El día 14 de octubre, en el Municipio del Tame, Departamento de Arauca, tres niños, Jefferson Jhoan Torres Jaimes (de 6 años), Jimmy Ferney Torres Jaimes (de 9 años) y Jenny Narvey Torres Jaimes (de 14 años), fueron secuestrados en su finca por soldados de la Octava División del Ejército colombiano, mientras su padre José Álvaro Torres
se encontraba en labores agrícolas. Luego del plagio, los niños
sufrieron horrendas torturas, fueron violados (hay evidencia de semen y
marcas de abuso sexual en sus cuerpos y ropas) y luego asesinados por
degollamiento con armas blancas (machetes). Sus cuerpos, posteriormente
fueron arrojados a una fosa común.
Hasta la fecha, se ha encontrado sangre
en los morrales de siete de los sesenta soldados de esa unidad móvil,
que se encuentran bajo investigación. O sea, estamos hablando de un
crímen monstruoso, premeditado, organizado por estas bestias uniformadas
que se creen omnipotentes gracias la política belicista del gobierno
colombiano, alimentado generosamente por los dólares de Estados Unidos y
con asistencia de Israel y de la Unión Europea entre otros. Bestias que
arrebatan a un padre lo más precioso que tiene, sus hijos, para darse
ellos unos cuantos minutos de sádico y enfermo placer. Hay que ser
claros: estos crímenes ocurren en el contexto de una política de guerra
sucia, en la cual el Estado colombiano ha dado rienda suelta a toda
clase de atrocidades para lograr “éxitos militares” y ha naturalizado
así toda clase de agresiones contra el pueblo.
Crímenes como este, por lo demás, no son
excepcionales. En la misma zona, los vecinos denuncian que el día 2 de
octubre, una niña de 13 años fue secuestrada por militares y luego
abusada sexualmente. Podrá decirse en este caso la menor no fue
asesinada, pero con la violación siempre se mata una parte de la
humanidad de un ser humano, esa niña puede decirse que también ha sido
asesinada pues jamás volverá a ser la misma. Donde quiera que se
asienten las tropas del Ejército en las comunidades, se han registrado
casos de violencia sexual, muchas veces contra menores de edad, de
manera sistemática y generalizada. Estos casos son invisibilizados, en
parte por el temor a la represalia o a la estigmatización social en caso
de denuncia, en parte por una estrategia deliberada de silenciar la
realidad del conflicto. Pero ahí está la realidad del conflicto
colombiano, donde el Estado, pese a intentar presentarse como un actor
neutral, como una “democracia asediada” por “violentos”, juega un rol
fundamental y es el actor principal de la guerra sucia, sea mediante sus
agente directos (fuerza pública) o mediante sus agentes indirectos
(paramilitares). Dentro de esa guerra sucia, la violación es un arma de
guerra más. También lo es el asesinato de menores.
¿Cómo olvidar el horror de San José de
Apartadó, cuando en febrero de 2005 los paramilitares, con plena
complicidad del Ejército Nacional (Brigada XVII), esos “héroes”
exaltados día y noche por los violentólogos en los estudios televisivos,
asesinaron a sangre fría a tres niños de 21 meses, 5 y 11 años,
respectivamente? ¿Cómo olvidar masacres como El Salado, Mapiripán,
Trujillo, entre cientos de otras masacres, donde el Ejército y los
paramilitares actuaron de la mano, y en las cuales miles de personas
fueron asesinadas y violadas, entre ellas varios menores de edad? ¿Cómo
olvidar los cientos de fosas comunes que aparecen día a día con menos de
edad e incluso bebés, mutilados por machetes? ¿Cómo olvidar a los cerca
de 3.000 “falsos positivos“,
jóvenes que han sido secuestrados y asesinados a sangre fría por el
Ejército, para luego ser presentados como guerrilleros abatidos en
combate, y así recibir prebendas y promociones?
Como gran cosa, el gobierno dice, por boca del ministro del Interior y Justicia, Germán Vargas Lleras,
que este crímen de lesa humanidad no será juzgado en cortes marciales
sino que civiles, porque “Estos hechos no se pueden considerar actos del
servicio y el conocimiento y la investigación de los mismos debe ser
adelantada por la justicia ordinaria”… ¡hombre, qué alivio! Entonces el
caso queda, en última instancia, en manos del Fiscal General Guillermo Mendoza y del Procurador Ordoñez,
jueces de bolsillo del régimen que no han hecho nada sustantivo por los
casos de los falsos positivos y que han garantizado el continuismo de
la impunidad que, tras décadas de terrorismo de Estado, recubre al 98%
de los crímenes graves contra los derechos humanos. El Procurador
Ordoñez, el mismo que, sin ninguna prueba, ha destituído e inhabilitado a
Piedad Córdoba,
una de las pocas parlamentarias que aún se atrevían a salirle al paso a
la política guerrerista del gobierno, mientras que absuelve o pide
absolución para reconocidos parapolíticos como Ciro Ramírez, Alvaro Araújo, Mauricio Pimiento, o a connotados violadores de derechos humanos como el Coronel (R) Plazas Vega.
Por su parte, en una declaración completamente orwelliana, el vice-presidente Angelino Garzón
ha declarado que si “están involucrados militares (…) lo que han hecho
es una ofensa al Estado colombiano”. O sea, lo más grave no es el
asesinato, la violación, el secuestro, la desaparición, sino que el daño
a (lo poco que queda de) presitigio del Estado colombiano. Lo único que
importa es el Estado, que suplanta al ser humano, que está por encima
de todo, que absorve y sofoca toda la vida social, que es ante el único
que, a fin de cuentas, deberán rendir cuenta los militares.
Saldrán los de siempre, los rapsodistas
del Estado terrorista, los encubridores de los crímenes perpetrados por
las obscuras fuerzas del control social mediante la “estrategia de noche
y niebla”, a decir que estos soldados son “manzanas podridas”, que no
“representan los valores del Estado colombiano”. ¡Curiosamente, esta
misma gente, cada vez que la insurgencia asesina a un civil, no se
cuestionan si ese acto se ajustó a los valores o principios del
movimiento guerrillero o si a lo mejor no son tal vez manzanas podridas
en las filas rebeldes! Claro que no. En esos casos no hay espacio para
la duda y se condena, sin más a la insurgencia. Pero cuando los actos
terroristas son cometidos por el Estado, entonces ahí si se puede hacer
toda clase de contorsiones argumentativas para justificar al Estado como
una entidad inmaculada, más allá del bien y el mal, como una entidad
metafísica definida por ciertos “valores” inherentes y no por su propia
práctica. Al Estado colombiano, ni a ningún Estado, lo definen sus
supuestos “valores” sino que sus actos.
Y acá hay que ser claros: el Estado
colombiano es un Estado terrorista, que secuestra, desaparece, asesina,
forma escuadrones de la muerte, desplaza, fumiga (envenena), bombardea,
amenaza, acosa, espía, organiza arrestos masivos (pescas milagrosas del
Estado), tortura. Los soldados de la Octava División en el Tame,
actuaron como agentes del Estado, fueron representantes del Estado, al
igual que miles de otros soldados que, representando al Estado,
participan de la guerra sucia y de toda clase de abusos sistemáticos
contra la población civil. Estos soldaditos no son casos excepcionales,
sino que la materialización, en carne y hueso, de una política
contrainsurgente que ha naturalizado toda clase de violencia contra las
personas. Esa es la cara del Estado que en amplias regiones rurales de
Colombia se enfrenta día a día. Los soldados de Tame son el Estado
colombiano. El monstruoso crímen de Tame nos horroriza, pero sabemos que
del Estado colombiano se puede esperar de todo, aún lo
inimaginablemente espantoso, como lo ha demostrado lo poco que se sabe
gracias a las versiones libres de los jefes paramilitares.
Que lo sepan muy bien todos aquellos que
andan con los cuentos chinos del “aire fesquitico”, con eso de que este
gobierno “respeta los derechos humanos”. Que lo sepan muy bien: el
Estado colombiano secuestra, asesina y viola a niños. Mal rayo nos parta
si algún día olvidamos este crímen.
Fuente, vìa :
http://www.elciudadano.cl/2010/10/29/el-estado-colombiano-secuestra-viola-y-asesina-a-ninos-en-arauca/
http://www.elciudadano.cl/2010/10/29/el-estado-colombiano-secuestra-viola-y-asesina-a-ninos-en-arauca/
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