La noción de
equilibrio en la economía es un recurso analítico, y no una realidad
asequible. Es una referencia para establecer las políticas públicas como
las de estabilización, y no un estado sostenible. Es una condición a la
que se alude en las disputas entre las naciones y entre las distintas
monedas, está asociada con esa característica del dinero que es la de
ser una reserva de valor; situación siempre vulnerable y más en el marco
que actualmente prevalece en la economía mundial.
El G-20 es un grupo que reúne a los ministros de finanzas y
gobernadores de los bancos centrales de un conjunto de países (México
entre ellos) y que pretende promover condiciones de estabilidad
económica a escala mundial.
Por supuesto que hoy está muy lejos de alcanzar tal objetivo. La
inestabilidad es el rasgo predominante y las fricciones son cada vez
mayores, sobre todo entre los actores más relevantes: Estados Unidos, la
Unión Europea y China.
El entorno es el de una serie de desequilibrios que crecen y se
ahondan y, así, confrontan los intereses particulares de los
protagonistas y, también, definen las pautas de los movimientos de los
capitales, las finanzas públicas y la asignación de los recursos
financieros y materiales en todas partes.
Hace unos días el G-20 se reunió nuevamente, esta vez en París, y
quedó en claro que no hay manera de avanzar en la disminución, aunque
sea temporal, de los desequilibrios.
Estos se advierten en áreas como: los déficit públicos, los niveles
de endeudamiento y de ahorro del sector privado y, por ende, de la
inversión, en los saldos del comercio y de las corrientes de capitales.
La situación se manifiesta en el valor relativo de las monedas, y en
ese campo China aparece como un factor relevante de distorsión global
por la gran acumulación de reservas internacionales. Cada bloque intenta
finalmente preservar o rearmar su capacidad de gestión, es decir,
operar en función del poder del dólar, el euro o el renminbi.
No se llegó a ningún acuerdo operativo. Y cada uno juega sus cartas,
unas colocadas sobre la mesa y otras debajo de ella. No hay perspectiva
de acuerdo.
Estados Unidos propuso crear indicadores que expresen los
desequilibrios y sirvan como una especie de tablero para instrumentar
medidas de contención. El gobierno francés no logra distender las cosas
con propuestas aceptables, muy al estilo de la presidencia de Sarkozy. Y
los chinos se defienden, pues saben que hoy tienen una fuerza real en
términos productivos y financieros. Alemania, el otro jugador relevante
espera, sabedora de que tiene una mano fuerte en esta partida.
Nada, en la reunión parisina no se avanzó, igual que había
ocurrido en la junta previa en Seúl en noviembre pasado. Los
desequilibrios están ahí y seguirán creciendo. Son ya varias décadas en
las que se han ido acumulando. La gestión monetaria y financiera en los
países involucrados ha sido factor clave en este proceso y hoy se
advierte más claro tras la crisis que estalló en 2008.
Dicha manera de administrar la política monetaria tenía una
justificación que podría decirse oficial en el objetivo de controlar la
inflación. El entorno de bajas tasas de interés fue uno de los
detonantes del proceso de innovación financiera que marcó el
funcionamiento del mercado de capitales y derivó en la serie de crisis
que se han registrado en varias partes del mundo desde la década de
1990.
El dinero está creando dinero sin el entrelazamiento con el proceso
productivo, lo que incide en la forma en que se genera valor y riqueza y
en cómo ésta se distribuye.
La política monetaria, y de igual manera la política fiscal, se han
ido adaptando a ese proceso y la crisis de 2008 es una expresión
mayúscula de la distorsión que esto entraña.
Las autoridades monetarias y los responsables de las finanzas
públicas saben bien que el origen de la crisis tiene que ver con la
manera en que operan las grandes instituciones financieras (el uso de
los derivados, el empaquetamiento de las deudas, el incremento de los
riesgos y su diseminación entre diversos mercados), en un entorno
altamente especulativo.
No obstante esto se ha enfrentado mediante la intervención y la
consiguiente acumulación de la deuda pública, sin haber modificado de
modo significativo el funcionamiento de los bancos. La regulación que se
ha definido en el último par de años no altera las cosas. El dinero
sigue haciéndose de modo directo con dinero y cada vez más a expensas de
los ahorradores (con tasas de interés negativas) y de una carga sobre
los ciudadanos en el fisco.
Los chinos han aprovechado la situación y no ven por qué habrán de
ceder las ganancias en aras de resolver unos desequilibrios que a ellos
les favorece.
Políticamente las cosas no dan para más. El sector financiero se está
reordenando pero los principios de operación del capital no se
modifican. Cambian para seguir igual. Mientras, la gente en muchos
países padece desempleo, rendimientos negativos de su ahorro y
sobreendeudamiento, así como los efectos de las depreciación y
depreciación de las monedas, según sea el caso, y de menos servicios
públicos. Pero la estructura básica que genera los desequilibrios está
prácticamente intacta.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/02/21/index.php?section=opinion&article=035a1eco
http://www.jornada.unam.mx/2011/02/21/index.php?section=opinion&article=035a1eco
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