Los muros de las cárceles cumplen un doble objetivo a favor del cinismo
social: esconden la basura y también el tratamiento que de ella se hace.
Y a casi nadie le importa cuánta sea y cuál sea el resultado de ese
tratamiento. Ahora bien, ¿qué dice la ley? ¿Dice que vos y yo prendamos
fuego a todos los ladrones de gallinas? Las “sanas” intenciones suelen
ser un abanico de apologías de delitos. La única tortura posible es el
apego a la ley.
Ahora
bien, como opiniones puede haber muchas al respecto y esta es una más,
¿qué nos queda? Pues nos queda la ley, nuestra madre, para cumplirla, ya
seamos internos, guardiacárceles, funcionarios, periodistas,
enfermeras, peluqueros o foristas. Para uno y para todos, la única
bendición ha de ser la única tortura permitida: el apego a la ley.
Un puñado de
guardiacárceles tortura a algunos jóvenes presos del complejo
penitenciario San Felipe y a partir de estos deleznables y dolorosos
hechos sale a la luz –en los foros de los diarios digitales y las
mensajerías de las radios– todo un discurso de condena social que se
caracteriza, inequívocamente, por ser ignorante, violento, reaccionario y
delictual en sus agravios, injurias y apología de la violencia social.
Esta
clase de sucesos sirve para que florezca cierta sed de absolutos que
siempre busca imponer sus designios a todos y a cualquier precio.
Funciona así: juntando las circunstancias convenientes para obtener la
sentencia conveniente. Por ejemplo: dado que hay casos de asesinatos y
violaciones, pues todos los presos son asesinos y violadores y hay que
prender fuego las cárceles para que se mueran “todas las ratas”.
Lamentablemente,
para esta visión infame de la vida, los casos de asesinatos y
violaciones en las cárceles son ínfima minoría. Y cada preso nuestro
-porque son nuestros- es el resultado de lo que nosotros mismos
producimos como sociedad. Tenemos los reclusos, guardiacárceles,
funcionarios, periodistas, enfermeras, peluqueros o foristas que nos
merecemos tener.
Imaginemos por un minuto que
esto (torturar y asesinar internos) realmente fuera solución y que todos
los presos, son asesinados, tal como expresamente marca el hambre de
cierta gente de mierda que vive entre nosotros: ¿qué ocurriría el día
después? El desastre institucional.
Aquellos
que se consideran bien pensantes y comprometidos con la seguridad social
están –ni más ni menos– propiciando una guerra civil. Del mismo modo,
valga aclararlo ya mismo, creer que todos los guardiacárceles son
torturadores es otro error tremendo.
Sin
embargo, para toda una caterva de imberbes escudados en el anonimato y
falsamente fortalecidos por sus tosquedades, está bien que castigue
física y psíquicamente a los internos, porque se lo merecen, porque han
hecho lo mismo y aún peor. He aquí el argumento favorito, que merece
también una mención: ser víctimas de la inseguridad (casi todos lo hemos
sido, algunos de espantosa manera) nos habilita para convertirnos en
victimarios.
La inseguridad, sin duda, está en
el podio de los problemas vitales de nuestra comunidad y debe ser
abordada con todas las herramientas debidas y la participación activa de
todos. Que alguien pierda su vida por un par de zapatillas configura un
tremendo daño social, con causas profundas y soluciones complejas.
Ahora
bien, jamás debemos perder de vista que una cosa es un delincuente y
otra un interno de un penal. ¿Quién marca la diferencia? Un instrumento
maravilloso ante el cual todos debemos arrodillarnos: la ley. Y la ley
indica que, cuando una persona es detenida, en pos de trabajar por su
reinserción social (improbable en muchos casos), el único derecho que
pierde es el de transitar. ¿Por qué? Porque es ley y porque si no se
promueve este principio, la gran casa de ladrones de gallinas que es la
cárcel, la fábrica perfecta de más delincuencia que es la cárcel, no
hará más que devolver a la sociedad a individuos más violentos, más
perdidos, más condenados, más sedientos de venganza.
En
las cárceles surge, entonces, una gran paradoja: el delincuente que
quiebra la ley y es metido preso, a partir de ese momento, ya encerrado,
lejos de la mirada social, se convierte automáticamente en víctima de
quienes administran la ley, que vuelve a quebrarse, pero ahora en su
contra.
La ley es nuestra madre y la
democracia nuestra casa. La ley es la respuesta a todas las preguntas.
En Argentina, contamos con una Ley de la Pena Privativa de la Libertad
(24.660) que es muy buena y tiene su correspondiente provincial (6513),
pero que no se cumple, porque cuando una persona cae presa, el sistema
institucional y la presión social lo llevan –montado en la ignominia– a
perfeccionar sus inconductas. Y sale, cuando sale, peor. Y nadie los
quiere cerca. Y no hay trabajo para ellos y sus hijos –impávidos frente
al televisor– crecen con un modelo de éxito imposible de lograr. Y el
fracaso es más grande y, en algunos casos, el nuevo delito también lo
es. Y el círculo es cada vez más grande y más vicioso.
La
ley, nuestra madre, es la que determina el castigo que cada quien
merece, según el delito que se haya cometido. De aquí a suponer que
todos los alojados en las cárceles han cometido asesinatos y
violaciones, hay un trecho larguísimo y decorado con todas las flores
posibles de la ignorancia. Nuestro dolor de víctimas jamás puede
llevarnos a la oscuridad de la venganza, si la ley es quien ilumina el
camino y rige el destino de todos.
¿Qué
sabemos nosotros de los torturados? ¿Conocemos acaso la naturaleza de su
delito o sus historias personas e incluso su fortaleza espiritual para
superar esas torturas sin ánimo de venganzas? A muchos, muchos –los
ignorantes, los violentos, los reaccionarios, los fanáticos del daño en
el tejido social– esto realmente nos les interesa: quieren lejos la
basura, escondida, quieren ardiendo a las ratas, mientras sueñan con un
mundo más justo: el que ellos promueven con sus conductas ejemplares.
Vìa :
http://www.argenpress.info/2011/02/argentina-queres-que-los-matemos-todos.html
http://www.argenpress.info/2011/02/argentina-queres-que-los-matemos-todos.html
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