Embebidos con las letras
Emiliano Becerril
Ilustración de N.W. Jones |
Ciertos
escritores, además de escritores, han sido borrachos profesionales, y
otros, quizás los muy pocos, bebedores ocasionales. Pero hay muchos
escritores borrachos por definición, como Hemingway, Jack London o
Malcolm Lowry, sólo por citar algunos; todos ellos histórica y
oficialmente alcohólicos. Entre los consagrados escritores alcohólicos
que mi memoria logra arrastrar –probablemente sea docta ignorancia–
recuerdo pocos textos de ellos respecto al alcohol o, más bien, sólo
algunos escritos generalmente tangenciales que hablan sobre la bebida.
Probablemente, lo que más hay son textos en los cuales algunos
personajes incorporan la bebida a su vida cotidiana –como lo hace el
clásico Rabbit, de John Updike– y aparecen con una bebida en la mano en
todo momento. Y es que una cosa es tener una musa y otra muy distinta
escribir sobre ella obstinadamente. De cualquier forma, como en todo
hay excepciones y hay los que se permitieron dejar un legado respecto a
su asociado etílico. Así, para la pluma de algunos el alcohol ha sido
medio y para la de otros destino. Dostoievsky, bebedor e hijo de
alcohólico, en algún momento intentó escribir un folleto en contra del
alcoholismo: Los borrachos; folleto que no fue tal, sino que –dicen– dio un giro y terminó siendo una de sus grandes obras: Crimen y castigo; novela que, por lo tanto y de inicio, tiene alcohol en sus orígenes. Asimismo, El regalo de los Reyes Magos,
del estadunidense O’Henry, es otro texto de origen alcohólico que,
según cuentan, fue escrito durante las tres horas que le duró una
botella de whisky. En una especie de alquimia de inspiración, y en
medio de una prueba contra reloj, O’Henry vació letras mientras se
empinaba la botella. Raymond Chandler era otro: famoso por su incursión
en la novela negra, por beber gin y por crear personajes que bebían
gin, mismos que –incorporación mediante– no tuvieron más remedio que
aparecer bebiendo. Bukowsky desayunaba vodka con cereal. Rutebeuf se
entregó a la uva después de nacer en Champagne; Faulkner salpicaba
whisky mientras declamaba y Graham Greene hacía lo propio. Los que
despreciaron el alcohol quizás fueron pocos, como Bertrand Russell,
quien entendía la borrachera como un suicidio. Pero la gran mayoría
opinó lo contrario, como Mark Twain, quien aseguraba que la borrachera
era una de las dos sabidurías demostrables en esta vida (la otra era el
suicidio); o como Chandler, quien consideraba que, en principio, y para
no volverse un malhumorado, un hombre debía de emborracharse dos
veces al año. Y ni falta hace ahondar en los poetas malditos, para los
cuales el hada verde del ajenjo fue parte importante de su pliego petitorio.
Para ellos el ajenjo no sólo era un aliciente, sino, me atrevería a
decir, una herramienta ideológica. A pesar de todo, y aun siendo una de
las editoriales más antiguas, el alcohol difícilmente puede ser
considerado como paradigma literario, esto es algo más bien muy
complicado. Se puede empezar pensando en el pisco y proyectarse hacia
algún peruano o chileno; evocar al ron y remitirse a algún caribeño;
citar a la cachaça y a un brasileño; hablar sobre el whisky y de algún
inglés, sobre el tequila y algún mexicano; o sobre lo que sea y de
quien sea, pero hasta ahí, es decir: nada. Dicho de otro modo, se sabe
que el alcohol ha originado, mellado, transgredido, operado y conciliado
la mente de varios; se lo hace a todos, escritores y no escritores.
Sin embargo, su voz, a pesar de ser elocuente, es imperceptible y se
manifiesta en una especie de secreto del que, a no ser que se escriba,
nunca nadie se acuerda al día siguiente. Según Stevenson el vino es
poesía embotellada, ¿pero cuánto hay que beber para que salga un poema?,
¿conviene llenarse de vino en vez de mezcal?, ¿cómo descubrir la
influencia de ese vocero reservado a la compulsividad del escritor y al
desorden del silencio evanescente? Pareciera que pensar la literatura
en términos de denominación de origen es errar en el propio origen.
Roberto Rubiano Vargas lo intentó cuando apuntó que “tal vez una de las
muchas diferencias entre el sistema de trabajo de los anglosajones y
los hispanoamericanos es que mientras los primeros escriben en medio de
la resaca o en la turbulencia de la borrachera, los segundos parecen
necesitar que la ebriedad y el trabajo estén separados”; y puede ser:
Dylan Thomas, anglosajón, murió en una taberna mientras bebía whisky,
lo mismito el irlandés Brendan Behan. Varios se han entregado: Joyce,
Beckett y Poe, todos anglosajones y todos whisky. Pero la categorización
pierde fuerza cuando uno se imagina al brasileño Vinicius de Morais
borracho y compungido escribiendo un potpourri junto a
Toquinho, o al uruguayo Juan Carlos Onetti con su pachita oculta bajo
el brazo buscando algún libro en su biblioteca, o a Juan Rulfo, en una
época paladín de las cantinas mexicanas. Y qué decir de Malcolm Lowry,
aquel anglosajón hispanoamericano que (se) bebió (en) México y acuñó la
consabida “con una mano escribo y con la otra me sostengo”. Lowry miró
los ojos del alcohol y los copió en el texto: borrachera y cruda,
éxtasis y degradación, texto y contemplación. “First you take a drink,
then the drink takes a drink, then the drink takes you”, decía
Fitzgerald. Probablemente sea más fácil pensar el alcohol de la
literatura, en blanco y negro, y no la literatura en términos de
alcohol. Salud.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/02/06/sem-emiliano.html
http://www.jornada.unam.mx/2011/02/06/sem-emiliano.html
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