In memoriam Juan Francisco Sicilia
Hace
unas semanas tenía ganas de leer cuentos buenísimos y con samovares,
así que me puse a releer a Chéjov, buscando sobre todo un cuento suyo
que amo, “La apuesta.” Este cuento se trata de un hombre rico, un
banquero, que apuesta dos millones de rublos a un estudiante, a
condición de que este último se quede encerrado en un cuarto sin ver a
nadie por más de tres años.Para angustia del banquero el estudiante resulta ser un tipo misterioso al que le bastan los libros y tener comida y agua. El joven permanece recluido quince años, mientras afuera, en el mundo, el banquero está al borde de la ruina.
No revelaré el final porque cumple con las normas de Quiroga: es al mismo tiempo natural y sorprendente. Yo lo valoro, además, porque la enseñanza ética del cuento, como muchas otras narraciones de Chéjov, tiene una lucidez y una llaneza incomparables.
Después de leer “La apuesta” seguí hojeando mi ejemplar, una celebrada antología recién comprada. En la contraportada, Richard Pevear encomia la traducción y describe brevemente alguno de los cuentos. Por supuesto habla del célebre “La dama y el perrito” y de “El estudiante”, uno de los predilectos del propio Chéjov.
El estudiante llega a la humilde choza de dos viudas: una nodriza y su hija. Se ponen a hablar de los Evangelios y una de las mujeres llora al pensar en la traición de Pedro. La otra apenas contiene el llanto. Al salir de la casa el estudiante se llena de una sutil alegría que contrasta con la melancólica resignación del principio. Deduce que la nodriza llora porque hay verdad en esa historia, una historia de diecinueve siglos de edad (ahora ya tiene veintiuno), en la que hay algo tan verdadero que era vigente en esa Rusia paupérrima, lejana de Jerusalén en el tiempo y el espacio.
Me pareció un cuento muy hermoso, pero me hice bolas. ¿Por qué sería el favorito de Chéjov? No lo entendí. Me pareció, como siempre, escrito magistralmente: “El pasado, pensó, está conectado al presente por una serie de acontecimientos encadenados que surgen uno del otro. Y le pareció que había visto los dos extremos de esta cadena: que había rozado un extremo y que el otro se había movido.” Me conformé gustosamente con la belleza de la escritura.
Una semana más tarde, alguien me mostró en internet un corto que mostraba a unas mujeres llamadas Las Patronas, quienes en Veracruz, desde hace quince años y con sus propios y modestos recursos, dan raciones de comida a los migrantes centroamericanos que van sobre el Tren de la muerte. Las Patronas tienen una relación vital con la gente que ayudan, pero dura lo que tarda el tren en pasar frente a ellas. Pocas veces los ven más de unos segundos. Pero una de las veces, los migrantes bajaron del tren a uno de ellos, enfermo o muerto. Al deslizarlo desde el techo del vagón, en un auténtico descendimiento, la imagen suscitó en una de ellas una epifanía, pues lo vio con los brazos abiertos en cruz, pobre y perseguido. Lo asoció con Cristo.
En ese momento, el significado que se me había escapado en el cuento de Chéjov se reveló en todo su doloroso brillo y me hizo polvo. La vigencia de la historia de Cristo, incluso separándola de lo divino, radica en su doliente humanidad. La Rusia miserable del estudiante también es el México horroroso de nuestros días, lleno, igualmente, de angustia.
Así como el estudiante ve la historia como una cadena, es fácil imaginar los actos como piedras arrojadas al agua. Cada acción crea círculos concéntricos, ecos. Los actos de cobardía y crueldad crean ondas de dolor, desconsuelo y cólera. En este país, las ondulaciones creadas por el desamparo y la ira se entrecruzan y forman sistemas infinitos, más vastos todavía que la cobardía infame del que mata.
Quiero pensar, necesito creer que si hay suficiente fuerza en las ondas de dolor, puede haber movimiento, transformación. Y hay mucho dolor, muchísimo. Más que suficiente para impulsarnos al ya impostergable cambio que necesitamos.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/04/17/sem-veronica.html
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