El lado interesante de esto fue que la demanda de la orquesta era un
reconocimiento de la culpa de su país en ese crimen de guerra. Soldados
israelíes presenciaron la masacre perpetrada por sus aliados y nada
hicieron. Pero, sobra decirlo, el Barbican cedió con cobardía y quitó el
lienzo. En ese tiempo reporté el caso en The Independent.
Como quiera que sea, hace unos días Isis estaba en la pequeña casa
donde se alojaba en Belice cuando alguien irrumpió, la desnudó, la
maniató y le rebanó la garganta. La amiga con quien ella se hospedaba
encontró el cadáver. Un agresor sexual estadunidense fue arrestado para
ser deportado, mientras un beliceño fue interrogado por la policía
local, la cual –trabajando en la que, según he averiguado, es una de las
capitales mundiales del crimen– debe ser bastante deplorable en su
trabajo.
El padre de Isis, Edward, de 85 años, de quien escribí en enero
pasado y cuyo hijo murió hace varios años, viajó a Belice con una joven
pariente, Nada Nassar, para llevar el cuerpo de su hija a Líbano vía
Estados Unidos, proceso que implicó los desconsiderados retrasos
burocráticos que se acostumbran en Belice y una igualmente
desconsiderada negativa a permitir que Edward cruzara por Florida
porque, aunque es inglés, no tiene visa estadunidense. Isis fue
sepultada la semana pasada en el hermoso mausoleo familiar, arriba de
Beirut.
Noté que los periódicos beliceños recurrieron al lugar común: Isis fue
brutalmente asesinada. Pero en este caso me pareció singularmente insatisfactorio. Sí, todos los asesinatos son brutales, pero el de Isis fue tan inicuo que la frase no sirve. Sencillamente me quedé sin palabras. Y luego, la semana pasada estaba leyendo una historia aterradora de la invasión y ocupación nazi de la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial y me di cuenta de que el cruel final de Isis fue enfrentado por decenas de miles –de hecho millones– de rusos. Los nazis eran así. Esa era la forma en que trataban a las mujeres. Los rusos cobraron terrible venganza en 1945, es cierto, pero ésa es otra historia. Y ahí es cuando caí en cuenta de lo que ocurrió con Isis: fue víctima de una atrocidad tan terrible como los crímenes de guerra cometidos por los nazis.
Así pues, cuando el padre de Isis me invitó a verlo, hace una
semana –a charlar y luego a comer–, me asaltó la vieja pregunta: ¿qué se
dice? Estoy cansado de las frases cojas como
lo siento,
qué terrible, que decimos a los familiares de víctimas inocentes. En su pequeño museo de antigüedades, dedicado en parte a la obra de Isis, me dijo con gran elocuencia –y con más fragilidad que nunca–:
Tengo 85 años; yo debería estar muerto, Isis debería estar viva.
Le ofrecí disculpas por no asistir al pésame oficial, porque en
Líbano eso por lo regular significa muchas familias que se odian entre
sí. Se echó a reír.
Robert, prefiero llevarte a comer.Le dije mi idea de que la palabra
atrocidadde la Segunda Guerra Mundial era la que encajaba en este acto terrible. Lo pensó un rato y estuvo de acuerdo.
En tales ocasiones, por lo regular dejo que el deudo hable –para
averiguar de qué quiere hablar– y sí, Edward quería hablar de lo
brillante que era su hija. Había decidido abrir un segundo museo
dedicado al trabajo de Isis. Incluso trajo gran número de bocetos de la
casa de ella, ahora abandonada, muchos de ellos, pensé, de mujeres
papuanas y nigerianas.
Quiero dedicar mi vida a su obra, dijo,
y que alguien escriba su biografía, poniendo muchas de sus pinturas de color en el libro. Es la única forma en que puedo dar sentido a mi existencia. Le dije que me parecía un magnífico proyecto.
Fuimos a la bonita casa de Edward, frente al Mediterráneo. Fumamos
sus estupendos puros Cohiba y tuvimos una magnífica comida con montones
de kibbe libanés, sambousek jibneh y tahina
vegetal adornada con cebollas. La silla vacía de Isis estaba frente a
mí. Y todo el tiempo estuvimos rodeados de docenas de cuadros de Isis.
Recuerdo haber leído hace poco que el artista alemán Hans Hofmann escribió una vez:
En la naturaleza, la luz crea el color. Y en la pintura, el color crea la luz. Y Edward estuvo de acuerdo conmigo en que esa descripción parecía aplicarse casi con singularidad al trabajo de Isis. Había frente a mí una pintura de la costa irlandesa. Y detrás de Edward, una montaña espectacular hecha de todos los colores del arcoiris. Pude oler la pintura al óleo.
Así pues, regresé a Beirut y Edward se retiró a su siesta vespertina. Fue una atrocidad. Pero no hay más que decir.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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Vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/04/17/index.php?section=opinion&article=023a1mun
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