era Riquelme y tal vez esa
tarde, antes de que la bala volara de lleno sobre su cuello niño, y al
tiempo que pateaba de zurda, sentía las voces casi lejanas que como eco
repetían “Riquelmeee, Riquelmeee”, mientras él ensayaba una rabona digna
de los dioses en ese potrero polvoriento.
“Capaz
que corrió, como haría cualquiera cuando es perseguido por la policía”,
dijo la Esther. Ahora como entonces, cuando el mítico Roberto Arlt
plasmaba allá por los años 30 en su “Tratado de la delincuencia” cómo
“los chicos, en cuanto a la distancia veían aparecer la popular figura
del comisario, lanzaban el grito de alarma: ¡Ahí viene Racana!”, que
terminó dándole el mote a los policías.
Ezequiel,
el pibe Riquelme, se hermanó fácil con otros 60 en su Corrientes, esa
ciudad poblada de ceibos y jacarandaes, de lapachos y naranjales de los
que los purretes roban unas cuantas frutas en medio de una corrida feroz
de esas que no tienen a la policía detrás, sino simplemente a una
vecina que pega unos cuantos gritos.
60 pibes
en 27 años de democracia, dice la Red Provincial de Derechos Humanos.
60, caídos por balas o golpizas de la Policía, la Gendarmería o la
Prefectura. 60 que cuentan entre su listado a Ramón Alberto Arapí,
asesinado en la madrugada de aquel 20 de diciembre de 2001 en el barrio
Nuevo cuando el país entero estaba en llamas y muchos cayeron pidiendo
por comida, por justicia, por basta de balas, por un sueño, por la vida
misma que se iba o por un país que se desangraba violentamente.
O
el Moncho Arce, a quien todos querían y la policía entró a su casa a
los tiros, bastonazos y patadas y lo mató a golpes en el barrio Quinta
Ferré en la Navidad de 2004 cuando no hubo un solo jesucito que le
tendiera una mano. O Patricia Elizabeth Bichini que siete años atrás
recibió un disparo que le perforó el brazo izquierdo y el cráneo cuando
peleaba con su novio, que era policía y que todavía no fue juzgado. Como
tampoco los que mataron al Moncho, que era dirigente barrial y lo
arrebatarona de su gente.
Los 60 pibes y
jóvenes deglutidos por las balas tenían un nombre, tal vez un sueño, a
lo mejor tenían un amor o no alcanzaron nunca a tenerlo. Tenían una
historia, un compañero de banco, una pelota que nunca alcanzaron a
patear o un beso robado en un zaguán oscuro. Pero había algo que quizás
ni siquiera sabían. Ese sistema que los privó de la vida no fue producto
del azar. Nació hace demasiado tiempo, cuando ellos aún no eran
siquiera una promesa. Cuando ni ellos ni sus padres ni sus abuelos
habían echado mano a la historia.
Fue hace un
siglo que Max Weber escribió que “el Estado Moderno es una asociación de
dominio de tipo institucional que en el interior de un territorio h
atratado con éxito de monopolizar la coacción física legítima como
instrumento de dominio y reúne a dicho objeto los medios materiales de
explotación en manos de sus directores pero habiendo expropiado para
ello a todos los funcionarios de clase autónomos que anteriormente
disponían de aquellos por derecho propio, y colocándose a sí mismo en
lugar de ellos en la cima suprema”.
Pero habría
que combinar con escritos paridos mucho después. Como cuando Michel
Foucault decía que “todo dispositivo legislativo ha organizado espacios
protegidos y aprovechables en los que la ley puede ser violada, otros en
los que puede ser ignorada y otros, en fin, en los que las infracciones
se sancionarán”.
Se trata de un poder punitivo
institucional nacido con la sociedad moderna que actúa a sabiendas de
que toda ley puede dejar de serlo. En donde el objeto de ese poder, que
ha ido mutando al compás de cada época, ha sido antes despojado de otros
derechos. En donde las relaciones sociales se regularon en base a la
carencia. A la expulsión. A la expropiación de las garantías de vida
digna. Se trata de un poder que regula las relaciones sociales y dice
qué frontera pueden trasponer y cuál no aquellos a los que condenó al
vacío. A los que arrinconó como sólo se arrincona a los nadies. A los
que les arrebató toda promesa de mañana. A los que, como a los 60
correntinos, les destinó una bala feroz o una golpiza cruenta en una
noche cualquiera.
Fuente, vìa :
http://www.argenpress.info/2010/09/ahi-viene-racana.html
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