“No queremos salvar nuestra vida, nadie saldrá
vivo de aquí, queremos salvar la dignidad humana”.
(Arie Wilner, uno de los jóvenes que lucharon
en el levantamiento del ghetto de Varsovia)
(APe).-
No había mañana entonces. El futuro olía sólo a muerte. O, más bien, el
futuro se llamaba muerte. 6000 cayeron combatiendo. 7000 fueron
fusilados allí. 40.000, llevados a Treblinka. Cómo pensar en días de
sueño y felicidad cuando la tortura, el hambre y la perversidad
hitleriana parecían el único destino y, sin embargo, Arie Wilner y
tantos muchachos y chicas muy jóvenes sentían que se podía salvar la
dignidad humana. No sabían entonces cuántas veces la humanidad se
hundiría en los pantanos y se haría más y más difícil salvarla.
La calle y la naranja
Los ojos de José, paradito en el medio de
la 9 de Julio, se fijan en el horizonte. Pega un salto. Da dos
volteretas ágiles y sutiles en el aire. Cae torpemente sobre el
pavimento. Mira a su hermano y le arroja las dos naranjas con las que
ensayará un malabar desvestido. José llega apenas y en puntas de pie a
los 8 años. El otro es un par de años menor. Tienen el coraje de la nada
misma que se derrama sobre el asfalto de durezas ciegas.
La vida es un desquicio que les despeinó
los sueños hasta tumbarlos. El par de monedas que acumulan cada tanto,
les baldía el cerebro. Les tuerce el presente maltrecho por un rato. Y
de vuelta a la calle. Al semáforo. A la senda peatonal. Y hay que apurar
porque arrancan rápido y la naranja se me cayó al piso y no alcanzo a
juntarla, José. Nunca alcanzo.
“La mendicidad en las calles de Buenos
Aires es un lunar, un feo lunar, un deprimente espectáculo para nuestras
pretensiones de grande y progresista ciudad”, escribía el presidente
del Patronato Nacional de Menores en los primeros años 40.
Un mal día de otoño José y su
hermanito/mochila/aprendiz tiran la naranza sobre el parabrisas porque
hay mucha rabia, señor. Mucha rabia que alguna vez explota y está más
cerca y a la mano el vidrio ése, que el entero Estado que puso la espada
a pender sobre mi cabeza hasta hoy, en que la soltó.
Tortugas
Los ojos semidesviados. Un par de lentes
que parecen cubrirle el rostro. Satélite prepea al mundo de los adultos.
Les grita. Los increpa. Los engaña. Les miente. Se cargó sobre sus
hombros flacos y escuálidos de apenas 13 años esa tropa inerme de niños
huérfanos, de mutilados, de desamparados. Esa tropa de niños hambrientos
que sólo sobreviven (al menos por un tiempo) encontrando minas bajo
tierra kurdistana. Si no explota con ellos, las venderán y tendrán
almuerzo.
No hay futuro para los niños. No hay esperanza. No hay siquiera dignidad humana que salvar, como decía Arie Wilner.
Qué importa si la historia de Satélite es
la de una película (“Las tortugas también vuelan”) porque está llena de
Satélites la Historia. O de niñas madres como Angri, a quien le hicieron
un hijo al que nunca querrá. Si fueron los hombres malos. Los mismos
que le mataron a su familia. Los mismos que mutilaron a Hengov, el manco
que predice el futuro.
Ni a Angri, ni a Riga -ese bebé que le
metieron en el cuerpo que se curvó hasta parir- les dejaron opción. No
hay opción en tierras oprimidas, invadidas y minadas para los niños. No
hay destino. Sólo un grito desvelado y huérfano como los precipicios.
El ghetto
“Me acuerdo de los que estaban en la
resistencia. Eran chicos muy jóvenes, apenas un poco mayores que yo que
tenía 13 o 14 años. Les faltaba ya la familia o se los estaban llevando.
No tenían nada que perder”, contó la sobreviviente Eugenia Unger al
periodista Gustavo Sierra. “Se escondían en casas clandestinas y para
moverse se metían por las alcantarillas”.
Estaban hacinados en el ghetto de Varsovia.
380.000 judíos encerrados en esos espacios diminutos desde 1940.
Durante un mes entero Mordechai Anilewicz lideró el levantamiento en el
`43. Una lluvia de proyectiles cayó sobre los nazis que avanzaban sobre
ellos. Una chica de apenas 18 años se lanzaba al vacío desde una terraza
para tirar granadas sobre un tanque. “No queremos salvar nuestra vida,
nadie saldrá vivo de aquí, queremos salvar la dignidad humana”, escribía
Arie en esos días.
Todos eran muy jóvenes. Casi niños. Se
jugaban la vida entera por la dignidad sabiendo que la muerte abriría
sus fauces para ellos de todos modos. No supieron nunca de aquella frase
de Libres o muertos, jamás esclavos, pero la hicieron. Nunca la
pronunciaron.
Barrer la muerte
La primavera irrumpía con sus bocanadas de
tibieza. A contramano del sol y de la vida que declamaba su poesía en
los rincones, el jefe de la policía Ramón L. Falcón daba órdenes y
bramaba contra la utopía de equidad. Su determinación de doblegar la
lucha anarquista y vencer el reclamo de los inquilinos de unos 2000
conventillos era imparable en la Buenos Aires de 1907.
“Trescientos niños y niñas de todas las
edades, recorrían las calles de la Boca en manifestación, levantando
escobas `para barrer a los caseros`”. Falcón ordenó el desalojo. Una
orden de Falcón no era nimiedad. Como no lo era la lucha de esas decenas
de niños y jóvenes decididos a hacer carne la utopía de vivir.
“Ocho mujeres cargaban a pulso el féretro
del niño asesinado por la policía comandada por Ramón L. Falcón. Pero el
camino hecho a pie, desde Barracas hasta Chacarita era largo, entonces
se turnaban con otras mujeres. Aunque en algún punto hubo que dejar el
cajón en la calle para defenderse de la represión policial que ni a los
muertos respeta. Detrás del ataúd, cerca de 700 vecinas de los
conventillos encabezaban una columna de más de 5000 trabajadores que
abandonaban talleres y fábricas para concurrir al sepelio del joven
mártir. Era un cortejo imponente de los vecinos más pobres de Buenos
Aires”.
Se llamaba Miguelito Pepe y tenía 15 años.
“Barramos con las escobas las injusticias de este mundo”, había pronunciado Miguelito antes de la bala policial.
Sin banderas
La lucha está en la calle. Sobre el
asfalto. Sobre el empedrado carcomido por los siglos. La lucha está en
la calle y no siempre encuentra una bandera de utopía como la de
Miguelito Pepe o la Mordechai Anilewicz.
Está en la esquina. Se disfraza de muerte temprana. Cachetea la dignidad. La sopapea hasta torcerla.
La vida y la muerte se parecen demasiado. Se olvidaron de mirarse a los ojos y voltear ante el espejo del espanto.
Con 12, 13 ó 15, sabe levantar la mirada,
lanzar rayos de rabia y derribar al otro con una cuchillada en el centro
del alma. Es capaz de arrojarse a los brazos de la agonía para vencer
al enemigo chiquito. Porque al otro no lo ve. No podría. No son estos
tiempos de claridades. Y el enemigo es el otro pibe que mueve sus pasos a
pocas cuadras. Merecedor de diatribas y de odios. Competidor directo e
innato para el territorio. Ahí donde se dirimirán entre el plomo y el
filo cortante. Y en el medio, se jugarán la vida. Por la bandera del
reparto.
Este enemigo es más poderoso que el de los
jóvenes del ghetto. Este enemigo halló una cobija pletórica de frutos. Y
se nutre día tras día de la savia de la desesperanza.
Este enemigo no tiene rostro. No tiene olor en la piel. No tiene nombre humano.
Con 14, 17 ó 19 se creyó el cuento de que
el enemigo es el otro que se le parece. Ese con el que tironea el
liderazgo de la barriada.
Miguelito sabía que había que barrer las
injusticias de este mundo. Mordechai y las huestes de jóvenes judíos del
gheto sabían que su enemigo era Hitler, el comandante Jürgen Stroop o
el espíritu de las SS.
Los niños del desamparo perdieron la
brújula. El Enemigo les inventó enemigos pequeños, morochos y
desmadrados como ellos, para que juntos edifiquen y transiten el camino
de su propia exterminio.
Vía:
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=7764:-claudia-rafael&catid=35:noticia-del-dia&Itemid=106
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