Hay un consenso total entre los poderes financieros,
la gran patronal y los economistas y políticos liberales que se
transmite constantemente a los medios de comunicación sobre la necesidad
de realizar una reforma del mercado laboral.
También
lo hay sobre los contenidos que debería tener esa reforma. Básicamente,
el abaratamiento del despido, la descentralización de la negociación
colectiva, la flexibilización de los modos de contratación y ahora con
menos énfasis, la disminución de costes laborales como los asociados a
las cotizaciones sociales.
Sin embargo, es
verdaderamente sorprendente que no haya coincidencia sobre los objetivos
que pretende la reforma. Es como si un grupos de médicos se pusiera de
acuerdo sobre la medicina que debería tomar un paciente pero cada uno de
ellos dijera que así se iba a resolver una enfermedad distinta. ¿No nos
haría eso sospechar de sus conocimientos o de sus intenciones?
La mayoría de quienes defienden la reforma suelen
coincidir en que es imprescindible llevarla a cabo para hacer frente a
la crisis y al desempleo tan preocupante que se produce en nuestra
economía. Pero el acuerdo no va más allá.
Los
economistas del Grupo de los 100 que forman parte de la autocalificada
"elite" de la profesión, como hicieron el pasado miércoles en el
informativo del programa 24 Horas de TVE Bentolila y Santos, afirman que
dichas propuestas se realizan para crear empleo, tal y como ha afirmado
también el propio presidente de gobierno. Pero hasta dirigentes de la
patronal, personalidades tan expertas como Felipe González y otros
economistas liberales más sinceros y rigurosos reconocen, por el
contrario, que las refomas de este tipo no lo crean y que, si acaso,
permitirán que el que se cree sea mejor cuando se empiece a generar.
Me parece que esas contradicciones no son fruto de la
casualidad.
Lo que ocurre sencillamente es que las
propuestas que se están haciendo de reforma laboral se basan en una
serie de falsedades que de tanto oír se dan por buenas y en un abanico
de prejuicios ideológicos que se difunden sin cesar para disimular lo
que de verdad se busca con la reforma laboral.
La
primera falsedad es que la reforma laboral sea necesaria para hacer
frente a la crisis y más concretamente para acabar con el paro que ésta
ha provocado. Es falso porque el desempleo que hoy día se registra en
nuestra economía no es el resultado de la legislación laboral, de los
costes de despido imperantes (cuando se han perdido casi dos millones de
puestos de trabajo sin mayores dificultades por parte de las empresas) o
de las rigideces de la negociación colectiva. Es bastante evidente que
se han perdido tantos puestos de trabajo como consecuencia de la crisis
financiera que ha provocado la irresponsable actuación de la banca y que
ha dejado sin financiación a miles de empresas, del estallido de la
burbuja inmobiliaria, de la desconfianza empresarial que todo ello ha
originado y, quizá como fenómeno añadido, de un incremento anómalo
(aunque no por ello indeseable) de la población activa arrastrado por el
propio crecimiento del empleo de años anteriores.
Por
tanto, para hacer frente a la crisis lo necesario no es la reforma
laboral, como se viene diciendo, sino dar soluciones a estos problemas
que la originaron en última instancia y de los que apenas se habla, y
mucho menos cuando de la banca y del aseguramiento de la financiación se
trata.
Otra falsedad es la que deriva de afirmar
que se podrá garantizar ahora o más tarde mayor volumen de empleo o de
mejor calidad simplemente actuando sobre el mercado de trabajo. Se trata
de una tesis liberal que la evidencia empírica ha demostrado en
innumerables ocasiones que es falsa, o cuanto menos insuficiente, porque
la creación de empleo no depende simplemente de las condiciones de la
oferta y la demanda en el mercado de trabajo sino de lo que pase en el
mercado de bienes.
Lo que puede ofrecer una
reforma como esta es lo mismo que produjeron las anteriores, en España y
en todos los países en las que se han llevado a cabo: mano de obra más
barata y más dócil, puestos de trabajo más precarios y mejores
facilidades para obtener beneficios a costa de producir menos y peor,
pero nunca un incremento en el nivel de empleo por sí misma. Lo que crea
empleo general es la demanda global del conjunto de la economía y no la
demanda de trabajo de cada empresa: por muy barato que sea el despido, o
por muy buenas condiciones de negociación que tenga un empresario, o
por muy atractivo que sea el modelo de contratación, los empresarios no
contratarán empleo si no tienen expectativas de obtener beneficios y eso
dependerá principalmente de su volumen de ventas, de las condiciones
imperantes en el mercado y de su estructura general de costes que
generalmente tiene más que ver con factores relativos al entorno general
de la empresa que con el montante particular de sus costes laborales.
Es una falsedad también decir que se puede combatir la
dualidad en el mercado de trabajo (un problema que efectivamente habría
que resolver en nuestro mercado laboral) incorporando nuevas formas de
contrato y concretamente un tipo único.
Es una
falsedad porque se soslayan las razones que han dado lugar a esa
dualidad y que fundamentalmente tienen que ver con el modelo productivo y
de creación de actividad que han impuesto las grandes empresas con gran
poder de mercado a las demás, y no con los modelos de contrato: la
externalización abusiva, la subcontratación generalizada, el deterioro
del empleos generado por las administraciones públicas como consecuencia
de la escasez de gasto público para financiar la creación del capital
social, la conversión en autónoma de buena parte de la población
trabajadora asalariada…
También es falso y no
cuenta con evidencia empírica que pueda justificarlo afirmar que se va a
crear más empleo o de mejor calidad abaratando el despido o
flexibilizando la contratación. Es justamente lo contrario lo que ha
ocurrido después de las reformas anteriores (algo que los liberales
reconocen pero que justifican diciendo que no fueron tan lejos como
debieran). Lo que ha venido después de todas ellas ha sido el aumento de
la temporalidad y de la rotación de los contratos (hasta 13 millones en
el pasado año) y nunca aumentos en la calidad del empleo o incluso de
su volumen con independencia de las condiciones generales de la
economía.
Y tampoco es exactamente cierto decir
que el mercado laboral español es rígido, o más que otros países de la
Unión Europea, cuando hemos podido comprobar que las empresas han podido
realizar ajustes de todo tipo y recurrir a prácticamente cualquier tipo
de contrato en estos años y a despedir sin problema a la mano de obra
que no podían asumir cuando la crisis bancaria ha destrozado la
actividad económica. Como tampoco lo es que los salarios españoles sean
excesivamente altos y limiten nuestra competitividad.
El problema del empleo en España no está en el mercado
de trabajo. Está en el modelo de crecimiento, en el predominio de un
tipo de actividad de bajo valor añadido y dependiente, en el tamaño tan
reducido de las empresas como consecuencia del tipo de redes
interempresas que han impuesto las grandes, en la escasez de capital
social que pueda dinamizar la innovación y que permita competir por una
vía diferente a la de abaratar la mano de obra, en la gran
oligopolización de los mercados, en el excesivo poder político de la
banca que le permite imponer condiciones favorables a sus beneficios
pero letales para la creación de riqueza productiva, entre otros
factores. Y el problema radica, sobre todo, en que los grandes capitales
obtienen tantos beneficios en las épocas de crecimiento intensivo a
base de este modelo que les compensa soportar las fases recesivas sin
modificarlo porque no es sobre ellos sobre quien recaen sus costes e
inconvenientes. Sobre todo cuando ocurre como ahora, que esas grandes
empresas o los bancos que han acumulado cientos de miles de millones de
beneficios en los últimos años gracias a este modo de actuar no tienen
dificultades para imponer nuevas medidas que permitan reforzarlo para
volver a las andadas.
En resumen, la reforma
laboral que la gran patronal y la banca están reclamando al gobierno no
responde a las causas que han provocado la crisis y el desempleo, no va a
lograr crear más puestos de trabajo, no acabará con la dualidad entre
empleos indefinidos y temporales, no elevará la productividad ni
mejorará la competitividad de nuestras empresas, salvo las de aquellas
que solo la buscan abaratando la mano de obra.
Su
función no responden a las mentiras que nos cuentan. Como escribía
Joaquín Estefanía recientemente es "la de señal o emblema de que en
España se practica una política económica ortodoxa de gran austeridad"
(El País, 6-6-2010). Y desde hace mucho tiempo sabemos que lo único que
busca esa política no es otra cosa que crear mejores condiciones para
que los poderosos ganen más dinero todavía.
Juan
Torres López es catedrático de Economía Aplicada en la
Universidad de Sevilla.
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