La necesidad
de coordinar un proyecto de integración latinoamericano y caribeño es
prioritario. Más allá de las diferencias ideológicas y políticas, el
sentimiento de pertenecer a un continente es el punto de partida, sobre
todo cuando dicho proceso ha sido abortado en repetidas ocasiones por
intereses ajenos a la región. Parafraseando a Ernest Renan en su clásico
ensayo ¿Qué es una nación?, podemos decir que no basta ni la
raza, ni la afinidad religiosa, ni los intereses, ni la geografía, ni
las necesidades militares para articular un espíritu de unidad. El alma
de una nación es la suma de pasado y presente, articulado bajo un legado
histórico, una memoria colectiva y el deseo, la voluntad política, de
mantener dicho legado como parte de una convivencia común.
España, Inglaterra, Francia o Estados Unidos han conspirado para
evitar que dicha unidad estratégica se produzca. Una región débil, llena
de reinos de Taifas, es la mejor manera de mantener la opresión
imperial. La historia es rica en ejemplos. La estrategia disgregadora ha
estado presente desde las guerras por la independencia libradas a
principios del siglo XIX. Haití fue la primera en sufrir las
consecuencias. Promover intereses caudillistas y oligarquías regionales
fue el punto de partida para desmembrar el continente. El resultado no
pudo ser más beneficioso para Estados Unidos y las potencias
extranjeras. Poco duró la República Federal Centroamericana, cinco
países acabaron con el proyecto de Francisco de Morazán. Otro tanto
ocurría en la América meridional. El ideal de Simón Rodríguez, Francisco
de Miranda y Bolívar, la patria grande, fue dinamitado desde dentro.
Espurios intereses se aliaron para provocar la ruptura de lo que había
sido la Gran Colombia. Tampoco México quedaría al margen de la
atomización del continente. El afán expansionista de Estados Unidos le
arrebataría Texas, California, Nuevo México y Arizona, entre otras,
después de una cruenta guerra, donde la bandera de Estados Unidos se
izaba en su capital. Las grandes potencias no dudaron en promover
asonadas, financiar traidores e invadir, si con ello podían mantener su
control territorial y la explotación de los recursos naturales. El siglo
XIX se despidió como entró, en medio de luchas por evitar cualquier
principio de unidad latinoamericana y caribeña. Estados Unidos
lentamente iba consolidando su poder en la región. La guerra
hispano-cubana-norteamericana (1898) le dio el control de Cuba,
transformando la isla en un protectorado. Y el siglo XX hizo su entrada
de igual forma. En 1903, Colombia vería como una parte de su territorio
se desgajaba, dando origen a la formación de un nuevo Estado, Panamá.
Estados Unidos no podía estar más contento. Tras el fracaso de Francia,
en la empresa de construir un canal que uniese los océanos Atlántico y
Pacífico, podía iniciar su proyecto. Panamá, nada más comenzada su
andadura como Estado independiente, se convirtió en semicolonia. La
enmienda Platt se hizo carne en su primera Constitución. El artículo 136
la recoge bajo esta redacción: El gobierno de Estados Unidos de América podrá intervenir en cualquier punto de la república de Panamá, para restablecer la paz pública y el orden constitucional si hubiere sido turbado en el caso de que por virtud de tratado público aquella nación asumiere, o hubiere asumido, la obligación de garantizar la independencia y soberanía de la república. Así no hay duda de quienes serán los verdaderos dueños del país.
De esta manera se construyó una región sometida y controlada por Estados Unidos. Lentamente los potencias extracontinentales fueron perdiendo fuerza. Aquí comienza otra andadura, la justificación ideológica para mantener a los pueblos latinoamericanos sojuzgados. Nace el panamericanismo. Pero tras la Segunda Guerra Mundial, surge un nuevo orden. Por primera vez en la historia de Occidente, el eje del poder cambia de continente. La vieja Europa cede su trono a Estados Unidos y el rancio panamericanismo muta bajo el paraguas de la guerra fría. El Tratado Interamericano de Defensa Reciproca (TIAR) y su corolario político, la Organización de Estados Americanos (OEA), en 1948, serán los diques de contención frente a los proyectos antimperialistas de liberación nacional. Ambas organizaciones, el TIAR y la OEA, mostrarán su cara más grotesca a pocos años de su creación. Primero avalando el golpe militar en Guatemala, en 1954, contra Jacobo Arbenz orquestado por la CIA en colaboración con el gobierno Honduras y El Salvador, entre otros, y segundo, avalando el bloqueo económico y político a Cuba, y posteriormente orquestando su expulsión en 1964. La existencia de la OEA en la región ha sido un factor desestabilizador. Baste recordar la complicidad guardada frente a los golpes de Estado y las dictaduras militares establecidas en los años 70 del siglo pasado. Su principal papel ha sido obstruir la creación de cualquier proyecto latinoamericano y caribeño cuestionador de la hegemonía estadunidense. Así, no faltan motivos para pedir su disolución.
En estos días mucho se escribe sobre la iniciativa de fortalecer la reciente iniciativa que vio la luz en Caracas, crear una Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), y no es baladí. Tras verificar los beneficios de contar con organizaciones regionales, sin presencia de Estados Unidos, Unasur y Alba, por ejemplo, la decisión de los 33 países que han decidido presentar la Celac supone un salto de calidad. No dudamos de las dificultades de ponerla en marcha. Estados Unidos hará lo posible para conseguir su fracaso, recurriendo a todo tipo de artimañas posibles, apoyándose, de paso, en mezquindades políticas. Es en este campo de condiciones adverso, donde le toca navegar al sueño de los libertadores, la construcción de la Patria Grande, anhelada como un factor identitario, más allá de la diversidad política e ideológica. Su destino dependerá de la voluntad política para no caer en el desaliento y la traición. En eso consiste la batalla.
Vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/12/24/opinion/020a1mun
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