El pasado fin de
semana, en el curso de una expedición de cacería de elefantes en
Botsuana, el rey de España, Juan Carlos de Borbón, sufrió una fractura
de cadera. El accidente, que por ironía del azar coincidió con la fecha
en que se conmemora la República Española –derrocada por Francisco
Franco para reinstaurar la monarquía en la persona del actual huésped de
La Zarzuela–, ha desatado un avispero de comentarios críticos de
diverso signo.
Por una parte, organizaciones ambientalistas y grupos de prevención
de la crueldad contra animales censuraron a Juan Carlos por tomar parte
en actividades de esparcimiento contrarias a la corrección ecológica y
ética –por no decir política– que tiende a generalizarse en el siglo
XXI.Por la otra, el safari del rey, que se inscribe en una de las modalidades más costosas del turismo de élites, ha sido visto como un gesto de flagrante insensibilidad y de falta de solidaridad con la sociedad española, postrada por la severa crisis económica, el desempleo y la falta de recursos fiscales para cubrir necesidades apremiantes en los rubros de salud y educación. El actual no es, ciertamente, el momento más oportuno para que el jefe de Estado se gaste cerca de 60 mil dólares, el doble del promedio salarial anual de su país, en una actividad recreativa que, por lo demás, resulta cada vez menos presentable.
Aunque, en rigor, el monarca no cometió ningún ilícito al viajar al país africano a matar elefantes, sí incurrió en un desfiguro difícilmente compatible con su investidura. Lo expuso con claridad meridiana el secretario general del Partido Socialista de Madrid (PSM, filial del PSOE), Tomás Gómez, quien exigió a Juan Carlos que elija
entre las obligaciones y las servidumbres de las responsabilidades públicas y una abdicación que le permita disfrutar de una vida diferente.
Para colmo, el infortunado episodio permitió conocer que el Palacio de La Zarzuela no informa al gobierno ni al parlamento de los viajes privados del monarca, el cual, a falta de embajada española en Botsuana, hubo de ser repatriado por la representación de Madrid en la vecina Namibia. Oficialmente, pues, el Estado español no tenía noticia del paradero de su máxima autoridad.
La evidenciada frivolidad del rey se suma a los quebrantos que ha venido experimentado la corona española a últimas fechas, particularmente el escándalo por los turbios manejos financieros de uno de sus yernos, Iñaki Urdangarín, esposo de la infanta Cristina, actualmente imputado por corrupción y desvío de fondos públicos.
Éstas y otras circunstancias han reanimado el nunca superado
debate sobre la viabilidad y la pertinencia de la monarquía, institución
onerosa y caduca que, para colmo, introduce distorsiones inocultables
en la lógica democrática de la que se reclama el Estado español
contemporáneo. A guisa de ejemplo, la Constitución vigente (1978) afirma
en su artículo 14 que
los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social, pero luego se contradice a sí misma: “La persona del Rey de España es inviolable y no está sujeta a responsabilidad […] La Corona de España es hereditaria en los sucesores de SM Don Juan Carlos I de Borbón” (artículo 56). Por añadidura, el Código Penal ordena la criminalización discriminatoria de cualquier
calumnia o injuriacontra la nobleza española con penas de prisión de seis meses a dos años (artículo 490.3).
En su mayoría, los segmentos progresistas peninsulares han guardado
un reconocimiento histórico a Juan Carlos de Borbón por haber permitido,
o incluso propiciado, un desmantelamiento parcial y pacífico de la
dictadura franquista, en tanto que entre los sectores conservadores se
le agradece que ese desmantelamiento haya distado mucho de ser total.
Asimismo, el lugar común histórico le atribuye un papel protagónico en
la derrota de la intentona fascista de febrero de 1981, conocida como El
Tejerazo. Investigaciones y testimonios recientes han puesto en duda,
sin embargo, el papel del rey en aquellos acontecimientos, hasta el
punto de ubicarlo no como salvador de la democracia, sino como
beneficiario, o incluso instigador, de la asonada.
Pero, incluso sin recurrir a la revisión histórica, una parte de
España, aún minoritaria al parecer, ha cambiado la percepción del rey
como pilar de la transición democrática para verlo como figura cada vez
más irascible y frívola y con creciente dificultad para encontrar un
sitio sustantivo en el siglo XXI. En lo inmediato, la lesión sufrida por
Juan Carlos de Borbón en Botsuana parece simbolizar una corona
fracturada, cuando menos en su imagen pública.
http://www.jornada.unam.mx/2012/04/16/edito
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