Los
supervivientes tienen obligaciones. Obligaciones impuestas por una
condición no elegida. Todo superviviente es testigo, de sí mismo, de
quienes murieron y de las acciones de sus verdugos. Ser testigo obliga.
Sus testimonios no borran el mal pero al menos lo denuncian. Los
verdugos procuran el silencio. Sus proyectos genocidas, sus acciones
asesinas, sus propósitos de desaparecer a las víctimas triunfan cuando
impera el silencio. Al lado de la muerte los genocidas labran proyectos
de olvido. Olvido es silencio.
El testigo impide el triunfo del mutismo y aminora la impunidad. Cada
genocida preso es un pequeño logro. Todo testimonio es vital: de
Auschwitz a Ruanda; de Ratko Mladic y las atrocidades cometidas contra
los musulmanes en Srebrenica hasta los miles de desaparecidos por
Pinochet; de Luis Lala Pomadillo, el migrante ecuatoriano que sobrevivió
a la matanza en Tamaulipas en 2010 hasta las guerras sucias y
las guerras abiertas por los duopolios políticos-narcotraficantes como
hoy sucede en México. Jorge Semprún fue testigo del mal.
Semprún nació en Madrid en 1923 y murió hace pocos días en París,
ciudad que lo acogió desde temprana edad como exiliado. Durante la
Segunda Guerra Mundial participó como miembro de la Resistencia y en
1943 fue apresado por los nazis y enviado al campo de Buchenwald, de
donde fue liberado dos años después. En 2010, cuando rondaba los 87
años, leyó, con motivo del 65° aniversario de la liberación del campo de
concentración El archipiélago del horror nazi, discurso donde evoca la memoria y la liberación del campo.
En ese discurso, su último discurso, alertó nuevamente al mundo
contra la evidencia del mal. Fue una especie de continuación de las
palabras de Baudelaire que utilizó como título del primer capítulo de su
libro Adiós, luz de veranos,
Tengo más recuerdos que si tuviera mil años. Ese discurso fue también una suerte de compromiso con él mismo, con su historia como testigo de la barbarie nazi y con los jóvenes que le pedían que no dejase de escribir,
Nuestros padres nunca nos quisieron hablar de los campos, siga escribiendo porque es la única manera de romper el silencio de nuestros familiares. Con la muerte de Semprún finaliza uno de los últimos baluartes del valor de la memoria viva, de la memoria narrada por la piel de la persona.
Quienes lo conocieron y quienes lo han leído coinciden: el meollo de la obra de Semprún es su lucha contra el mal. Entre La escritura o la vida
(Tusquets, 1995) y su liberación del campo de Buchenwald transcurrieron
casi cincuenta años, tiempo necesario para restañar sus heridas, tiempo
indispensable para hablar sin atentar contra su propia vida. La culpa
de los supervivientes es una culpa que sólo ellos pueden entender.
Ese libro es fundamental para comprender la historia del siglo
XX. El libro es un testimonio escrito a partir de la memoria de la
muerte y contra la muerte ordenada desde las oficinas de los verdugos:
“No poseo nada salvo mi muerte, mi experiencia de la muerte, para decir
mi vida, para expresarla, para sacarla adelante. Tengo que fabricar vida
con tanta muerte. Y la mejor forma es con la escritura“; en él alerta
contra el olvido:
Desde hacía dos años, yo vivía sin rostro. No hay espejos en Buchenwald. Veía mi cuerpo, su delgadez creciente una vez por semana, en las duchas; reflexiona acerca de la muerte:
Era la muerte la que canturreaba, sin duda, en alguna parte de los cadáveres amontonados. La vida de la muerte, en suma, que se hacía oír; explora su condición de testigo: “…me dije que por lo menos en Buchenwald habría aprendido eso, a identificar los múltiples olores de la muerte. El olor del humo del crematorio, los olores del bloque de los inválidos… el olor a cuero y a colonia de los Sturmführer S.S.”.
Semprún fue testigo del mal. Alertó contra él. Alertó contra la desertificación de la Terra Ethica.
Alertó contra el totalitarismo nazi y contra la ceguera del comunismo,
motivo por el cual fue expulsado del Partido Comunista. Le preocupaba
que no se oyesen las voces de los testigos, “Están desapareciendo los
testigos del exterminio… los testigos desaparecen… ¿Sabe usted qué es lo
más importante de haber pasado por un campo? ¿Sabe usted que eso, que
es lo más importante y lo más terrible, es lo único que no se puede
explicar? El olor a carne quemada”.
Sobrevivir para que el mal no triunfe. Sobrevivir para que el olvido
no entierre a la memoria e impedir la victoria del silencio. Sobrevivir y
hablar no como destino sino como necesidad. Sobrevivir y contar como
obligación.
Algunos supervivientes tuvieron que escoger entre el silencio de la
vida y de la cotidianidad contra el lenguaje, en ocasiones mortal, de la
escritura. Quien sobrevive a los genocidios programados –musulmanes en
Srebrenica, judíos y gitanos en los campos de concentración nazis,
tutsis en Ruanda– y habla o escribe, no impide nuevas matanzas pero
siembra conciencia y obliga. Como lo hizo Semprún.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/06/15/opinion/018a2pol
http://www.jornada.unam.mx/2011/06/15/opinion/018a2pol
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