La pérdida de Panamá fue la tragedia más grande de la historia nacional.
Cien años después ya no sentimos lo que significó aquella
desmembración. Panamá lleva más de cien años como nación separada de
Colombia. Pero su separación tiene que ver con el tema central de la
conmemoración de 1810 y de la independencia nacional. Significa un punto
de quiebre en las relaciones de Colombia con Estados Unidos y determina
una modificación sustancial en el carácter de la nación norteamericana,
cuando asciende al escenario de la lucha por la hegemonía mundial.
Ya Panamá no es Colombia. Pero
su robo por Estados Unidos inicia la historia de un país que se
convirtió de vanguardia de la revolución democrática en 1784 con su
independencia de Inglaterra, en un imperio que impone su hegemonía con
el capital y la fuerza de las armas por todo el mundo. Y en Colombia, su
pérdida progresiva de soberanía durante el último siglo.
Estados
Unidos carece en ese momento de colonias y, para competir en el mundo
como potencia, se abre camino principalmente en América Latina, gracias
al poderío de su capital financiero, pero no pocas veces mediante
intervenciones directas de sus fuerzas de ocupación y de apoyo a las
dictaduras militares del continente hasta la segunda mitad del siglo XX
cuando se convierte en la primera potencia militar de la historia. Fue
con ella, y no con Panamá, con la que negoció el gobierno colombiano de
Carlos E. Restrepo la entrega de Panamá en el tratado Urrutia-Thompson
de 1914.
Al menos ocho personajes que eran o
llegarían a ser presidentes tuvieron que ver en la traición que condujo a
la pérdida de Panamá. José Manuel Marroquín y Rafael Reyes son los
principales, el primero porque miró pasivamente el atraco, y el segundo
porque eludió su responsabilidad de retomar el Istmo con el ejército
como se lo ordenó el Congreso y se lo exigió la protesta popular. Pero
están también, José Vicente Concha, embajador en Washington que no
protestó el atentado por consideraciones diplomáticas; Pedro Nel Ospina,
miembro de la comisión Reyes que fue a mendigar la devolución a los
traidores panameños; Marco Fidel Suárez, negociador del Tratado
definitivo Urrutia-Thompson que terminó señalando a Estados Unidos como
la “estrella polar” hacia la que debía orientarse este país; Miguel
Abadía Méndez, ministro de guerra el impávido Marroquín; y Jorge Holguín
y Ramón González Valencia, negociadores de la devolución de Panamá y
del Tratado Urrutia-Thompson, respectivamente. Esta historia lamentable
de los presidentes está por escribirse.
Estos
son los presidentes, pero faltan los políticos. En la tragedia de Panamá
la historia pudo ser diferente. Si el jefe del liberalismo Benjamín
Herrera no se rinde en Panamá en 1902 cuando estaba ganando la guerra
contra el régimen conservador; o si el ejército colombiano en Panamá
defiende los intereses de la Nación; o si Reyes, como general en jefe
del ejército, cumple la misión de dirigirlo para marchar sobre el Istmo;
o si los negociadores plenipotenciarios de Colombia no entregan la
soberanía en el tratado Herrán-Hay; lo más seguro es que Panamá hubiera
seguido siendo parte del territorio patrio. La principal equivocación
del Gobierno colombiano fue considerar que había que entregar el canal a
cualquier precio a Estados Unidos, aún a costa de la soberanía
territorial. Sin embargo, dos personajes son especialmente responsables
de prolongar esa traición, Guillermo Valencia y Rafael Uribe Uribe.
Ambos fueron enviados como delegados a la Conferencia Panamericana de
Río de Janeiro en 1906, sólo a tres años del despojo. Ni protestaron
allí por la presencia de Estados Unidos, ni utilizaron la diplomacia
para unir a los latinoamericanos en la defensa de la soberanía
colombiana, ni dejaron constancia alguna por el atentado cometido. Al
contrario. El informe oficial de la delegación firmado por Uribe Uribe
termina declarando su “amor” a la delegación estadounidense: “Contra los
pronósticos pesimistas de muchos que auguraban una política egoísta,
absorbente e imperiosa de los Estados Unidos de América en el seno de la
Conferencia; contra el deseo acaso de los que en muchas partes la
anhelaban, para salir verídicos en sus afirmaciones antiyanquistas, la
conducta de los representantes de la república del Norte, ha sido
inspirada en su conjunto como en el más insignificante de sus detalles,
por el más elevado, noble y desinteresado amor al bienestar común. Por
ninguna parte ha aparecido la más leve insinuación de imperio, el menor
gesto de desdén hacia una nación débil, la más insignificante tendencia a
beneficiarse desde el punto de vista comercial, con algún acto impuesto
a la asamblea. Dando un hermoso ejemplo del más puro sentimiento
republicano, nos han tratado a todos en el mismo pie de igualdad, han
hecho uso de una exquisita tolerancia, y en casos en que habrían podido
tomar iniciativas incontrastables, han preferido adherir modestamente a
las fórmulas de conciliación. El gran trust panamericano, predicho por
algunos, no ha aparecido por ninguna parte. La delegación americana ha
dado esta vez el inesperado espectáculo de hacerse amar
irresistiblemente, aun de sus adversarios naturales.” (Uribe Uribe, Por
América del Sur, Biblioteca de la Presidencia de Colombia, Editorial
Kelly, 2 vols, Bogotá, 1955, t. I, pag. 135). Como premio, el gobierno
de Carlos E. Restrepo lo nombraría negociador del fatídico tratado
Urrutia-Thompson de 1914 y ese mismo año caería asesinado en la carrera
séptima de Bogotá.
Pero muchos colombianos
defendieron a Panamá con valentía y consecuencia. Hay que hacer honor a
Juan Bautista Pérez y Soto, panameño y senador, que luchó sin descanso
contra los gobiernos de Marroquín y Reyes por su traición; a Oscar
Terán, panameño y representante a la Cámara, autor de la mejor obra
sobre la pérdida de Panamá; a Miguel Antonio Caro que hizo una defensa
impecable de los derechos de Colombia sobre Panamá en el Congreso de
1903; a los senadores que improbaron el Tratado Herrán-Hay; a los
miembros de la sociedad La Integridad Colombiana fundada por Fabio
Lozano Torrijos para defender la soberanía de Colombia sobre Panamá; a
la Asamblea de Panamá que votó en contra de la separación; al general
Diego Ortiz con su contingente listo en la aldea chocoana de Titumate a
recuperar por tierra el territorio perdido; a los indígenas de San Blas
en Panamá que se unieron al ejército de Titumate; a Diego Mendoza,
nombrado embajador en Washington por Reyes, pero destituido y perseguido
por defender los intereses colombianos. Y también honor a los 100.000
voluntarios que se alistaron en el ejército de liberación; a Pedro A.
Cuadrado y Eleazar Guerrero, prefecto y alcalde de Colón que se negaron a
colaborar con los nuevos amos; y al pueblo de Bogotá que se amotinó
contra Marroquín; y a los de Barranquilla y Magangué que se levantaron a
su paso contra todos los traidores: Pompilio Gutiérrez (general de la
República que prefirió seguir a Cuba por unos novillos y no dirigir la
tropa acantonada en Colón); Cortés (delegado por Reyes para firmar el
tratado Cortés-Rooth); Vásquez Cobo (que como ministro de guerra de
Marroquín persiguió a los manifestantes y buscó al delegado gringo a su
paso por Barranquilla para congraciarse con él); Antonio José Uribe,
Suárez y Uribe Uribe (negociadores del tratado Urrutia-Thompson que
negociaron a Panamá por 25 millones de dólares y la entrega del subsuelo
petrolero). El movimiento popular por la traición que sobrevivió a los
gobiernos de Reyes, Concha, Suárez y Ospina, logró aplazar la aprobación
de la entrega de Panamá hasta 1924, fecha de su reconocimiento como
nación independiente.
fuente, vìa :
http://www.argenpress.info/2010/08/significado-del-bicentenario-la-perdida.html
http://www.argenpress.info/2010/08/significado-del-bicentenario-la-perdida.html
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