La crisis
general ha traído dos consecuencias devastadoras para los países: el
desempleo y una paliza brutal al bienestar de los trabajadores. Si acaso
se salvan de ello algunos del Oriente; China o India son los apuntados.
Los demás han caído victimados por la voracidad de los llamados
mercados que imponen, a rajatabla y sin titubeos, sus falaces criterios.
Estos ensambles de intereses, que dan rienda suelta a la especulación,
son los reductos de la elite financiera global y, desde ellos, dominan
gobiernos y conciencias por igual. Así, es común observar elevados
índices en desempleo sin importar diferencias nacionales. Trátese de
estadunidenses, españoles, mexicanos, griegos, tunecinos, japoneses,
egipcios o australianos el resultado es similar. Las distintas
sociedades están solventando la crisis, originada por banqueros
irresponsables, con sufrimiento generalizado y caída en sus
oportunidades de una vida digna.
El desempleo se ha erigido en el prototipo de la insensibilidad del
modelo neoliberal de reparto desequilibrado y acumulación desmedida. Se
trata de continuar castigando a las masas para acrecentar los niveles de
retorno al capital. La vía es bien conocida, este factor se apropia de
todo avance en productividad. La proporción del ingreso nacional que
retiene para sí el trabajo ha ido disminuyendo en los últimos 30 años y
aumentando, claro está, lo que toca al capital. Los números son
expresivos: van desde 70 por ciento asignado al trabajo en los países
más igualitarios (nórdicos) hasta el caso mexicano, por ejemplo, donde
el reparto se invierte (70 por ciento al capital) pasando por un 50-50
por ciento español, la nación de mayor desigualdad social en la Europa
común de los 15. La lectura es tan inevitable como irrebatible. Las
políticas públicas de reciente cuño neoliberal han incrementado la
desigualdad en el reparto de la riqueza producida. Y la tendencia se
agudiza con cada reforma que se legisla bajo la supervisión de los
centros de poder a través de sus amanuenses (FMI, mercados, Banco
Mundial.)
El panorama de protestas que actualmente presentan ciertas regiones
del mundo ha explotado. Los reclamos empezaron en Túnez y se han
extendido a Argelia, Jordania, Yemen y apuntan hacia Marruecos.
Sobresale Egipto, el más poblado de los países árabes, que se encamina a
finiquitar la tiranía de Mubarak. En todos ellos hay varias constantes
similares, los tipos de gobiernos despóticos en primerísimo lugar. Pero,
también, padecen de un desempleo enorme que enajena a más de 50 por
ciento de sus juventudes. El deterioro en los índices de bienestar es
asunto común. La vida democrática ha sido un descarado señuelo que no
puede ser prolongado por más tiempo. Las potencias mundiales (Unión
Europea, Estados Unidos) que han tutelado las instituciones y los
gobiernos de dichas naciones las han manipulado en su provecho sin
recato alguno. Han impuesto, como esquema, la visión colonizadora e
imperial que distingue una dicotomía falsa y que los árabes han empezado
a rechazar hasta de manera violenta. Alegan, los pensadores y agentes
derechosos de Occidente, que los árabes basculan entre dos realidades a
cual más inconvenientes. Una los lleva a instaurar, con el firme apoyo
estadunidense y hasta israelí, gobiernos represores, tiránicos y
cleptómanos. La justificación: impiden el terrorismo musulmán y se alían
con sus protectores a cambio de apoyos y elogios mutuos. El otro
extremo factible es la amenaza, siempre usada, de la anarquía inherente
al fundamentalismo. El pueblo egipcio, tunecino o marroquí no tiene
capacidad alguna de gobernarse a sí mismo. Son menores de edad,
fantasiosos, escandalosos y pulverizados en sus posturas,
irreconciliables en sus fanáticas creencias religiosas. Un mundo que
requiere, que exige, el patronazgo occidental, porque lo que está en
juego es mucho: los mayores depósitos de energía mundial.
La situación del Medio Oriente no es distinta de la
latinoamericana. Aquí también se padecen males similares. El disfraz
democrático es un tanto más exquisito pero, en el fondo, con enormes
deformaciones, trampas y vicios que la hacen perder vigencia y confianza
popular. El desempleo en cambio es igualable y también sus corrosivos
efectos concomitantes. La rampante inequidad (México y Brasil, casos
señeros) llega a extremos insoportables. La cleptocracia es continental y
dominante entre las elites. En ocasiones esta característica ilegal se
combina con las mafias organizadas que los llevan a constituirse en
verdaderos estados criminales. La dominancia de los centros de poder
mundial es asunto corriente y cotidiano. Los embajadores estadunidenses
adquieren ribetes y desplantes de procónsules para mantener la hegemonía
de sus propios miedos y pulsiones. La pobreza y marginación de una y
otra regiones comparadas, conllevan la pérdida de horizontes para las
mayorías nacionales, la emigración forzada y, como corolario, la
violencia más abierta y disolvente de la paz y la tranquilidad pública.
Pero, a pesar de lo ríspido y peligroso del panorama descrito, las
elites no ceden en sus exigencias de mayores privilegios. Sus
aportaciones a las haciendas públicas son irrisorias. Pero, eso sí, se
ceban, con creciente empeño, sobre el estado de bienestar de los
pueblos. La salud ha sido uno de los sectores sitiados con
insensibilidad manifiesta. Su privatización es creciente, a pesar de no
ser una ruta económicamente viable, tal y como se ha probado en la misma
meca ideológica privatizante: Estados Unidos. La seguridad social es,
todavía, área bajo disputa, pero los mercados no quitan el pesado dedo
del renglón. Los recursos disponibles son enormes. Quieren expropiar las
riendas de mando para trasladarlos a las avarientas extremidades de los
banqueros. La gestión privada de los fondos de pensiones proporciona a
sus administradores márgenes de discrecionalidad envidiables. Misma
situación aplica para los márgenes de utilidad, siempre recargados en
favor del administrador y de los capitales simiente. En estos tiempos de
definiciones y alternativas a seguir, los modelos que sostienen
visiones encontradas sobre estos y otros tópicos, formarán el núcleo de
las ofertas políticas de derecha e izquierda. El electorado tendrá la
última palabra que puede salvar a México de explosiones parecidas, o
peores, que las actuales de Medio Oriente.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/02/02/index.php?section=opinion&article=021a1pol
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