El gran poeta René Char escribió:
Las palabras saben de nosotros lo que nosotros ignoramos de ellas. Ignoramos lo que no dicen y poco reflexionamos en lo que dicen. ¿Mera retórica? No. El lenguaje y las palabras conllevan un sinfín de mensajes alejados de la retórica. Cuando es el dolor quien habla no hay retórica. Hay palabras dolorosas, hay heridas en busca de palabras.
El lenguaje de la enfermedad, las expresiones de los enfermos y la
escucha atenta de los familiares retratan bien la idea de Char: unas
cuantas palabras, algunos silencios, ciertos guiños y algunas miradas
son suficiente. Sus mensajes reproducen el sentir de la enfermedad. La
enfermedad y el dolor tienen un lenguaje propio, un lenguaje generado a
partir de un encuentro inédito: el desencuentro entre el cuerpo enfermo y
el sano. El yo enfermo habla desde otra perspectiva, a partir de otro
lugar. Los enfermos inventan su lenguaje; mitigar el peso del
desencuentro es vital.
Las palabras no pueden ser amordazadas. Siempre escapan, nunca se
acaban. El silencio (casi) siempre finaliza. Nuevas ideas lo
interrumpen. Las locuciones de los enfermos son como máscaras: cuando
nos deshacemos de alguna pronto nos cubre otra. Así sucede con el
lenguaje de la enfermedad. Aunque sea breve desenmascara: la patología
resta realidad a la realidad. El lenguaje de la enfermedad reubica al
afectado. Lo regresa. Lo devuelve a su casa, a su cuerpo, a su yo
desconocido. Se apersona Char: las palabras del enfermo saben mucho
acerca de él. Más que los seres cercanos. Mucho más que los médicos.
Aprehenderlas y desmenuzarlas es reto y oficio. Reto de los allegados.
Oficio de quienes se ocupan de los enfermos.
Las palabras nunca son inocentes. Las que surgen a partir de la
enfermedad conllevan mensajes y metáforas. Algunas son para la propia
persona: “No puedo más con la muerte“; otras son para los
interlocutores:
La enfermedad tiene muchos ojos. Tantos o más que las palabras, y unas nacen por la imperiosa necesidad de hablar:
El cáncer es la madeja que teje mis días. Imposible escapar. Las células enfermas zurcen los días a su antojo, las células sanas callan. Las metáforas deben interpretarse al lado del expediente clínico y deben leerse en el momento cuando las imágenes radiológicas emiten su diagnóstico. Unas expresan lo que otras ocultan.
Iris Murdoch, nulificada hacia el final de su vida por la
enfermedad de Alzheimer, escribió acerca de la trascendencia de las
metáforas:
El desarrollo de la conciencia de los seres humanos está inseparablemente relacionado con el uso de las metáforas. Para muchos enfermos las metáforas son indispensables. En ellas descansan sus miedos; con ellas buscan remediar sus heridas. La conciencia de la cual habla Murdoch adquiere otras dimensiones en los enfermos. Es una conciencia diferente, inédita; se aprende en el camino que lleva de la salud a la enfermedad. Se confronta en los linderos del desencuentro entre el cuerpo sano y el cuerpo enfermo. La idea del deterioro, de la invalidez y del sufrimiento requiere otro lenguaje. Un lenguaje que traduzca el idioma de las pérdidas.
Al escuchar, al escucharse, la persona logra habitar su enfermedad y
crear un lenguaje distinto a partir de la conciencia herida. Esa
conciencia, expresada o no por medio de metáforas, acerca al enfermo a
una nueva realidad:
Ni la cama, ni las sillas, ni el buro del cuarto se acomodan. El desorden me desborda, escribió un enfermo. Pocas palabras, muchas ideas. Las palabras saben mucho acerca de las vivencias de los enfermos. Su territorio lo demarca un mundo desconocido: miedo, vulnerabilidad, olores distintos, espacios deshabitados, tiempos breves, tiempos infinitos.
El dolor interrumpe la cotidianeidad; irrumpe en el orden del mundo y
fractura la rutina. La idea de la vulnerabilidad amaga, amenaza. Las
palabras surgen de una grieta abierta. Buscan. Desean achicar la
hondura. Expresan lo que se vive. Preguntan acerca de lo que sigue.
Buscan unir los extremos de la grieta. Las palabras de los enfermos no
reparan las mermas producidas por la patología; no pretenden curar.
Buscan acompañar. Acortan las distancias entre las personas, achican las
hendeduras. Aminoran los espacios desconocidos de uno mismo. No más.
Eso es suficiente.
Las palabras saben de nosotros lo que nosotros ignoramos de ellas, escribió Char. Por medio de ellas, algunas porciones invisibles, yermas de palabras, se convierten en fragmentos de la realidad. El lenguaje de la enfermedad y sus metáforas es infinito. Contextualizarlas dentro del territorio de la patología permite explorar lo que no dicen las palabras y tocar a los enfermos.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/04/20/index.php?section=opinion&article=020a2pol
http://www.jornada.unam.mx/2011/04/20/index.php?section=opinion&article=020a2pol
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