Justo
cuando los dictadores árabes necesitan beber las aguas seguras y frescas
de un verano árabe, llegaron los egipcios para envenenar el pozo. Bien
en la profundidad, aquellos dictadores podían ver un rostro parpadeante,
frágil, los dedos jugando sobre su nariz y su boc
a, el brazo de un
hombre en una camilla levantado para que la luz le llegue muy cerca
–durante unos breves segundos– con los mismos viejos ojos arrogantes.
Luego apareció el pesado micrófono negro en la mano izquierda del
hombre. “Estoy acá, Su Señoría”, dijo una fuerte voz glacial. “No he
cometido ninguno de esos crímenes.”
Sí, los egipcios realmente llevaron a su desgraciado, anciano
dictador a juicio (foto), junto con sus decadentes, sombríos hijos,
ambos vestidos de blanco, como si fueran para otro partido de tenis de
verano, una ilusión rota sólo por el Corán verde bajo el brazo de Alaa
Mubarak. ¿Un aliciente para su padre Hosni de 83 años? ¿O un insulto
para los muertos?Los abogados gritaban el dolor de sus clientes; los acusaban de tortura, de francotiradores, del asesinato del propio pueblo de Egipto en el levantamiento de enero-febrero, de la brutalidad de las fuerzas de seguridad, de corrupción a escala de la mafia. ¿Y a quién más se dirigían esas terribles acusaciones? Pensamos en Damasco, por supuesto. Y en Trípoli. Y en la capital de Bahrein, Manama. Y en Rabat y en Amman y en Algeria y en Riyad...
Y a través de los vastos, áridos páramos de los déspotas árabes, las televisoras de gobierno seguían mostrando shows y clases de cocina y dramas domésticos y multitudes amigables, todos los cuales amaban a sus presidentes y reyes y potentados, quienes nunca –¿cómo podrían?– serían acusados de estos crímenes horribles. Aparte de Egipto mismo, la única cobertura en vivo del juicio era emitida por la post-revolucionaria Túnez y esa Némesis del régimen de Mubarak y de Estados Unidos y de Israel: la televisión Al Manar de Hezbolá.
“¿Es usted Mohamed Hosni Sayed Mubarak”?, preguntó el juez Ahmed Refaat. ¿O Bachar al Assad? ¿O Muammar Khadafi? ¿O Su Majestad el rey Hamad? ¿O aún Su Alteza el rey Abdulá, Guardián de los Tres Lugares Sagrados en un lugar llamado Arabia Saudita?
La historia –la historia árabe y la historia occidental y la historia mundial– ubicará las escenas en la Academia de Policía egipcia en capítulos enteros, con notas al pie y con referencias, el momento en que un país demostró no sólo que su revolución era real, sino que las víctimas eran reales, la corrupción de sus dictadores detallada hasta la última libra egipcia y hasta el último título falso, el sufrimiento de su pueblo descripto de modo forense.
A pesar de sus defectos, ésta no era una justicia sumaria, el tipo de justicia tan querido por la familia Assad y la familia Khadafi o, por cierto, la familia Mubarak. El califa había caído bajo la “Primavera Arabe” revivida. Aun cuando el helicóptero que traía al viejo muchacho ante la Justicia apareció en los pálidos y calurosos cielos sobre el desierto, sacudimos nuestras cabezas durante un instante. Era todo verdad.
¿Se puede detener la infección, limpiar las aguas envenenadas? Los egipcios no pensaban eso. Si esto era un bon o bon, una golosina para el humor de las masas del Comando Militar Supremo de Egipto –que todo el tiempo había prometido este juicio al aburrido escepticismo del mundo árabe–, pintaba para ser un asunto mucho más serio. Los abogados de la defensa y los fiscales gritaban sus pedidos –los hombres de Mubarak, para estirar el juicio durante semanas, meses, años– por miles de páginas de evidencia (cinco mil contra Mubarak solamente) y citaciones para todos los hombres que rodeaban al destruido presidente.
Los nombres de todo tipo de personalidades intrigantes en el aparato de seguridad del Estado, la “Dirección de Seguridad” de El Cairo, de la “Policía de Seguridad” de Giza –de los generales Ali Shadli, Ali Magi, Maher Mohamed y Mustafa Tawfiq, y el brigadier Reza Masir, junto con los generales Hassan Ha-ssan, Fouad Tawfiq, Yahyia al Iraqi, Abdul Aziz Salem, y los brigadieres Rifaat Radwan y Hani Neguid, y el teniente coronel Ahmed Attallah, y el coronel Ayman al Saidi–, se arrastraron a los procesos, todos inocentes, por supuesto, pero hasta ahora parte de un Estado secreto cuyo trabajo siempre era anónimo, instituciones que vivían en una suave oscuridad.
Y luego, los abogados de los “acusadores de derechos humanos” –los abogados de las familias de los muertos y heridos– gritaron los nombres de las víctimas. Caminaban y se les disparaba en las calles de El Cairo y Alejandría y Giza, gente real que murió con asombro y dolor mientras les apuntaban los matones de Mubarak. Hubo, debo decir, algunos momentos oscuros.
Porque, afuera del juzgado, minutos antes de que comenzara el proceso, me encontré con abogados como Mamdouh al Taf, quien dijo que había sido elegido para representar a las víctimas civiles por el Ministerio de Justicia, pero que había visto con sus propios ojos cómo se había borrado su nombre de la lista en el juzgado por el Ministerio del Interior. Estaba el padre de Hossam Fathi Mohamed Ibrahim, “mártir en la Plaza Sehir de Alejandría” de 18 años, con un pulóver rojo en la foto que su padre tenía en la mano. “¿Por qué no puede ser representado por su abogado en este juzgado?”, me preguntó. Con razón las primeras preguntas que se le gritaron al juez Refaat provenían de los hombres y mujeres que representaban a los muertos y heridos civiles. “¿Por que hay más abogados representando a los acusados en este juzgado que los que representan a las víctimas?”, exigía saber una abogada. Buena pregunta.
El pobre, viejo ex ministro del Interior, Habib al Adli, de traje azul e ignorado por Gamal y Alaa Mubarak –quien a veces parecía estar deliberadamente frente a las cámaras egipcias, de manera que su padre quedara fuera de cuadro–, tirando de su lado de la jaula para recibir aun más acusaciones de corrupción y violencia. Ya ha recibido una sentencia de 12 años, y en su aburrido uniforme azul, en contraste con el blanco virginal de los Mubarak (Hosni se aferraba a una sábana blanca alrededor de su cuello), parecía una figura patética detrás de los barrotes de hierro y tela metálica de la jaula de prisión de la Corte. Hace tiempo le pedí una entrevista para discutir sus asuntos de negocios (y me dijeron que me arrestarían si preguntaba de nuevo).
“Niego todo”, declaró Alaa. “Niego todos los cargos”, anunció Gamal. Hasta hubo un pedido de citar a la Corte al mariscal de campo Mohamed Tantawi, el gobernante militar de hoy en Egipto (un viejo compañero de Mubarak). Eso era llevar las cosas un poco demasiado lejos. Desde Damasco y Amman y Rabat y Manama y Riyad, por supuesto, hubo silencio. Y, aunque sea extraño decirlo, ni una palabra de Washington: su viejo amigo Hosni se enfrenta (en teoría) a una sentencia de muerte.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.
Vía :
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-173869-2011-08-06.html
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