Cuando leí esta información no me sorprendió. En lo absoluto. Tampoco impresionó a nadie entre la gente que conozco. La mayoría de estas personas ya se habían dado cuenta de esto, y sin necesidad de experimentos, ni laboratorios. Una relación de más de veinte días con una persona del sexo opuesto basta para llegar a esa misma conclusión: la única excepción es la incapacidad masculina para ver un solo programa de televisión, pero esta salvedad puede resolverse si uno se da cuenta de que el sujeto está haciendo una cosa. Esa única actividad consiste en cambiar de canal incesantemente.
Una de las representaciones visibles de esta diferencia biológica es el clóset. No me refiero al clóset como metáfora de la identidad sexual; me refiero al mueble donde las mujeres amontonan miles de prendas de ropa, y donde los hombres cuelgan algunos pantalones –parecidísimos entre sí, además–, camisas –compradas, muchas, por las mujeres de su vida– y, a lo más, media docena de zapatos.
Cualquier hombre hubiera regalado los talla 7 y se hubiera resignado a usar los talla 13. Ahí se ve que somos diferentes: conformarse es, para una mujer, dejarse ir cuesta abajo. Mejor tenerlos ahí, recordatorio concreto de que debemos ir al gimnasio.
Cuando un hombre ve a una mujer tirada en la cama, exhalando la última gota de oxígeno que tiene en el cuerpo con el fin de sumir la panza, mientras se sube el cierre entre gruñidos, generalmente se inicia esta conversación:
–¿Para qué te los quieres poner si te quedan tan apretados?
–Porque no tengo nada más que ponerme –contesta ella entre dientes, roja por el esfuerzo y venenosa como una cobra.
El señor mira el clóset de reojo. Está atestado. Ni siquiera distingue una camiseta de un abrigo, de tan apretado que está todo.
–Oye, no por moler, pero tienes el clóset lleno, llenísimo de ropa. ¿Cómo que no tienes nada que ponerte? El otro día traías puesto un pantalón negro que se te veía bien…
Ella lo interrumpe, ya sentada en la cama. Ha logrado cerrarse el pantalón, pero no puede respirar con normalidad, ni doblar las piernas (la tela no cede a la altura de la rodilla). Lo mira con desaprobación:
–En primer lugar, el pantalón negro ni te gusta. En segundo lugar, ya no me queda.
El señor piensa para sí, “el que traes puesto tampoco”, pero intuye lo que le costaría su franqueza y mejor se calla. Y allí queda la discusión, al menos para él.
Para ella apenas comienza el recuento de todo lo que hay dentro del clóset; de las lamentables cancelaciones (los talla 5, reliquias de un tiempo en el que los bisquets con mermelada no resultaban tan atractivos); lo que carece de utilidad pero que está lleno de significado emocional (el abrigo mostaza, herencia de la abuela, pero que deja la cara amarilla biliosa y feísima); lo que tiene posibilidades (la camisa que quedaría bien si la tiñe con Citocol verde olivo, al que añadiría media pastilla de colorante gris Oxford); lo que requiere trabajo (los pantalones que tienen un hoyo) y lo que es misterioso (¿por qué, oh, por qué compré una chamarra militar con holanes en la cintura?).
Y aquí retomo la metáfora: para las mujeres no hay pregunta que no tenga por lo menos diez respuestas. Los hombres a veces contestan con una. En ocasiones hay dos respuestas. Inclusive se considera la contingencia para la cual no hay respuesta. No más.
Podría leerse esto como una queja sobre la complejidad del pensamiento femenino. Al contrario. Ahora que estamos en tiempos tan negros, vale la pena ponderar todo al menos cinco veces. Ver cada lado del asunto y pensar en las consecuencias.
Y por caridad, no lanzarse como el Borras a la guerra, que ya vemos adónde nos trajo la dizque hombrada y el no reflexionar.
Vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/05/15/sem-veronica.html
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