A las cinco y media de la mañana, la luz del amanecer colorea los campos de trigo que envuelven la carretera, y en el horizonte, sobre la ladera de una abrupta montaña, aparece ya el gran buda blanco que preside el Wat Phrabat Namphu. Situado a las afueras de Lopburi, en este templo conviven en armonía el naranja de los monjes y una de las realidades más crueles y desgarradoras de Tailandia. Un lugar donde los desheredados, los marcados por los estigmas de los tabúes de un país que trata de maquillar su imagen, encuentran, al final del camino, el cobijo y la comprensión que les fueron negados para, de esa manera, poder morir en paz.
En una sociedad donde todavía el sida mata, y en la que los enfermos llegan a ocultar las manchas de sus cuerpos por miedo al rechazo de sus propias familias, un monje, Alonkot Dikkapanyo, acogió hace 18 años a un hombre que sufría sin tratamiento y en soledad. Lo cuidó con devoción y ternura hasta el momento de su muerte. Y supo, con claridad, que su camino estaba trazado.
“Poco a poco fueron llegando más enfermos”, cuenta Alonkot que recuerda que los primeros momentos no fueron fáciles. Al principio la gente no veía bien tenerlos cerca, sufrían el rechazo de la sociedad que trataba de que se fueran a otra parte. “Pero no nos fuimos, luchamos, y nos quedamos aquí, y ahora mucha gente entiende e incluso viene a ver a los pacientes”, afirma. “El problema es que la gente temía infectarse y nos discriminaba, el gran trabajo es hacer entender”.
Un año después, algunos monjes ya se habían desplazado de otros templos para ayudar, y después de 3 años, se ocupaban de más de 200 afectados. “El desafío ahora es que las familias quieran a los pacientes y se ocupen de ellos, creo que en unos diez años lo aceptarán mejor”, vaticina.
Para Alonkot, la solución pasa por conseguir la aceptación familiar y por colocar a los enfermos en trabajos. Habla de la educación como el principal camino a seguir, ya que muchos afectados sufren porque se ven solos. “A muchos enfermos que no pueden trabajar el gobierno les da una pequeña cantidad de dinero, pero no es suficiente, ni para comida, ni para vivienda, y mucho menos para medicamentos”, asegura.
Desde que en 1992 aquel primer afectado acudiera al templo, más de diez mil personas han perdido la vida en este lugar sagrado. En los peores momentos de expansión del sida escaseaban los medios y las medicinas. Cada día morían pacientes que se veían obligados a quemar en hogueras.“En invierno mueren más enfermos y en general están más depresivos”, cuenta Sayamon Unboonruang, coordinadora del centro. “Cada día recibimos llamadas, y la lista de espera es muy larga”, subraya. “Muchas veces las familias los dejan en la puerta del templo y desaparecen. Otras, simplemente, los abandonan en la carretera”.“Dos o tres veces por semana los monjes van a pedir donaciones al mercado y las tiendas, la gente colabora mucho, con arroz, ropa, o lo que pueden. Es una de las razones por las que el templo salió adelante”, dice Sayamon.
La Historia repetida
Khemkhaeng Promma nació en la provincia de Saraburi hace 36 años, donde vivía con sus padres y sus tres hermanos. Una tímida sonrisa aparece en su cara cuando recuerda su niñez. “No me gustaba ir a la escuela, prefería irme a jugar al campo”, cuenta. Pronto, siendo aún adolescente, comenzó a trabajar cargando en una fábrica de cemento, pero las condiciones era tan duras que a los 18 años sufrió una parálisis que le impidió caminar durante 4 años. Luego sirvió como militar durante dos años, recuperó las fuerzas y después pasó a una factoría de plástico.
Todavía no contaba con 25 años cuando emprendió el camino del que ya no volvería. “Mi corazón estaba roto, y un amigo me ofreció probar el opio”, recuerda. Pronto las dosis aumentaron, y el cuerpo creó resistencia. Y así llegó la heroína. Al principio una vez al día, luego dos, tres,… y nada cambió hasta que hace tres años descubrió unas manchas en su cuerpo. Tenía sida. Fue su hermana la que se encargó de él, lo llevó a dos hospitales, pero al no mejorar lo mandó a un templo donde utilizaban unas hierbas que creía podían curarle. Después se enteró de la existencia de este Wat, y acudió aquí.
Cuando se le pregunta si le gustaría decir algo a la gente, Khemkhaeng se queda callado, pensando…“No se hagan positivos, no cojan la enfermedad”, contesta en un tono muy bajo. Su deseo sería estar mejor, ya que sabe que interiormente se autodiscrimina de la gente.
Al otro extremo de la sala se encuentra Kihipong Phuusaa, que procede de la capital, donde creció y estudió. Kihipong tiene cuarenta y dos años, desde muy joven comenzó a trabajar como taxista, primero con una motocicleta, y cuando las cosas fueron mejor, adquirió un taxi. “Me gustaba el trabajo porque no tenía jefes”, comenta.
Después de su divorcio hace diez años no ha vuelto a ver a su mujer y a su hija, y apenas un año atrás comenzó a detectar los síntomas de la enfermedad en el cuerpo. “Tras un tiempo, mi novia me dijo que estaba infectada”, cuenta. Cuando se enteró no se lo dijo a nadie, ni siquiera a su familia. Comenzó a beber cada día mientras fue capaz de mantener el secreto, “hasta que no pude conducir, ni beber más”.
Khiipong sólo lleva 20 días en el templo,
le gustaría estar fuerte para volver a casa. “Por ahora estoy bien aquí,
pero quisiera volver a trabajar y así poder dejar la cama vacía para
que otro paciente pueda ocuparla”. Cuenta que la sociedad en general
todavía piensa que los seropositivos son un grupo diferente de gente que
no pueden vivir con sus familias. Incluso en su propia casa las cosas
estaban separadas para él.
Al preguntarle si quiere decir algo a la sociedad, Kihipong habla con
claridad: “No actúen como yo”, responde, “dejé a mi familia, a mi hija,
y me fui con otra mujer que me contagió el sida”.Actualmente en el Wat cuentan con dos proyectos. En el primero, hay 115 pacientes adultos, los que están en situación más crítica. En el segundo, situado a 85 kilómetros de Lopburi, residen 200 personas entre niños y adultos. Aquí van a la escuela, hacen deporte, y son cuidados tanto los afectados por el sida como los menores que perdieron a sus padres por esta causa.
Mucha gente en Tailandia conoce ya la existencia de este templo, en el que trabajan en colaboración con hospitales como el de Lopburi. Dan charlas de prevención en colegios y han abierto también un museo donde pueden verse los cuerpos de pacientes, que quisieron que su muerte sirviera para mostrar al mundo los efectos que el virus puede llegar a causar.
Hoy en día la mayoría de los fondos necesarios para el funcionamiento de los proyectos proviene de donaciones privadas tailandesas, así como del extranjero. Sólo una pequeña parte procede del gobierno.
Según el Ministerio de Sanidad actualmente medio millón de habitantes son portadores del virus. Por eso, en Tailandia, para aquellos que sufren del sida y la discriminación, iniciativas altruistas como la de Alonkot Dikkapanyo representan una gran esperanza, aportando compañía y comprensión a estas personas, incondicionalmente, hasta el final del camino.
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