Todo ocurre a gran velocidad: 18 días de protestas deponen un régimen
egipcio corrupto y los militares emergen como los salvadores del país.
De inmediato los uniformados aplican medidas represivas y convocan a un
referéndum para enmendar la constitución. Los opositores sospechan que
su revolución fue secuestrada por quienes han detentado el poder en
Egipto desde hace seis décadas.
EL CAIRO (Proceso).- La libertad que los egipcios ganaron
tras 18 días de protestas es algo nuevo para gente acostumbrada a que
todo lo controlaban las fuerzas de seguridad. Están desorientados y
temerosos. Algunos sienten que hay una contrarrevolución en marcha;
otros creen que lo logrado es suficiente y ya quieren que llegue la
calma, y unos más se preguntan qué pasó con su revolución.
La cúpula militar –que asumió el poder tras la salida de Hosni
Mubarak, presidente durante 30 años– tolera los ataques violentos contra
civiles, practica la tortura y ya hizo pública su intención de legislar
para castigar las manifestaciones callejeras con cárcel y multas por al
menos 500 mil libras egipcias (casi 1 millón de pesos).
En Egipto, donde nunca pasaba nada, ahora la gente ve una rápida
sucesión de eventos. Tal vez el más importante fue el referéndum del 19
de marzo, cuando por primera vez en la historia reciente los ciudadanos
formaron largas filas para votar.
El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, órgano que gobernará hasta
que haya autoridades civiles electas, sometió a consulta popular una
serie de cambios constitucionales, entre ellos: limitación del mandato
presidencial a dos periodos y restricciones a la capacidad del gobierno
de imponer leyes de emergencia.
Las elecciones presidenciales serán en septiembre, y los críticos
sospechan que tanta prisa no se debe sólo al fervor democrático.
Millones de jóvenes adultos cruzaron una boleta por primera vez en su
vida. La gente mayor recuperó un hábito: “Ya no recuerdo la última vez
que voté, pero fue antes de 1981 (cuando Mubarak subió al poder)”, dice
Amr Suelam, sesentón del barrio de Zamálek.
No todos quedaron satisfechos: “No puedo creer que tanta gente haya
votado ‘sí’”, exclamó Shima Jelmy –estudiante universitaria y activista
de esta revolución comenzada el 25 de enero– cuando supo que 77% de los
votantes apoyaba las reformas.
Quienes convocaron a respaldarlas fueron los militares, los
exmilitantes del Partido Nacional Democrático (PND, disuelto hace poco) y
los Hermanos Musulmanes.
En contra estuvieron los grupos de jóvenes que hicieron la revolución
–como el Movimiento 6 de Abril–, los partidos opositores Wafd, Ghad y
Khefaya, y figuras de la política y la cultura, como los candidatos
presidenciales Amr Musa, secretario general de la Liga Árabe, y Mohamed
El Baradei, premio Nobel de la Paz.
“Votar sí en el referéndum es resucitar la Constitución de Mubarak”,
advirtió El Baradei, quien prefería que se elaborara una nueva en vez de
introducir reformas. “Esto va a generar un Parlamento manchado”.
“Nos prometieron que las enmiendas serían sometidas a un extenso
debate”, reclama Wael Ghonim, una de las caras más conocidas de la
insurrección por su activismo en las redes sociales. “Prometieron
también que las reformularían en caso de que hubiera desacuerdos
importantes. Pero de pronto tienen muchísima prisa”.
Ghonim señala algunos de los puntos que le preocupan:
Que se diga que los candidatos presidenciales no deben tener
“esposas” extranjeras (en femenino), lo que de entrada descarta las
candidaturas de mujeres; que se exija que sólo sean egipcios, lo que
excluye a muchos ciudadanos que tienen doble nacionalidad; y que
cualquier partido, aunque sólo tenga un diputado, pueda presentar
candidatos, en tanto que a un aspirante independiente se le exige el
respaldo de al menos 30 representantes populares.
Lo que más inquieta a los revolucionarios es la velocidad con la que
ocurren las cosas: el 11 de febrero cayó Mubarak, 14 días después ya
había propuesta de reformas constitucionales y tres semanas más tarde se
pidió a la gente que decidiera sobre ellas en un solo paquete, sin
posibilidad de aceptar algunas y rechazar otras.
“Oficialmente el PND puede haberse disuelto, pero sus dirigentes
siguen operando y son ellos quienes controlan las estructuras políticas
que montaron durante décadas”, afirma el periodista Abdel Araf.
“Aparte de ellos el único grupo organizado con presencia nacional es
el de los Hermanos Musulmanes. ¿No es significativo que se trate
precisamente de quienes pidieron votar por el sí? Con las elecciones a
la vuelta de la esquina sólo ellos tendrán posibilidades reales de
competir. Los demás están formando partidos prácticamente desde cero”,
añade.
Tufo contrarrevolucionario
“Siempre estuvimos acostumbrados al orden”, dice Shima Jelmy. “Ahora
tanto alboroto ha terminado por asustar a la gente. Han dejado de
entendernos y creen que ya tenemos lo que queríamos, que debemos darnos
por satisfechos. Y por otro lado a muchos les asusta la idea de hacer
enojar al ejército”.
Una peculiaridad que pocos conocen de esta revolución es que no se
quiso derrocar al régimen egipcio sino a una figura que lo representaba
(Mubarak). Las fuerzas armadas controlan el país desde el golpe de Gamal
Abdel Nasser en 1952; el pasado febrero, al tomar distancia de Mubarak
facilitaron su caída y evitaron caer con él.
Casi desde el principio los generales actuaron como si el problema no
fuera con ellos; los insurrectos prefirieron verlo así y evitar
enfrentarse con los uniformados. Pese a que hubo denuncias de torturas
perpetradas por militares, había una colaboración tácita entre unos y
otros, como quedaba en evidencia en la plaza Tahrir, centro de la
revolución, cuyos accesos eran controlados conjuntamente por voluntarios
y por soldados.
Para muchos, la revolución triunfó cuando el Consejo Supremo de las
Fuerzas Armadas le arrebató el poder al presidente. Mubarak se negó a
renunciar y al final los militares lo pusieron en un avión. Técnicamente
fue un golpe de Estado.
La mayoría de los manifestantes que ocuparon Tahrir 18 días empezaron
a abandonar la plaza y le dieron a los uniformados un voto de confianza
para que llevaran a cabo la transformación del sistema político que
ellos mismos dirigieron casi 60 años.
Otros no les creyeron. Durante semanas hubo una lucha sorda entre la
minoría que insistía en permanecer en Tahrir hasta que los militares
entregaran el gobierno a civiles, y los soldados que los hostigaban para
forzarlos a marcharse.
Esto se incluyó en una serie de sucesos que hicieron pensar a algunos
rebeldes que había una contrarrevolución en marcha. A lo largo de todo
el mes pasado hubo muchas señales en ese sentido.
El 27 de marzo, una falla en el detonador impidió que explotara una
bomba colocada en un gasoducto en el Sinaí; en Tahrir, el 8 de marzo,
las participantes de una marcha femenina fueron agredidas y dispersadas
por una contramanifestación; y reaparecieron los baltagiya (los
golpeadores de Mubarak) que en distintos días y ciudades de Egipto
atacaron a los revolucionarios.
Lo más grave fueron los enfrentamientos del 9 de marzo en El Cairo
entre miembros de la minoría cristiana y de la mayoría musulmana, que
dejaron 13 muertos y más de 140 heridos.
Según Emad Gad, analista del Centro Al Ahram de Estudios Políticos y
Estratégicos, en esas acciones parece verse la acción de policías al
servicio de “empresarios corruptos y miembros del PND. Los han usado
antes; ahora tratan de afectar la seguridad del Estado y juegan con los
problemas religiosos para llevar a Egipto a la guerra civil”.
El 11 de marzo, el primer ministro Isam Sharaf (un académico que
participó en la revolución y fue colocado en ese puesto por la cúpula
militar como una forma de ganarse a la oposición) admitió que temía que
hubiera una contrarrevolución en marcha:
“Oremos porque esté equivocado”, dijo en un programa de televisión.
“El gobierno acepta como verdad que lo que ocurre está organizado y es
sistemático. Desafortunadamente se puede sentir que hay gente que está
tratando de destruir la estructura del Estado”.
¿Qué le pasó a la revolución?
Lo que se puede sentir ahora en Egipto es que el control de los
militares sobre los ciudadanos se parece demasiado al que había en el
viejo régimen.
Pese a que los uniformados prometieron levantarlo “cuando deje de ser
necesario”, sigue vigente el estado de emergencia –que permite a las
autoridades realizar aprehensiones sin orden judicial, prohibir
organizaciones y cerrar medios de comunicación a su antojo– que Mubarak
mantuvo 30 años y cuya cancelación es demanda de los revolucionarios.
También está en vigor el toque de queda, que vuelve a los soldados
dueños de la noche. De día establecen puntos de revisión en los que los
ciudadanos tienen que mostrar sus identificaciones y responder
preguntas.
Según Abdel Ramadán, abogado de la Iniciativa Egipcia por los
Derechos Personales, “miles de civiles que protestaban han sido
arrestados, se les niega acceso a defensores civiles e incluso la
oportunidad de llamar por teléfono a sus familias. Son sometidos a
juicios de cinco minutos con sentencias de cinco años de prisión”.
Priyanka Motaparthy, representante de Human Rights Watch en El Cairo,
dice que se violan los derechos de los ciudadanos a quienes se somete a
la justicia militar: “Son manifestantes civiles, los interrogan frente a
abogados militares designados por la fiscalía militar. No les dan
acceso a abogados civiles. Una vez que los sentencian, no hay proceso de
apelación”.
El ejemplo más elocuente de cómo los soldados se aferran a las viejas
prácticas es que siguen torturando a los detenidos, como se reveló en
un acto para discutir el rumbo de la revolución a dos meses de su
inicio, en un barco-restaurante en el Nilo, el 25 de marzo.
Los asistentes recordaron que un par de semanas antes, el 9 de marzo,
los baltagiya atacaron y destruyeron el campamento en Tahrir con ayuda
de los soldados. Los agresores arrestaron a un número indefinido de
personas, a las que llevaron a un puesto militar a pocos metros de ahí,
en los bajos del museo de Antigüedades Egipcias.
Uno de los detenidos fue Ragy el Kashef, quien durante seis horas
recibió golpes y descargas eléctricas tan brutales que dejaron marcas en
su cuerpo.
Otra fue Rasha Azab, reportera del semanario Alfajr: “Me pateaban el
estómago, me golpeaban con palos y me abofeteaban. Sólo se referían a mí
con insultos. Vi que arrastraban y azotaban a docenas de hombres, gente
que estaba en Tahrir. Escuchaba a personas que gritaban desde dentro
del museo y los soldados me dijeron: ‘Deberías agradecerle a Dios que no
estás allá adentro’”.
Un informe de Amnistía Internacional reveló que fueron al menos 17
las mujeres sometidas a tratos indignos: “Las golpearon, les dieron
toques eléctricos, las sometieron a revisiones por debajo de la ropa
mientras las fotografiaban los soldados. Con la amenaza de más torturas y
de ser acusadas de prostitución, las obligaron a aceptar ‘exámenes de
virginidad’ que realizaban médicos hombres frente a los soldados”.
En el acto en el Nilo, en el que participaron miembros de todos los
partidos de oposición, la abogada de derechos humanos Ragia Omran
denunció la ley antimanifestaciones que quiere aprobar la cúpula militar
y preguntó: “¿A dónde va la revolución, la que empezó en la plaza
Tahrir? ¿Qué le pasó a la revolución que creamos?”.
Fuente, vìa :
http://proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/89873#
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