(APe).- La
ley de violencia familiar en la provincia de Buenos Aires es, como
tantas otras, una reglamentación de apuro que pretende regular un drama
que se ha ido asentando lento e inexorable como el relieve de las rocas.
La inseguridad de puertas adentro no despierta la indignación ni los
miedos públicos. Por eso la legislación llega tarde y es pobre y
errática.
A fines del año 2010 hubo un caso que tomó
relevancia. Un hombre en Luis Guillón denunció la desaparición de su
mujer. Se mostró en los medios lloroso y desesperado. Aprovechó
micrófonos y cámaras para decirle a la desaparecida que si se había
escapado con otro volviera por el bien de sus hijas. El hombre
abandonado juntó firmas y organizó marchas. Si la mujer había sido
infiel, que volviera, y si la habían matado, que se esclareciera el
crimen.
Finalmente se esclareció. El hombre
abandonado había matado a su mujer y la tiró en un descampado de San
Vicente. La madre de la víctima repitió hasta quedarse afónica que su
hija era incapaz de abandonar a sus hijos. Pero nadie le creyó.
Poco después un hombre mató a su mujer
entre las góndolas de un supermercado chino. Algunos pensaron que se
trataba de otro crimen de la mafia. Los diarios estamparon el rótulo de
crimen pasional, como si la pasión lo justificara todo. El comentario,
bíblico y lapidario, decía que la mujer habría sido infiel.
La mujer asesinada en Guillón tenía una
hermana, también maltratada por su concubino. Ella lo denunció y el
hombre fue excluido de la casa por un tiempo determinado como lo
establece la ley. El plazo venció y como no hubo nuevos hechos de
violencia el hombre debería ser reintegrado al hogar. Y eso es lo que
peticiona judicialmente. La mujer se opone. La ley no dice nada. Mejor
dicho, dice algo que en nuestros días nadie podría admitir: Que el
hombre vuelva, que se obligue por disposición judicial a alguien a
convivir con quien no quiere hacerlo.
El problema no es jurídico ni semántico. No
se equivocan los legisladores ni los semiólogos. La falla es más honda.
A veces los legisladores legislan de acuerdo con lo que piensan y
piensan según lo que, bien o mal, han aprendido. Y han aprendido que la
violencia doméstica es estallido hormonal, explosión esporádica que
ocurre y pasa, y una vez que pasa, como los frascos de un aparador, todo
vuelve al lugar donde estaba.
Sin embargo la violencia casera es un
meticuloso proceso de destrucción. La vida se resquebraja y la distancia
entre uno y otro se vuelve tan abismal que obligar a alguien a vivir
con quien no quiere es algo así como desgarrar un alma y, casi seguro,
también un cuerpo.
Las esposas legítimas pueden iniciar una
acción de divorcio. Las concubinas golpeadas, en el mejor de los casos,
después de la primera exclusión, sólo les queda trancar la puerta. Y
muchísimas veces las puertas son endebles.
Vía:
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=7758:miguel-a-seman&catid=35:noticia-del-dia&Itemid=106
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