APe).- Una hora entera estuvo allí, contó su padre. Una hora entera con
sus últimos borbotones de vida, en el veredón de la Hostería Briguitte,
frente a la plaza del pueblo. Una hora entera intentando respirar un
aire que ya no le pertenecía. Una hora entera sintiendo que la vida se
le iba en esa soledad que la dejaba tan sola, tan expuesta, tan llena de
monstruos silenciosos, tan cargada de ausencia. Uno, dos, tres, cuatro
segundos. Diez, veinte, treinta minutos. Y la vida se le iba. Se le
escurría de los dedos. Dejaba que la muerte se volcara sobre ella con su
lava imparable, tiñéndola de oscuridad. Treinta y cinco, cincuenta,
sesenta minutos y basta. Ya no más. Ya nunca más.
“Yo no digo que ella no hubiera muerto si hubieran llegado antes. Estaba muy grave. Pero tal vez, la hubieran ayudado, la hubieran contenido…”, dijo su madre.
Belén Brizuela había cumplido 17 años el 13 de julio. Vivía en Aimogasta, pueblo de olivos y temperaturas que abrasan. “Pueblo del Cacique Aimo”, lo llamaban los diaguitas. Creció escuchando a su padre cantar las canciones de la tierra en “Los Nocheros de Anta” y, después, en “Los cantores del Alba”. Pero eligió la cumbia: “Silacumbiavillera Fuerareligión PabloLescano SeríamiDios”, decía ella misma en su muro de facebook. Y por eso quiso vivir lo que para ella era el pasaporte al paraíso una vez más aquella noche y bailó y rió y disfrutó en el club San Francisco ante el show de “Al rojo vivo”.
Su vida entera fueron esos 17 años truncados por la brutalidad de un sistema que la hace ser hoy una entre los 3397 víctimas desde 1983 a 2011 contabilizados por la Correpi (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional). Una entre los 145 registrados hasta ahora en todo el año. Belén tenía 17, uno más apenas que Gonzalo Martínez que murió un día antes a escasos 109 kilómetros, en la Plaza 25 de Mayo de La Rioja capital. A ella la destrozó la bala policial. Gonzalo murió en manos de una patota sin que la policía, tan presente, tan controladora de los pasos jóvenes, tan lista usualmente para el disparo distraido, actuara para impedirlo.
Todavía sonríe en esa última foto. Con los labios desplegados sobre esa sonrisa tan blanca, tan perfecta. Y el piercing asomando desde la comisura izquierda. Con la cabellera brillosamente azabache y el gesto de felicidad sin límite minutos antes de la bala. Con la certeza de que la vida es eterna y el amor es para siempre. Sin imaginar siquiera –cómo hacerlo- que cruzar a la plaza, tratar de ayudar a Nicolás, su novio, cuando el policía le pegó un culatazo, significaría la muerte. Apenas un segundo. Tan sólo un segundo que le hizo explotar la sonrisa para vestirla de infierno.
Las vidas se entrecruzan en el mismo instante en que las distancias se esfuman. Tan cerca Belén en su Aimogasta de la frontera que separa su provincia de aquella otra que cuatro antes de su nacimiento vio estallar en mil esquirlas la vida de María Soledad. Y transformarla en símbolo de un país mientras caía un gobierno pero ella no volvía. Demasiado tarde es siempre para las semillas en brote. Demasiado tarde para las alas que no alcanzan a ganar altura ni a jugar en una danza eterna con estrellas y arcoiris.
Morochas las dos como la tierra ancestral. Hundidas las dos en oscuridades que no las dejaron ser porque el poder de un sistema parido para pocos no permite soñar y desplegar utopías.
De un modo u otro llegan las sombras para los hijos de los suelos aplastados. No germinarás es el mandato eterno. No deberás sonreir ni gozar ni amar ni sentir y mucho menos transformar.
A los 17, a los 12, a los 9, a los 7. A los 6, como a la niña a la que le hacharon los días en Villa Regina. A los 11, como a Micaela con los sueños golpeados y acuchillados por el horror en La Plata. Siempre antes de tiempo. Siempre priorizando la muerte para quebrar la vida. Siempre corderos en una tierra manejada por lobos que los engullirán sin culpas cada vez que lo crean conveniente.
A Belén, como al 61 por ciento de las 3397 víctimas de gatillo fácil, la asesinó una policía provincial. A Belén, como al 48 por ciento de los 3397 víctimas de gatillo fácil, la mataron cuando tenía entre 15 y 25 años.
Las instituciones que acribillan en nombre del Estado responden a un esquema prediseñado que acorralará cuando desde las oscuridades de la exclusión asome simplemente un destello de luz que amenace con su impronta transparente a los artífices de todo mal. Un destello que a veces es revolución germinal; otras, simplemente un sueño de miel en las orillas y tantas otras un grito ahogado que reclama un lugar semicálido para escaparle a la eterna intemperie.
A los 15, a los 10 ó a los 3. A los 5, como Nicole o a los 13, como Micaela en Fiorito, reinscribiendo esa misma historia millones de veces. Porque una sociedad forjada detrás de ese pacto profético de entrega sólo podrá parir racimos de humanidad macabramente raquíticos. Sin la savia que vista de primavera. Sin la sangre que se rebele ante los tiempos. Con la mueca de desprecio por la ternura. Inmersos en un sistema edificado para parir sus propios brazos crueles. Como obedientes apéndices pero también como engendros funcionales que responden sin miramientos al mandato devorador de infancias. Que asfixian la utopía, la masacran, la hunden en el fango más profundo una y mil veces hasta aplastar los pasos colectivos y profanar el más bello retrato de humanidad.
“Yo no digo que ella no hubiera muerto si hubieran llegado antes. Estaba muy grave. Pero tal vez, la hubieran ayudado, la hubieran contenido…”, dijo su madre.
Belén Brizuela había cumplido 17 años el 13 de julio. Vivía en Aimogasta, pueblo de olivos y temperaturas que abrasan. “Pueblo del Cacique Aimo”, lo llamaban los diaguitas. Creció escuchando a su padre cantar las canciones de la tierra en “Los Nocheros de Anta” y, después, en “Los cantores del Alba”. Pero eligió la cumbia: “Silacumbiavillera Fuerareligión PabloLescano SeríamiDios”, decía ella misma en su muro de facebook. Y por eso quiso vivir lo que para ella era el pasaporte al paraíso una vez más aquella noche y bailó y rió y disfrutó en el club San Francisco ante el show de “Al rojo vivo”.
Su vida entera fueron esos 17 años truncados por la brutalidad de un sistema que la hace ser hoy una entre los 3397 víctimas desde 1983 a 2011 contabilizados por la Correpi (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional). Una entre los 145 registrados hasta ahora en todo el año. Belén tenía 17, uno más apenas que Gonzalo Martínez que murió un día antes a escasos 109 kilómetros, en la Plaza 25 de Mayo de La Rioja capital. A ella la destrozó la bala policial. Gonzalo murió en manos de una patota sin que la policía, tan presente, tan controladora de los pasos jóvenes, tan lista usualmente para el disparo distraido, actuara para impedirlo.
Todavía sonríe en esa última foto. Con los labios desplegados sobre esa sonrisa tan blanca, tan perfecta. Y el piercing asomando desde la comisura izquierda. Con la cabellera brillosamente azabache y el gesto de felicidad sin límite minutos antes de la bala. Con la certeza de que la vida es eterna y el amor es para siempre. Sin imaginar siquiera –cómo hacerlo- que cruzar a la plaza, tratar de ayudar a Nicolás, su novio, cuando el policía le pegó un culatazo, significaría la muerte. Apenas un segundo. Tan sólo un segundo que le hizo explotar la sonrisa para vestirla de infierno.
Las vidas se entrecruzan en el mismo instante en que las distancias se esfuman. Tan cerca Belén en su Aimogasta de la frontera que separa su provincia de aquella otra que cuatro antes de su nacimiento vio estallar en mil esquirlas la vida de María Soledad. Y transformarla en símbolo de un país mientras caía un gobierno pero ella no volvía. Demasiado tarde es siempre para las semillas en brote. Demasiado tarde para las alas que no alcanzan a ganar altura ni a jugar en una danza eterna con estrellas y arcoiris.
Morochas las dos como la tierra ancestral. Hundidas las dos en oscuridades que no las dejaron ser porque el poder de un sistema parido para pocos no permite soñar y desplegar utopías.
De un modo u otro llegan las sombras para los hijos de los suelos aplastados. No germinarás es el mandato eterno. No deberás sonreir ni gozar ni amar ni sentir y mucho menos transformar.
A los 17, a los 12, a los 9, a los 7. A los 6, como a la niña a la que le hacharon los días en Villa Regina. A los 11, como a Micaela con los sueños golpeados y acuchillados por el horror en La Plata. Siempre antes de tiempo. Siempre priorizando la muerte para quebrar la vida. Siempre corderos en una tierra manejada por lobos que los engullirán sin culpas cada vez que lo crean conveniente.
A Belén, como al 61 por ciento de las 3397 víctimas de gatillo fácil, la asesinó una policía provincial. A Belén, como al 48 por ciento de los 3397 víctimas de gatillo fácil, la mataron cuando tenía entre 15 y 25 años.
Las instituciones que acribillan en nombre del Estado responden a un esquema prediseñado que acorralará cuando desde las oscuridades de la exclusión asome simplemente un destello de luz que amenace con su impronta transparente a los artífices de todo mal. Un destello que a veces es revolución germinal; otras, simplemente un sueño de miel en las orillas y tantas otras un grito ahogado que reclama un lugar semicálido para escaparle a la eterna intemperie.
A los 15, a los 10 ó a los 3. A los 5, como Nicole o a los 13, como Micaela en Fiorito, reinscribiendo esa misma historia millones de veces. Porque una sociedad forjada detrás de ese pacto profético de entrega sólo podrá parir racimos de humanidad macabramente raquíticos. Sin la savia que vista de primavera. Sin la sangre que se rebele ante los tiempos. Con la mueca de desprecio por la ternura. Inmersos en un sistema edificado para parir sus propios brazos crueles. Como obedientes apéndices pero también como engendros funcionales que responden sin miramientos al mandato devorador de infancias. Que asfixian la utopía, la masacran, la hunden en el fango más profundo una y mil veces hasta aplastar los pasos colectivos y profanar el más bello retrato de humanidad.
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