La crisis actual no es solo una crisis
de escasez creciente de recursos y de servicios naturales. Es
fundamentalmente la crisis de un tipo de civilización que ha colocado al
ser humano como «señor y dueño» de la naturaleza (Descartes). Ésta, para él, no tiene espíritu ni propósito y por eso puede hacer lo que quiera con ella.
Según el fundador del paradigma moderno de la tecnociencia, Francis Bacon,
el ser humano debe torturarla hasta que nos entregue todos sus
secretos. De esta actitud se ha derivado una relación de agresión y de
verdadera guerra contra la naturaleza salvaje que debía ser dominada y
«civilizada». Surgió así también la proyección arrogante del ser humano
como el «Dios» que domina y organiza todo.
Debemos reconocer que el cristianismo ayudó a legitimar y a reforzar esta comprensión. El Génesis dice claramente: «llenad la Tierra y
sujetadla y dominad sobre todo lo que vive y se mueve sobre ella»
(1,28). Después se afirma que el ser humano fue hecho «a imagen y
semejanza de Dios» (Gn 1,26). El sentido bíblico de esta expresión es
que el ser humano es lugarteniente de Dios, y como Éste es el señor del
universo, el ser humano es el señor de la Tierra. Él goza de una
dignidad que es solo suya: la de estar por encima de los demás seres. De
aquí se generó el antropocentrismo, una de las causas de la crisis
ecológica. Finalmente, el monoteísmo estricto suprimió el carácter
sagrado de todas las cosas y lo concentró sólo en Dios. El mundo, al no
poseer nada de sagrado, no necesita ser respetado. Podemos modelarlo a
nuestro gusto. La moderna civilización de la tecnociencia ha ocupado
todos los espacios con sus aparatos y ha podido penetrar en el corazón
de la materia, de la vida y del universo. Todo venía envuelto con el
aura del «progreso», una especie de recuperación del paraíso, en otro
tiempo perdido, pero ahora reconstruido y ofrecido a todos.
Esta
visión gloriosa empezó a derrumbarse en el siglo XX con las dos guerras
mundiales y otras coloniales que produjeron doscientos millones de
víctimas. Cuando se perpetró el mayor acto terrorista de la historia,
las bombas atómicas lanzadas sobre Japón por el
ejército estadounidense, que mataron a miles de personas y destruyeron
la naturaleza, la humanidad se llevó un susto del cual no se ha repuesto
hasta hoy. Con las armas atómicas, biológicas y químicas construidas
después, nos hemos dado cuenta de que no necesitamos a Dios para hacer
realidad el Apocalipsis.
No somos
Dios y querer serlo nos lleva a la locura. La idea del hombre queriendo
ser «Dios» se ha transformado en una pesadilla. Pero él se esconde
todavía detrás del «tina» (there is no alternative) neoliberal:
«no hay alternativa, este mundo es definitivo». Ridículo. Démonos
cuenta de que «el saber como poder» (Bacon) cuando se realiza sin
conciencia y sin límites puede autodestruirnos. ¿Qué poder tenemos sobre
la naturaleza? ¿Quién domina un tsunami? ¿Quién controla el volcán chileno Puyehe? ¿Quién frena la furia de las inundaciones en las ciudades serranas de Río?
¿Quién impide el efecto letal de las partículas atómicas de uranio, de
cesio y de otros elementos, liberadas por las catástrofes de Chernobyl y de Fukushima? Como dijo Heidegger en su última entrevista a Der Spiegel: «sólo un Dios podrá salvarnos».
Tenemos
que aceptarnos como simples criaturas junto con todas las demás de la
comunidad de vida. Tenemos el mismo origen común: el polvo de la Tierra.
No somos la corona de la creación, sino un eslabón de la corriente de
la vida, con una diferencia, la de ser conscientes y con la misión de
«guardar y cuidar el jardín del Edén» (Gn 2,15), es decir, de mantener
las condiciones de sostenibilidad de todos los ecosistemas que componen
la Tierra.
Si partimos de la Biblia para
legitimar la dominación de la Tierra, tenemos que volver a ella para
aprender a respetarla y a cuidarla. La Tierra generó a todos. Dios
ordenó: «Que la Tierra produzca seres vivos, según su especie» (Gn
1,24). Ella, por lo tanto, no es inerte; es generadora, es madre. La
alianza de Dios no es solo con los seres humanos. Después del tsunami
del diluvio, Dios rehizo la alianza «con nuestra descendencia y con
todos los seres vivos» (Gn 9,10). Sin ellos, somos una familia menguada.
La
historia muestra que la arrogancia de «ser Dios», sin nunca poder
serlo, sólo nos trae desgracias. Bástenos ser simples criaturas con la
misión de cuidar y respetar a la Madre Tierra.
Vìa :
http://www.elciudadano.cl/2011/07/15/el-%C2%ABcomplejo-de-dios%C2%BB-de-la-modernidad/
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