La confrontación entre la Iglesia católica y el Estado mexicano no
es de ahora. Cuenta historia. Más desde que las Leyes de Reforma de
Benito Juárez de 1857 les arrebataron los privilegios heredados por la
Conquista española, cuando bajo la tutela del Vaticano, el Papa
Alejandro VI, la Corona heredó las tierras vírgenes a cambio de
evangelizar aquellos salvajes indios descubiertas por Cristóbal Colón.
No sólo en México sino en Latinoamérica.
A
últimas fechas, sólo desde la reforma de Carlos Salinas al artículo 130
constitucional ocurrida en 1992, que le dio algunos reconocimientos a la
Iglesia —eso modificó en cierto modo la relación Iglesia-Estado desde
Juárez, más no la diluyó— es que algunos “ministro del culto” han
confundido ciertas libertades jurídicas como su derecho al voto (más no a
ser votados) con un derecho al veto.
No obstante
tales modificaciones constitucionales, eso no rompe la permanencia del
Estado laico. Sobre todo por los abusos de la Iglesia, tanto en el
terreno de la conducción religiosa y moral de los creyentes, como en los
ardides empleados en su propio beneficio, en México y aquellas partes
del mundo donde reina su doctrina. No se olvide que la Iglesia es
depositaria de una gran fortuna que la hace una de las instituciones más
ricas de la tierra.
Sin embargo, desde las
revueltas de la Conferencia del Episcopado Mexicano de los años 80, que
alcanzaron su clímax en 1986, cuando los obispos amenazaron con
organizar una “huelga de cultos”, en los tiempos de Ernesto Corripio
Ahumada, a los curas les quedó (como se dice) el dedo dulce. Fue, además
de la reforma salinista, durante el gobierno de Vicente Fox cuando la
Iglesia obtuvo grandes canonjías.
Lo anterior,
merced a la creencia santurrona de un presidente de tal calaña que fue
capaz de besar el anillo del Papa Juan Pablo II en 2002, sobre todo en
su calidad de Jefe de Estado (estaba recibiendo al jefe del Estado
Vaticano) y no a título personal.
Así como esta,
muchas otras acciones desde los presidentes para abajo, como la
presencia de la alta jerarquía católica en las ceremonias de toma de
protesta de los mandatarios en la sede legislativa y la tolerancia a sus
palabras desde el púlpito sobre cualquier tema de la política (incluso
el pretendido proselitismo a favor de algún candidato), ha generado un
ambiente más bien de tolerancia entre sendos poderes —el uno terrenal y
el otro “divino”, pero con pederastas como Marcial Maciel en su seno;
más bien creador de una secta al interior de la estructura pero con todo
el aval papal— que no falta quien confunda con impunidad.
Pero
como bien se ha dicho, ahora que el Jefe de Gobierno del DF ha
interpuesto una demanda en contra de los dimes y diretes del cardenal
Juan Sandoval Íñiguez, de lo que se trata, en efecto, es de la defensa
del Estado laico. Personaje digno del escándalo. Alto jerarca de la
Iglesia católica, el jerarca de Guadalajara está acostumbrado a hacer
declaraciones rimbombantes que rayan en la vulgaridad. Eso sí, siempre
amenazante, sus declaraciones aparecen bajo el signo de la tolerancia y
de la libertad de expresión como cualquier ciudadano, pero más bien son
muestra de un cierto cinismo y arrebato personal.
Su
escudo está al amparo del poder que la propia iglesia le otorga (toda
la jerarquía católica se han volcado en el apoyo a sus dichos), además
de la sotana que lo cubre y la suposición de que ningún poder puede
atentar en contra suya. Por eso dijo lo que dijo de los ministros de la
Corte. Porque una cosa es cuestionar el trabajo, en ocasiones
tendencioso y a favor de la estructura del poder —los casos sobran para
el ejemplo—, y otra muy distinta referirse a los ministros en los
términos de la más vil vulgaridad como lo hizo Íñiguez.
Así.
La demanda que ayer mismo interpuso Marcelo Ebrard en contra de Íñiguez
fue por daño moral. “Esta demanda es, en síntesis (dijo el jefe de
gobierno del DF), la defensa del estado laico, al gobierno del DF, a
quienes ocupan cargos públicos, y esto es algo que no se puede permitir,
que prueben lo que dicen y acepten que están mintiendo”, repuso.
El
cardenal había dicho, sobre el respaldo constitucional de los ministros
a la adopción por parte de los matrimonios de personas del mismo sexo,
sean hombres o mujeres, “los ministros fueron maiceados por Marcelo
Ebrard por avalar la adopción de menores por parte de matrimonios del
mismo sexo”.
Y, entre otras declaraciones, salió
el defensor del cardenal quien agregó que el gobierno del DF: “Él y su
gobierno han creado leyes destructivas de la familia, que hacen un daño
peor que el del narcotráfico. Marcelo Ebrard y su partido, el PRD, se
han empeñado en destruirnos”. Dicho sea, sobre todo y además con la
calidad moral que tienen tanto el propio cardenal como la misma iglesia,
que tolera debilidades “por la influencia de la pornografía”, de
atropellos en contra de la niñez que resulta víctima de curas
pederastas. Eso no lo ve la Iglesia, mucho menos el cardenal.
Declaraciones
del vocero de los católicos, o de la Arquidiócesis de México, Hugo
Valdemar, quien también se metió al ruedo y en defensa de uno de sus
jefes. Y agregó también, lo siguiente: “La Suprema Corte está para hacer
justicia y tal parece que no cumple su labor, porque debió haber
prevalecido el bien superior del niño, que tiene derecho a un padre y
una madre, y no el supuesto derecho a estas parejas de poder adoptar”.
Pero, al igual que Íñiguez, su vocero salió en defensa de los dichos que pretendidamente puede probar del maiceo
(en el sentido del soborno) a los ministros. Falta que las pruebas
presentadas por el cardenal ante el juez sean aceptadas como tales. Que
efectivamente lo sean. El caso es que si bien la Suprema Corte de
Justicia de la Nación resolvió conforme al marco constitucional que no
tolera la discriminación (a ninguna pareja cuando hace trámites de
adopción se le cuestiona sobre sus preferencia sexuales, bi o hetero),
seguirá siendo a criterio del juez en cuestión si otorga la custodia o
no a una pareja que cumpla los requisitos previos.
Será,
ciertamente, también un juez el que tolere la impunidad o imponga leyes
de castigo a un personaje acostumbrado al arrebato y a cubrirse bajo la
sotana de la moralidad católica.
fuente, vìa :
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