Resulta un escándalo que las universidades privadas de nuestro país
tengan pretensiones de continuar en el mismo estadio de intocables, como
lo han estado durante los últimos 30 años. Resulta un abuso que todas
ellas, sólo por el hecho de llevar el rótulo de “universidad” hayan
venido realizando un negocio demasiado lucrativo y tengan la tupé de pararse frente al país como si todas representaran en su esencia lo que significa ser una “universidad”.
Es hora de que quienes estudiamos en alguna de estas casas de
estudios superiores levantemos la voz y expongamos otros argumentos en
la discusión pública, de manera, que este Gran Acuerdo Nacional por la
Educación cuente con información esencial para un debate transparente y
honesto.
La calidad de la educación que tanto las universidades públicas como
privadas imparten en la formación profesional de sus alumnos, depende en
una de sus aristas de la malla curricular de la carrera respectiva. Un
diseño que cada casa de estudio realiza de manera autónoma, pero que
debe ser “aprobada” por la autoridad. La libertad de enseñanza que
consagra nuestra Constitución permite así que todas las Universidades
recurran a la experiencia y también a la imaginación a la hora de formar
a sus estudiantes. Sin embargo, es un campo fértil para inventar muchos
ramos de escasa utilidad y bajísimo costo con el sólo propósito de
engrosar aunque sea de manera nominal, las materias entregadas.
Frente a estas cátedras están los profesores. En los inicios de la
privatización de la educación superior, los profesores que impartían
clases en las universidades privadas eran los mismos de las
tradicionales, puesto que no había más docentes disponibles. Sin
embargo, y muy luego, las casas de estudios superiores privados
comenzaron a contratar para estos efectos a cualquier profesional, sin
importar su trayectoria académica o su nula experiencia docente. En el
caso de periodismo, se llegó al paroxismo de privilegiar a “figuras
televisivas”, que, de paso, vistieran el nombre de la naciente
universidad, otorgándole “status”, dejando en una nebulosa si acaso esa
exposición fuera garantía de una buena enseñanza.
Con ramos y profesores de dudosa calidad, las universidades privadas
presentan en su orgánica interna un organigrama institucional parecido
al de una empresa, ya que no cuentan con una institucionalidad
democrática que permita a todos los estamentos universitarios dialogar y
concordar en cómo materializar la misión que se han propuesto. Este
aspecto antidemocrático también afecta a la mayoría de las universidades
de este país, estatales o tradicionales, siendo la Universidad de Chile
la única que cuenta con un órgano como el Senado Universitario.
Cuando el Presidente de la República se reúne con los rectores de las
universidades privadas, vienen a la memoria rostros y episodios que de
manera elocuente reflejan el espíritu con que fueron concebidas.
Como aquél, cuando la única rectora que ha tenido desde sus inicios
la Universidad Gabriela Mistral, la abogada Alicia Romo, fue muy clara
en la negativa rotunda a la participación estudiantil: “Esta es mi
universidad. Si ustedes quieren un centro de alumnos, háganlo en su
propia universidad”, sepultando con una frase la motivación por
agruparse que tenían los estudiantes de diversas carreras a fines de los
ochenta.
Las universidades no pueden ser cotos ideológicos. Tampoco una fuente
laboral de dudosos profesionales que ingresan a la docencia sólo en
busca de “buen pituto”. Pero, jamás una empresa de la cual alguien pueda
sentirse dueño.
Vìa :
http://radio.uchile.cl/columnas/122593/
http://radio.uchile.cl/columnas/122593/
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