(APe).- No parece haber reglas para el desplazamiento de las arañas
pollito. Una de ellas manifiesta cierta gallardía compadrita al caminar
en la pared. Avanza hacia el techo y cuando llega a la altura de mi
cabeza se detiene con generosidad y me obsequia como fotografía su
medallón de cuerpo entero, a veinte centímetros de mi nariz. Más que
garbo, creo que ostenta libertad. La dueña de la “Despensa Ramonsito”,
como señala el cartel antes luminoso, intenta exterminarla de un
plumazo con el escobillón. Pero reclamo firmemente piedad y la araña
huye en una danza impetuosa que no se corresponde con la música de
fondo. Porque lo que se ha dado en llamar ‘chamamerengue’ va
fraccionando -y no por casualidad- el aire, las conciencias y sus
capacidades intelectuales para decodificar la realidad tal cual es.
Ritmo de chamamé maceta relleno con letras de tangos, baladas, rock o
música sacra, entre otros afanos, se instala todo el día en los aparatos
de difusión y en los espacios de existencia de los habitantes de
Salavina, para fundar biografías poco creíbles en esas latitudes de
Santiago del Estero. Lo único que lo interrumpe es la lectura de
‘mensajitos’ de oyentes pidiendo más de lo mismo.
Salavina, cuna y nodriza de la chacarera, industria argentina de honores autóctonos al cielo inmenso, a los paisajes en reposo, a los límites antiguos entre naturaleza y cultura, a la fauna en vilo y a sus representantes más calificados como el coyuyo y el crespín ha sido tentada por el irresistible derecho a la empresa. Y eso significa claudicar aquellos orígenes en nombre de todo lo que se pueda comprar y vender, aun cuando lo que se ofrezca poco tenga que ver con lo propio y con el beneficio colectivo del asunto.
El chamamerengue ruge desde los parlantes de radios y equipos de música, no importa la hora que sea, repicando sin descanso y orientando, en un tiempo sin medida, a la domesticación de las últimas libertades. La araña no desaparece del todo. Queda a la expectativa de que algunos humanos le sigan en su rebelión a quedar atrapada en la telaraña que todo lo homogeneiza. Al anochecer, las breves sombras de sus patas desmelenadas atienden a un nuevo escape.
En Salavina quedan pocas señales de los orígenes de la chacarera, esos que venían de la mano de tres violines, dos arpas, tres guitarras, dos bombos y un cantante, como formaba el grupo “Corazón de Madera”, de Ramón Díaz -el hermano de Cachilo- y donde se inició Sixto Palavecino. Dice Juan, el hijo de Ramón, que se ha ido hasta el último vidalero y que violinistas ya no quedan. Y que los que le cantan a Salavina en los festivales folklóricos importantes sólo llegan hasta el pueblo algún octubre para cantar en el Tanicu y cobrar; y luego se van. También dice que ya no quedan chicos ni chicas que sepan tocar la guitarra porque, sencillamente, no hay un solo taller local que les enseñe y porque “andan todos con eso del chamamé”. Es que la radio FM -cuenta una pobladora- se las instaló Montsanto, la empresa que recluta gente para trabajar en los campos del sur de Santa Fe y norte de la provincia de Buenos Aires. La mayoría de los egresados de la escuela secundaria, si es que la terminan, va a enrolarse con el afanoso sueño de comprarse una moto al regreso. Por eso, en un territorio escasamente urbanizado, sin medianeras, chivos y cerdos que deambulan y pastan en la calle y en la plaza ‘central’, numerosas casas todavía de adobe y leña acumulada en el frente, los sulkys son esqueletos que sirven de gallinero o maceteros. Caballos ya no hay y la población recorre –a lo sumo- cuatro cuadras en moto de alta cilindrada. Expresión del progreso. “Ahora ya ganan de entrada”, resumen ante la pregunta de si son los de Salavina los que han sido esclavizados en los campos; que no, que van con los papeles en orden desde que se anotan y forman cuadrillas de a diez con alguno de ellos designado como jefe; que la paga es razonable, alrededor de los tres mil pesos. ¿Y los transgénicos? ¿Y el glifosato? “¡Ah, no! Eso no pasa”, es la respuesta cerrada. Mientras, la corporación Montsanto contribuyó con dinero, alrededor del año 2000, para la construcción de tinglados y gimnasios en las escuelas primaria y secundaria, aunque están sin terminar. “Empezaron y lo dejaron así”, esto es, algunas columnas y el techo.
La araña pollito concluye que esos cuerpos disfrazados de autonomía no han de seguirla y sale hacia el refugio de la noche. No obstante, tratará de sobrevivir hasta junio, cuando en Salavina se renueve el espacio de un manantial solitario, el “Congreso Quichua”, encuentro anual de dos días y en donde más de doscientos niños y niñas de la escuelita hunden sus pies en la experiencia inajenable de las raíces últimas, antes de la colonia: las de la cultura quechua, defendida por Sixto Palavecino, Domingo Bravo y otros quichuistas no inclinados a los simulacros. Ojalá mis pisadas no estén ausentes.
(*) Marcela Guerci es antropóloga social e investigadora de la Unicen.
Salavina, cuna y nodriza de la chacarera, industria argentina de honores autóctonos al cielo inmenso, a los paisajes en reposo, a los límites antiguos entre naturaleza y cultura, a la fauna en vilo y a sus representantes más calificados como el coyuyo y el crespín ha sido tentada por el irresistible derecho a la empresa. Y eso significa claudicar aquellos orígenes en nombre de todo lo que se pueda comprar y vender, aun cuando lo que se ofrezca poco tenga que ver con lo propio y con el beneficio colectivo del asunto.
El chamamerengue ruge desde los parlantes de radios y equipos de música, no importa la hora que sea, repicando sin descanso y orientando, en un tiempo sin medida, a la domesticación de las últimas libertades. La araña no desaparece del todo. Queda a la expectativa de que algunos humanos le sigan en su rebelión a quedar atrapada en la telaraña que todo lo homogeneiza. Al anochecer, las breves sombras de sus patas desmelenadas atienden a un nuevo escape.
En Salavina quedan pocas señales de los orígenes de la chacarera, esos que venían de la mano de tres violines, dos arpas, tres guitarras, dos bombos y un cantante, como formaba el grupo “Corazón de Madera”, de Ramón Díaz -el hermano de Cachilo- y donde se inició Sixto Palavecino. Dice Juan, el hijo de Ramón, que se ha ido hasta el último vidalero y que violinistas ya no quedan. Y que los que le cantan a Salavina en los festivales folklóricos importantes sólo llegan hasta el pueblo algún octubre para cantar en el Tanicu y cobrar; y luego se van. También dice que ya no quedan chicos ni chicas que sepan tocar la guitarra porque, sencillamente, no hay un solo taller local que les enseñe y porque “andan todos con eso del chamamé”. Es que la radio FM -cuenta una pobladora- se las instaló Montsanto, la empresa que recluta gente para trabajar en los campos del sur de Santa Fe y norte de la provincia de Buenos Aires. La mayoría de los egresados de la escuela secundaria, si es que la terminan, va a enrolarse con el afanoso sueño de comprarse una moto al regreso. Por eso, en un territorio escasamente urbanizado, sin medianeras, chivos y cerdos que deambulan y pastan en la calle y en la plaza ‘central’, numerosas casas todavía de adobe y leña acumulada en el frente, los sulkys son esqueletos que sirven de gallinero o maceteros. Caballos ya no hay y la población recorre –a lo sumo- cuatro cuadras en moto de alta cilindrada. Expresión del progreso. “Ahora ya ganan de entrada”, resumen ante la pregunta de si son los de Salavina los que han sido esclavizados en los campos; que no, que van con los papeles en orden desde que se anotan y forman cuadrillas de a diez con alguno de ellos designado como jefe; que la paga es razonable, alrededor de los tres mil pesos. ¿Y los transgénicos? ¿Y el glifosato? “¡Ah, no! Eso no pasa”, es la respuesta cerrada. Mientras, la corporación Montsanto contribuyó con dinero, alrededor del año 2000, para la construcción de tinglados y gimnasios en las escuelas primaria y secundaria, aunque están sin terminar. “Empezaron y lo dejaron así”, esto es, algunas columnas y el techo.
La araña pollito concluye que esos cuerpos disfrazados de autonomía no han de seguirla y sale hacia el refugio de la noche. No obstante, tratará de sobrevivir hasta junio, cuando en Salavina se renueve el espacio de un manantial solitario, el “Congreso Quichua”, encuentro anual de dos días y en donde más de doscientos niños y niñas de la escuelita hunden sus pies en la experiencia inajenable de las raíces últimas, antes de la colonia: las de la cultura quechua, defendida por Sixto Palavecino, Domingo Bravo y otros quichuistas no inclinados a los simulacros. Ojalá mis pisadas no estén ausentes.
(*) Marcela Guerci es antropóloga social e investigadora de la Unicen.
Fuente, vìa :
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/
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