Este comentario trata de los libros que uno
no lee. De uno en particular, que usted
probablemente no leerá, titulado Cómo
hablar de los libros que usted no ha leído
(Bloombsbury, Nueva York, 2007; edición
castellana en Anagrama, Madrid, 2008), del
profesor de literatura en alguna Sorbona de
París, Pierre Bayard. Usted supondrá que
al menos este reseñista sí lo leyó y
con altruismo le está ahorrando
hacerlo. Quizá se engaña. Según el propio Bayard, hay muchas maneras de hablar, incluso doctamente, de libros que no se han leído pero tanto se dice de ellos y tanto se les cita que la gente se siente cómoda y hasta apasionada discutiendo un libro ignoto, lo compara, desdeña o defiende.
no lee. De uno en particular, que usted
probablemente no leerá, titulado Cómo
hablar de los libros que usted no ha leído
(Bloombsbury, Nueva York, 2007; edición
castellana en Anagrama, Madrid, 2008), del
profesor de literatura en alguna Sorbona de
París, Pierre Bayard. Usted supondrá que
al menos este reseñista sí lo leyó y
con altruismo le está ahorrando
hacerlo. Quizá se engaña. Según el propio Bayard, hay muchas maneras de hablar, incluso doctamente, de libros que no se han leído pero tanto se dice de ellos y tanto se les cita que la gente se siente cómoda y hasta apasionada discutiendo un libro ignoto, lo compara, desdeña o defiende.
Este comentarista bien pudo sólo hojearlo, una de
las técnicas que comenta el catedrático francés y usa a Paul Valéry
para demostrarlo, siendo que el poeta homenajeó a Proust, Bergson y
Anatole France sin haberlos leído ni planear hacerlo en el futuro; pero
qué encendido obituario el suyo para expresar admiración por La recherche.
Bastaba echar un vistazo al índice, por lo demás bastante expositivo,
pues se trata de sumarios del contenido de cada capítulo. Además, el
autor no es un pedante que aplaste al lector con su bagaje literario.
Tal vez porque no tiene mucho de qué presumir. Sincero, candoroso,
democrático, empieza por confesar que nunca ha leído Ulises, de
James Joyce, pero tiene una idea aceptablemente completa de la trama,
el modo peculiar de la narración, el flujo de la conciencia, el
monólogo de Molly Bloom y su lugar en la literatura universal, aunque
sólo conozca poco más que la portada, dando la razón a Flaubert en su Diccionario de lugares comunes: “Libro: Cualquiera que sea, siempre demasiado largo.”
Lo que sigue son entretenidas revelaciones,
reflexiones, interpretaciones, pasajes y comentarios sobre las más
diversas e imaginativas formas de mendacidad y autoengaño para hablar,
escribir o dictar conferencias ante auditorios que podrían conocer
mejor que uno el libro del cual uno está pontificando. Cuando no
hilarante, es demoledor. Pone en duda buena parte de lo que los que
“saben” dicen saber de los libros.
Es comprensible que para algunos reseñistas resulte
ofensivo y lo divertido se le acabe pronto, y ponen a Bayard
seriamente en su lugar: “Hay pocos libros más deplorables que este
ensayo. Debajo de su astucia e ironía no se oculta otra cosa que un
fácil antiintelectualismo”, escribió en Letras Libres el
intelectual Rafael Lemus (noviembre de 2008). “Disfrazada de
irreverencia predomina la estupidez, un tosco elogio de la estupidez.
Ninguna de las frases de este libro promueve la inteligencia; ninguna
pretende crear un lector más inteligente. Por el contrario: se celebra
la mera astucia, se enaltece al pícaro.” Le reprocha no acusar deleite.
En un comentario más entusiasta, la admirable escritora estadunidense
Francine Prose encontraba ahí “un himno a los placeres de leer”.
Ilustraciones de Huidobro |
Admitamos que la pieza participa de la tradición francesa en la que algún savant
alza la voz para elogiar en vituperio una materia que no es su fuerte
(ya ven, Sartre furioso contra Baudelaire, sólo demostrando lo poco que
el filósofo entendía la poesía). Acaso Bayard no es un lector
apasionado ni hedonista. Algo hay de calvinista en su regodeo. Con una
breve nomenclatura en siglas, marca cada libro que cita indoctamente
como “desconocido para mí”, “hojeado”, “he oído hablar” (“bien o mal,
mucho o poco”). Guiado por pasajes de novelas digamos que populares (El nombre de la rosa, de Umberto Eco; El tercer hombre, de Graham Greene), o la película Groudhog Day,
de Harold Ramis (1993), va comentando textos que desconoce de
Virgilio, Aristóteles u otros indispensables para cualquiera que lee, y
se permite ilustrar la importancia que pueden alcanzar libros de los
que sólo se ha oído hablar y quién sabe si existan.
No es un alegato de denuncia. Al contrario. Con
respeto, incluso admiración, describe algunas formas de no leer. Así, un
bibliotecario de El hombre sin atributos, de Robert Musil,
cuida un acervo incalculable en valor e inmenso en número. De esos
libros que ama y cuida, que son su vida, no ha leído ninguno. Como
padre justo, los quiere por igual. Elabora y comparte catálogos, los
únicos volúmenes que sí lee. Organiza, clasifica, numera tomos. Gracias
a él, cada uno posee su lugar.
Para leer sin leer
Hay formas de no leer que Bayard no trata, espero
que deliberadamente. Con los buscadores de internet, Facebook y demás,
estas formas se han multiplicado (algo que cualquier educador conoce
bien como la herramienta de trampa favorita de los estudiantes para
reseñar en base al plagio, las generalidades y Wikipedia). O las
películas “del libro”. Nunca planeé leer El padrino, de Mario
Puzo, sin dudar que sea interesantísimo. Pero vi la película, con el
consuelo adicional de que es una Obra Maestra del cine de gángsters,
con aires shakesperianos y estupendas actuaciones. Los ejemplos son
miles. El gran John Houston basó su larga y desigual carrera en adaptar
cuentos y novelas. Uno puede comparar las versiones cinematográficas de
Los miserables, Ana Karenina, Cumbres borrascosas, Pedro Páramo, Macbeth o la Ilíada. Cuántas cintas vemos, comerciales o serias, de libros que nunca leeremos y qué bueno. O qué lástima, según.
Los audiolibros son, supongo, una forma legítima de
no leer mientras manejas, cocinas o reparas una silla: un disco de
fondo nos evita gastar la vista en las páginas de Paulo Coelho o cosas
peores, pero también nos achica los clásicos. Por fortuna, los
invidentes pueden constituirse en espléndidos lectores. Ahora,
prejuicios aparte, ¿cuánta gente que “no lee” de hecho devora volúmenes
y sagas que quienes decimos leer jamás acometeríamos? La industria
trasnacional está poblada de tomos de quinientas o novecientas páginas
que vuelan a la playa y habitan comedores y retretes, van de mano en
mano, agotan ediciones, merecen secuelas y “precuelas” que para
los-que-sí-leemos son basura. El folletón no ha muerto.
La tecnología ha facilitado enormemente las
posibilidades de no lectura. Si uno necesita o desea un determinado
libro, de un clic lo baja y ya, con todo y sumario. Nada de trasladarse
a la librería o la biblioteca, o sustraerlo de casa de un conocido, ni
siquiera ordenarlo en Amazon. Luego que para eso están las
enciclopedias en línea y sus millones de espejos que nos permiten en
segundos acceder a sinopsis, reseñas y promocionales, de manera que el
no libro suplanta al libro, y más que alterar su forma (cualquier
lectura es válida), diluye el contacto con su contenido.
Las consideraciones del polémico Bayard pasan por
admitir que se dirige a un sector reducido para el cual leer libros,
haberlo hecho, impacta en la imagen que los demás se hacen de uno y la
idea que uno tiene de sí mismo: gente a la que le importan a lectura,
la escritura, la traducción y la edición de este “formato” para
comunicarse mediante palabras encuadernadas. Hoy los prestigios y
referentes culturales presentan otras coordenadas, distintas formas de
presentación, asimilación, reproducción y uso. La pantalla móvil y la
infinita progresión de datos, registros, imágenes y códigos neo o
postverbales llevan la no lectura a esferas que esta nota no pretende
discutir.
Bayard recurre a Balzac –a quién más– para ilustrar
la realidad del mundo editorial, los comentaristas y demás magma del
prestigio cultural (no sólo literario). Reseña Las ilusiones perdidas
resaltando que los editores no necesariamente leen lo que publican o
rechazan, sino que se guían de opiniones ajenas que pueden hundir o
enaltecer obras mediante recensiones por encargo cuyos autores las
elaborarán sin perder el tiempo en la lectura. Casos hay que hasta
premios ganan y los entregan reyes, presidentes o funcionarios que
pronuncian informados discursos escritos por alguien más.
Con Montaigne, el profesor de Sorbona se pregunta
si los libros que leímos y olvidamos (la mayoría, ciertamente) podemos
darlos por buenos. En algún compartimento de nosotros alguna huella
habrán dejado, grande o no, formativa o desesperanzadora, bella o
ingeniosa. Pero no los recordamos. Bayard es también psicoanalista;
infiero que da por sentados el inconsciente, la memoria profunda, el
olvido selectivo, la materia de los sueños y el sentimiento de culpa
por no hacer la tarea.
Están los autores que se los inventan (no menciona a
Borges, pero sí a Soseki, el inquietante narrador japonés). Con
desparpajo final, el ensayo de Bayard nos conduce al refranero de Oscar
Wilde y la certidumbre de que leer nos distrae de escribir nuestra
autobiografía: la “antinomia” entre leer y crear. En otro extremo
estarían las deliciosas reseñas de libros inexistentes realizadas por
Stanislaw Lem en Provocación (Editorial Funambulista, Madrid, 2005) y Vacío perfecto
(Impedimenta, Madrid, 2008) que en su virtualidad prodigan intensas
maneras de leer y conocer: algo demasiado complicado para Bayard, si
bien habla del libro “interno” y el “virtual” como la nuez de esa idea
que nos hacemos de determinado libro, la que realmente importa.
Intelectualmente plebeyo pese a todo, Bayard expone
los riesgos que implica esta actividad secreta y osada, y la común
hipocresía respecto a lo que verdaderamente se ha leído. Estamos en una
de las pocas zonas de la vida privada “además de las finanzas y el sexo
–dice– sobre las cuales es difícil obtener información confiable”.
Los creyentes que leen exclusivamente biblias,
coranes o devocionarios tienen sus propias ideas al respecto; memorizan
colectivamente, por ósmosis, contenidos por los cuales, llegado el
caso, morirán, matarán o quemarán los libros infieles. Los censores
hitlerianos y estalinistas, como el Santo Oficio, serían entonces
sacrificados lectores que salvaron al vulgo de contaminarse con las
obras equivocadas.
Dejando de lado esa estupidez que considera la
lectura una “adicción”, cabe concluir que los no lectores más
flagrantes (plagiarios, demagogos, falsificadores) los encontramos
entre quienes leen, escriben y dan importancia mayúscula a dichas
actividades. Una paradoja interesante.
Vía:
http://www.jornada.unam.mx/2013/05/19/sem-hermann.html
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