Punto Final
Si bien es cierto que la noticia produce un sabor
amargo que amenaza con transformarse en vómito violento, no es menos cierto que
impulsa a una reflexión más profunda de lo que acontece y de porqué acontece.
Yo fui una de las víctimas de Krassnoff durante
tres meses en Villa Grimaldi; desde comienzos de diciembre de 1974 hasta
principios de marzo de 1975. No sólo eso: no fui una víctima cualquiera de
Krassnoff: yo fui su compañero en el ex Liceo N° 8 de Hombres, ubicado en la Avenida Vicuña
Mackenna. Eran los años 1961 al 63. Y cursábamos lo que se llamaban segundo,
tercero y cuarto de humanidades.
El edificio del Liceo N° 8 parecía más bien una
casa de brujas, o una versión subdesarrollada de la escuela de Harry Potter, con
la diferencia que se llovía, las murallas casi se caían, la iluminación era muy
pobre o inexistente. Aunque éramos muy jóvenes (yo tendría 13 ó 14 años) decidí
participar en manifestaciones para pedir reparaciones a la casona o un nuevo
edificio, terminando (inevitablemente) en la toma del liceo.
Un día nos congrega la autoridad del liceo porque
nos visitan representantes de la Escuela Militar. Venían a darnos una charla sobre
los “beneficios” de enrolarse en la Escuela. Como muestra traían a un par de maniquíes,
con gorra y sable incluidos. Allí habría
terminado la historia, si no fuera por un presidente popular y la barbarie
desatada por los perros guardianes de los privilegios de la clase adinerada. Ya
me había olvidado del liceo, de la toma, de las barricadas y de los maniquíes
de la escuela de oficiales.
El 10 de diciembre de
1974 me pilló con el corazón atravesado por la daga de la barbarie que estaba
teniendo lugar ante los ojos del mundo: Diana Arón Svigilisky, mi compañera,
embarazada de tres meses, había “desaparecido” el 18 de noviembre de 1974, y
antes que ella, un sinnúmero de compañeras y compañeros queridos, de amores que
se formaron al calor de ideales de sociedad futura y de lucha por justicia
social.
Aquel 10 de diciembre cinco vehículos de la Dina me rodean, abren sus
puertas al unísono vomitando ratas salivando amenazantes, con subametralladoras
listas a disparar. Una de “ellas” era Krassnoff, quien antes que yo
reaccionara, me da un culatazo por detrás y las “otras” se abalanzan sobre mí
arrastrándome a uno de los autos. Ya dentro del vehículo y esposado, Krassnoff
me propina un puñetazo en la boca.
El resto de la “patrulla”, me enteraría después, lo
formaban los criminales Ferrer Lima, Barclay Zapata, el Guatón Romo, etc.
Bien golpeado, maniatado, los ojos vendados,
esposado y con cadenas en los pies, el destino es Villa Grimaldi. No es que yo
hubiese tenido idea de dónde me encontraba, pero sería alrededor del mediodía y
aunque hacía calor, yo tenía frío. Luego de una brutal golpiza con palos y
martillos, me desnudan y amarran a la infame “parrilla”. Fueron horas de
electrocución -con un paro cardíaco entremedio- hasta ya entrado el sol.
Krassnoff interrogaba y daba las órdenes y golpes de puño al cuerpo maniatado.
En la noche me ataron a una cama en donde mi cuerpo no dejó de convulsionarse
hasta el alba.
Fue a la mañana siguiente que me llevaron a una
oficina en donde había un escritorio y una silla donde el guardia me sentó.
Otra voz dijo: “Sáquele la venda porque con éste nos conocemos”. Así se
presentó el entonces “capitán Miguel”. Luego pasó a recordarme que habíamos
estado en la misma clase en el Liceo N° 8, haciendo énfasis en el hecho de que
él me había visto participar en la toma del liceo y en las barricadas.
Primero no le creí, ya que un muchacho de 14 ó 15
años es bastante diferente a un hombre de 27 ó 28. Pero las descripciones que
hizo de los maestros, junto a los sobrenombres que poníamos a los profesores,
me convencieron de que éste sí era aquel muchacho que fue encandilado por los
palitroques de la
Escuela Militar, sus botones de lata y sus espadines
brillantes.
Pasó a ofrecerme un trato por haber sido compañero
de liceo:
1. Debería darle información para llegar a la
cúpula del MIR.
2. Entregarle información conducente a la captura
de recursos financieros del MIR.
3. Señalar a informantes del MIR en las FF.AA.
Confirmado el éxito como consecuencia de esa
información, Diana Arón y yo podríamos salir de Chile a un país de nuestra
elección. El no quería que yo contestara de inmediato; me daba la noche para
pensarlo.
A la mañana siguiente, sin haber podido dormir por
los dolores, vómitos y convulsiones, Krassnoff grita que le traigan a su
compañero de liceo. Enfrente suyo, engrillado pero sin la venda en los ojos, me
pregunta mi decisión. Le contesté que necesitaba primero saber qué había pasado
con Diana Arón. Me contestó que al ser detenida en la calle -Avenida Egaña con
Ossandón- había resultado herida a bala y estaba en tratamiento intensivo en el
Hospital Militar. Que si yo le daba la información que él requería, el
tratamiento médico continuaría, de lo contrario sería suspendido
inmediatamente. La vida de Diana estaba en mis manos.
Le contesté al valiente soldado del ejército
chileno que porqué le habían disparado a una mujer indefensa. “Al pedirle que
se detuviera, ella echó a correr, qué querías, que le dijera: ‘¿Señorita, se
puede detener por favor?’ ¡Le disparé! ¡Yo le disparé!”. ¿Cuántas balas?
pregunté. “Cuatro”, me contestó. ¿Dónde?, Le insistí: “En la espalda”, me
contestó.
Por unos segundos lo
vi como a un igual, como se ve a un compañero de liceo que ha hecho una
“mariconada” y olvidando mi condición, olvidando mis manos atadas, mis pies
engrillados, y mi cuerpo lacerado escupiendo sangre le grité: ¡Cobarde! ¡Asesino!
¡Fascista! ¡Hijo de…! Diana iba con tacones altos, desarmada, ella no podía
correr. ¡Tú no sabes lo que has hecho! El silencio inundó la pieza unos
segundos. Nadie habló: Miguel -le dije, con la confianza del que ya no teme a
nada en la certeza de que la herida es mortal-, déjame ver a Diana; me dejas
verla y después hablamos de ‘tratos’. “Eso se puede arreglar”, me contestó el
valiente capitán del ejército chileno, para nunca más volver a hablar de
‘tratos’ conmigo por el resto de casi tres meses de tortura en Villa Grimaldi.
Entendió que el “compañero de liceo” no estaba para tratos. Nunca más volví a
ver a Diana. Fuera de dos o tres testigos en el Hospital Militar o la Clínica Santa Lucía,
nadie volvió a ver a Diana Arón.
Un día de febrero de 1975, Krassnoff, acompañado de
un guardia, abrió la puerta del clóset donde me tenían prisionero y me informó
que Diana había muerto. ¿Cuándo? pregunté. “Hace unos diez días”, contestó.
Cierto es que este valiente soldado ha negado su
implicancia en cientos de crímenes. Pero en diciembre de 2002, cuando fue
careado conmigo frente a una magistrada, tiritaba como ratón acorralado y no
fue capaz de negar mis afirmaciones. Es triste que aún no haya libertad de
información para acceder a esos archivos judiciales, porque entonces habría un
contundente tapaboca a Hermógenes Pérez de Arce: Krassnoff detuvo, torturó y
asesinó por el puro gusto de matar, por sadismo. Tiene sus manos tintas en
sangre.
Publicado en
“Punto Final”, edición Nº 749, 23 de diciembre, 2011
www.puntofinal.cl
www.pf-memoriahistorica.org
Vìa :
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=141951&titular=krassnoff-mi-compa%F1ero-de-liceo-
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=141951&titular=krassnoff-mi-compa%F1ero-de-liceo-
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