¿Sabéis qué es lo último en Semántica? El
periodismo e Israel vuelven a estar enamorados. Es terror islámico,
terror turco, terror de Hamás, terror de Yihad Islámico, terror de
Hizbulá, terror activista, guerra contra el terror, terror palestino,
terror musulmán, terror iraní, terror sirio, terror antisemita…
Pero soy injusto con los israelíes. Su léxico, el de la Casa Blanca –casi siempre– y el de nuestros periodistas, es el mismo. Sí, seamos justos con los israelíes. Su léxico es:
Terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror.
¿Cuántas veces usé la palabra terror? Veinte. Pero igual podrían ser 60, ó 100, ó 1.000, ó un millón. Estamos enamorados de la palabra, seducidos por ella, obsesionados por ella, atacados por ella, asaltados por ella, violados por ella, comprometidos con ella. Es amor, sadismo y muerte en una doble sílaba, un tema musical para la hora de máxima audiencia, la apertura de cada sinfonía en la televisión, el titular de cada página, un signo de puntuación en nuestro periodismo, un punto y coma, una coma, nuestro punto y aparte más poderoso. "Terror, terror, terror, terror". Cada repetición justifica a su predecesor.
Sobre todo, trata del terror del poder y del poder del terror. Poder y terror se han hecho intercambiables. Nosotros, los periodistas hemos permitido que esto suceda. Nuestro lenguaje no sólo se ha convertido en un aliado envilecido, sino en un socio verbal a parte entera en el lenguaje de gobiernos y ejércitos, y generales y armas. ¿Recordáis el “revienta búnkeres” y el “revienta Scuds” y el “entorno rico en objetivos” de la Guerra del Golfo? Olvidad las “armas de destrucción masiva”. Una estupidez demasiado obvia. Pero “ADM” en la Guerra del Golfo (Segunda Parte) tuvo un poder propio, un código secreto –genético tal vez, como un ADN– para algo que cosecharía terror, terror, terror, terror, terror. "45 minutos hasta el terror”.
El poder y los medios no tienen que ver solamente con relaciones cómodas entre periodistas y dirigentes políticos, entre editores y presidentes. No tienen que ver sólo con la relación parasítico-osmótica entre periodistas supuestamente honorables y el nexo del poder que tiene lugar entre la Casa Blanca y el Departamento de Estado y el Pentágono, entre Downing Street y el Foreign Office [Ministerio de Exteriores] y el Ministerio de Defensa, entre EE.UU. e Israel.
En el contexto occidental, el poder y los medios tienen que ver con palabras –y el uso de palabras- Tienen que ver con la Semántica. Tienen que ver con el empleo de frases y sus orígenes. Y tienen que ver con el uso incorrecto de la historia y con nuestra ignorancia de la historia. Cada vez más, hoy en día, nosotros los periodistas nos hemos convertido en prisioneros del lenguaje del poder. ¿Será porque ya no nos preocupamos de la Lingüística o la Semántica? ¿Será porque los laptops “corrigen” nuestra ortografía, “adornan” nuestra gramática de modo que nuestras frases resultan tan menudo idénticas a las de nuestros gobernantes? ¿Será el motivo por el cual los editoriales de los periódicos de la actualidad suenan a menudo como discursos políticos?
Durante dos decenios, las dirigencias estadounidense y británica –e israelí y palestina– han utilizado las palabras “proceso de paz” para definir el desalentador, inadecuado, deshonorable, acuerdo que permitió que EE.UU. e Israel dominaran los trocitos de tierra que serían otorgados a un pueblo ocupado. Primero cuestioné esta expresión, y su procedencia, cuando tuvo lugar Oslo –aunque con qué facilidad olvidamos de que las secretas capitulaciones en Oslo fueron en sí una conspiración sin ninguna base legal- .
Pobre Oslo, pienso siempre. ¿Qué hizo Oslo para merecer algo semejante? Fue el acuerdo en la Casa Blanca el que selló ese tratado absurdo y dudoso –en el cual refugiados, fronteras, colonias israelíes, incluso itinerarios– debieron esperar hasta que ya no pudieron ser negociados.
Y con qué facilidad olvidamos el césped de la Casa Blanca –aunque sí recordamos las imágenes– sobre el cual estaba Clinton que citó el Corán, y Arafat que prefirió decir: “Gracias, gracias, gracias, señor Presidente”. Y ¿cómo llamamos esa estupidez posteriormente? Sí, fue “¡un momento de la historia!” ¿Lo fue? ¿Fue algo semejante?
¿Recordáis cómo lo llamó Arafat? “La paz de los valientes”. Pero no recuerdo que alguno de nosotros haya señalado que la frase “la paz de los valientes” fue utilizada por el General de Gaulle cerca del fin de la guerra argelina. Los franceses perdieron la guerra en Argelia. No descubrimos esa extraordinaria ironía.
Lo mismo se repite hoy. Nosotros, los periodistas occidentales –utilizados una vez más por nuestros amos– hemos estado informando sobre nuestros queridos generales en Afganistán, diciendo que su guerra sólo puede ganarse con una campaña de “corazones y mentes”. Nadie les hizo la pregunta obvia: ¿No fue la misma frase que se usó respecto a los civiles vietnamitas durante la Guerra de Vietnam? ¿Y no perdimos nosotros –no perdió Occidente– la Guerra de Vietnam? Sin embargo ahora nosotros, periodistas occidentales, estamos utilizando –hablando de Afganistán– la frase “corazones y mentes” en nuestros informes como si fuera una nueva definición en el diccionario, en lugar de un símbolo de derrota por segunda vez en cuatro decenios. Basta con mirar las palabras individuales que recientemente hemos tomado de los militares de EE.UU. Cuando nosotros, occidentales, descubrimos que “nuestros” enemigos –al-Qaida, por ejemplo, o los talibanes– han hecho estallar más bombas y realizado más ataques que de costumbre, lo llamamos “un pico en la violencia”.
Ah, sí, ¡un “pico”! Un “pico” es una palabra que se usó por primera vez en este contexto, según mis archivos, por un brigadier general en la Zona Verde en Bagdad en 2004. Sin embargo, ahora utilizamos esa frase, improvisamos al respecto, la transmitimos como si fuera nuestra, nuestra invención periodística. La utilizamos, de un modo bastante literal, una expresión creada para nosotros por el Pentágono. Un pico, claro está, sube repentinamente y luego desciende repentinamente. Un “pico en la violencia” evita por lo tanto el uso de mal agüero de las palabras “aumento de la violencia” –porque un aumento, evidentemente, podría no volver a descender después-
Otra vez, cuando los generales estadounidenses se refieren a un repentino aumento en sus fuerzas para un ataque contra Faluya o el centro de Bagdad o Kandahar –un movimiento masivo de soldados que se llevan a países musulmanes por docenas de miles- lo llaman una “oleada”. Y una oleada, como un tsunami, o cualquier otro fenómeno natural, puede tener efectos devastadores. Lo que son en realidad esas “oleadas” –para utilizar las verdaderas palabras del periodismo serio– son refuerzos. Y los refuerzos se envían a conflictos en los que el ejército está perdiendo esas guerras. Pero nuestros muchachos y muchachas de la televisión y de los periódicos siguen hablando de “oleadas” sin ningún rubor. El Pentágono vuelve a ganar.
Mientras tanto el “proceso de paz” colapsó. Por eso nuestros dirigentes -los “protagonistas clave” como nos gusta llamarlos– trataron de hacer que volviera a funcionar. El proceso tenía “volver a encarrilarse”. Ya veis, se trata de un tren. Los vagones han descarrilado. El Gobierno de Clinton utilizó por primera vez esta frase, luego los israelíes, entonces la BBC. Pero hubo un problema cuando el “proceso de paz” se había vuelto “a encarrilar” repetidamente, pero seguía descarrilando. De modo que produjimos una “hoja de ruta” –dirigido por un Cuarteto y por nuestro antiguo Amigo de Dios, Tony Blair, a quien nos referimos ahora –una obscenidad de la historia– como “enviado de paz”. Pero la “hoja de ruta” no funciona. Y ahora, me doy cuenta, el viejo “proceso de paz” está de vuelta en nuestros periódicos y en nuestros televisores. Y a principios de este mes, en CNN, uno de esos viejos conservadores a los que los muchachos y las muchachas de la televisión llaman “expertos” nos volvió a decir que el “proceso de paz” se vuelve a “encarrilar" con la apertura de “conversaciones indirectas” entre israelíes y palestinos. No tiene que ver sólo con clichés, es periodismo absurdo. No hay una batalla entre los medios y los que tienen el poder; a través del lenguaje, nosotros, los medios, nos hemos convertido en ellos.
Y hay otro ejemplo de cobardía mediática que hace que mis dientes de 63 años rechinen después de 34 años comiendo humus y tahina en Oriente Próximo. Nos dicen, en numerosos trabajos de análisis, que lo que tenemos que encarar en Oriente Próximo son “narrativas opuestas”. ¡Qué cómodo! No se habla de justicia, ni de injusticia, sólo de un par de personas que cuentan diferentes relatos históricos. “Narrativas opuestas” aparece ahora regularmente en la prensa británica.
La frase, del falso lenguaje de la antropología, borra la posibilidad de que un grupo de personas –en Oriente Próximo, por ejemplo– esté bajo ocupación mientras otro es el ocupante. De nuevo no se habla de justicia, ni de injusticia, ni de opresión o de oprimir, sólo algunas “narrativas opuestas” amistosas, un partido de fútbol, si se quiere, un campo de juego parejo porque ambos lados están –¿no es así?– “opuestos”. Y a ambos lados hay que otorgarles el mismo tiempo en cada artículo.
De modo que una “ocupación” se convierte en una “disputa”. Por lo tanto un “muro” se convierte en un “cerco” o en una “barrera de seguridad”. Por lo tanto los actos de colonización israelíes de tierra árabe, contrarios a todo el derecho internacional, se convierten en “asentamientos” o “puestos avanzados” o en “vecindarios judíos”. Fue Colin Powell en su rol protagonista, imponente, como secretario de Estado de George W. Bush, quien dijo a los diplomáticos estadounidenses que se refirieran a la tierra palestina ocupada como “tierra en disputa” –y eso fue suficiente para la mayor parte de los medios de EE.UU.- No hay “narrativas opuestas”, por supuesto, entre los militares de EE.UU. y los talibanes. Cuando existan, sabréis que Occidente ha perdido.
Pero os daré un ejemplo de cómo se deshacen las “narrativas opuestas”. En abril di una conferencia en Toronto para señalar el 95 aniversario del genocidio armenio de 1915, el deliberado asesinato masivo de 1,5 millones de cristianos armenios por el ejército otomano turco y la milicia. Antes de mi conferencia me entrevistaron en la televisión canadiense, CTV, que también es dueña del periódico Globe and Mail de Toronto. Y desde el principio noté que la entrevistadora tenía un problema. Canadá tiene una gran comunidad armenia. Pero en Toronto también vive una gran comunidad turca. Y los turcos, como siempre nos dice el Globe and Mail, “cuestionan enérgicamente” que fuese un genocidio.
De modo que la entrevistadora llamó al genocidio “masacres letales”. Por cierto identifiqué de inmediato su problema específico. No podía llamar “genocidio” a las masacres, porque la comunidad turca se indignaría. Pero sintió que sólo “masacres” –especialmente con las horripilantes fotos de fondo de armenios muertos– no era suficiente para definir un millón y medio de seres humanos asesinados. De ahí “masacres letales”. ¡Qué extraño! ¡Si hay masacres “letales”!, ¿hay algunas masacres que no sean “letales”, de las cuales las víctimas salen vivas? Una tautología ridícula.
Sin embargo el uso del lenguaje del poder –de sus palabras modelo y de sus frases modelo– sigue estando entre nosotros. ¿Cuántas veces he oído a periodistas occidentales que hablan de “combatientes extranjeros” en Afganistán? Se refieren, claro está, a diversos grupos árabes que supuestamente ayudan a los talibanes. Escuchamos la misma historia desde Iraq. Combatientes saudíes, jordanos, palestinos, chechenos, por supuesto. Los generales los llamaron “combatientes extranjeros”. De inmediato, nosotros, los periodistas extranjeros, hicimos lo mismo. Llamarlos “combatientes extranjeros” quería decir que eran una fuerza invasora. Pero ni una vez –jamás– he oído en un canal de televisión del Occidente dominante que se refiera al hecho de que somos por lo menos 150.000 “combatientes extranjeros” en Afganistán y que sucede que todos ellos llevan uniformes estadounidenses, británicos y de la OTAN. “Nosotros” somos los verdaderos “combatientes extranjeros”.
De la misma manera, la perniciosa frase "Af-Pak" –tan racista como políticamente deshonesta– es utilizada ahora por los periodistas, aunque originalmente fue una creación del Departamento de Estado el día que nombraron a Richard Holbrooke representante especial de EE.UU. para Afganistán y Pakistán. Pero la frase evita el uso de la palabra “India” –cuya influencia y presencia en Afganistán son una parte vital de la historia. Además, “Af-Pak” –al suprimir India– suprime efectivamente toda la crisis de Cachemira del conflicto en el Sudeste Asiático. Por lo tanto priva a Pakistán de toda influencia en la política local de EE.UU. respecto a Cachemira –después de todo a Holbrooke le nombraron enviado “Af-Pak”, al que se le prohíbe específicamente la discusión de Cachemira–. Por lo tanto la frase “Af-Pak”, que evita totalmente la tragedia de Cachemira, ¿será que son demasiadas “narrativas opuestas”? Significa que cuando nosotros, los periodistas, utilizamos la misma frase, “Af-Pak”, que seguramente se creó para nosotros, los periodistas, estamos haciendo el trabajo del Departamento de Estado.
Ahora consideremos la historia. A nuestros dirigentes les encanta la historia. Sobre todo les encanta la Segunda Guerra Mundial. En 2003, George W. Bush se creyó que era Churchill. Es verdad, Bush pasó Guerra de Vietnam protegiendo los cielos de Texas contra el Vietcong. Pero ahora, en 2003, se estaba enfrentando a los “apaciguadores” que no querían una guerra con Sadam quien era, evidentemente, “el Hitler del Tigris”. Los apaciguadores eran los británicos que no quisieron combatir contra la Alemania nazi en 1938. Blair, por supuesto, también se probó el chaleco y la chaqueta de Churchill. Él no era un “apaciguador”. EE.UU. era el aliado más antiguo de Gran Bretaña, proclamó –y tanto Bush como Blair recordaron a los periodistas que EE.UU. estuvo, hombro con hombro, con Gran Bretaña cuando más falta le hacía en 1940.
Pero nada de esto era verdad. El aliado más antiguo de Gran Bretaña no fue EE.UU. Fue Portugal, un Estado fascista neutral durante la Segunda Guerra Mundial, que izó sus banderas a media asta cuando murió Hitler (algo que ni siquiera hicieron los irlandeses).
Tampoco combatió EE.UU. al lado de Gran Bretaña cuando más falta le hacía en 1940, cuando Hitler amenazó con la invasión y la Luftwaffe [aviación alemana] atacó Londres. No, en 1940, EE.UU. gozaba de un período muy rentable de neutralidad, y no se unió a Gran Bretaña en la guerra hasta que Japón atacó la base naval estadounidense de Pearl Harbor en diciembre de 1941. De la misma manera, en 1956, Eden llamó a Nasser “el Mussolini del Nilo”. Un grave error. Nasser era querido por los árabes, no odiado como lo fue Mussolini por la mayoría de los africanos, especialmente los árabes libios. El paralelo con Mussolini no fue desafiado o cuestionado por la prensa británica. Y todos sabemos lo que pasó en Suez en 1956. Cuando tiene que ver con la historia, nosotros, los periodistas, dejamos que los presidentes y los primeros ministros nos tomen el pelo.
Sin embargo, el aspecto más peligroso de nuestra guerra semántica, nuestro uso de las palabras del poder –aunque no sea una guerra, ya que muchos nos hemos rendido– es que nos aísla de nuestros televidentes y lectores. No son estúpidos. Comprenden las palabras en muchos casos –me temo– mejor que nosotros. También la historia. Saben que estamos tomando nuestro vocabulario del lenguaje de generales y presidentes, de las llamadas elites, de la arrogancia de los expertos del Brookings Institute o de los de Rand Corporation. Por lo tanto nos hemos convertido en parte de ese lenguaje.
Durante la última quincena, mientras extranjeros, humanitarios o “activistas terroristas”, trataban de llevar alimentos y medicinas por mar a los hambrientos palestinos de Gaza, nosotros, periodistas, deberíamos habernos dedicado a recordar a nuestros televidentes y lectores un día, hace mucho tiempo, cuando EE.UU. y Gran Bretaña salimos en ayuda de un pueblo asediado llevándole alimentos y combustible –y nuestros propios soldados murieron al hacerlo– para ayudar a una población hambrienta. Esa población estaba rodeada de un cerco erigido por un ejército brutal que quería someter a la gente por medio del hambre. El ejército era ruso. La ciudad era Berlín. El muro vino más tarde. Alemania había sido enemiga nuestra hacía sólo tres años. Sin embargo, volamos en el puente aéreo de Berlín para salvarlos. Ahora mirad a Gaza actual: ¿qué periodista occidental –ya que nos gustan los paralelos históricos– ha mencionado alguna vez Berlín en 1948 en el contexto de Gaza?
¿Qué nos ofrecieron en su lugar? “Activistas” que se convirtieron en “activistas armados” en el momento en el que se opusieron a los equipos de abordaje del ejército israelí. ¿Cómo se atreve esa gente a subvertir el léxico? Su castigo fue obvio. Se convirtieron en “terroristas”. Y los ataques israelíes –en los que mataron “activistas” (otra prueba de su “terrorismo”)– se convirtieron entonces en ataques “letales”. En este caso, “letales” era más excusable de lo que fue en CTV –nueve hombres muertos de origen turco era algo menos que un millón y medio de armenios asesinados en 1915- Pero fue interesante ver que los israelíes –quienes por sus propias razones políticas hasta ahora habían aceptado vergonzosamente la negación turca– quisieron repentinamente informar al mundo del genocidio armenio de 1915.
Eso provocó un escalofrío comprensible entre muchos de nuestros colegas. Periodistas que han evitado regularmente toda mención del primer Holocausto del Siglo XX –a menos que pudieran también referirse a cómo los turcos “rechazan enérgicamente” la etiqueta de genocidio (ergo el Globe and Mail de Toronto) – de repente pudieron referirse al asunto. El repentino interés histórico de Israel hizo que el tema fuera legítimo, aunque casi todas las informaciones lograron evitar cualquier explicación de lo que pasó realmente en 1915.
¿Y qué pasó con el ataque marítimo israelí? Se convirtió en un ataque “fallado” [botched en inglés]. Fallado [botched] es una palabra adorable. Comenzó con una palabra de la lengua inglesa de la Edad Media, de origen alemán, "bocchen", que significaba “reparar mal”. Y nos ajustamos más o menos a esa definición hasta que nuestros asesores periodistas de lexicología cambiaron su significación. Los escolares “botch” [fallan] un examen. Podíamos “botch” un trabajo de costura, un intento de reparar un material. Podíamos incluso “botch” un intento de persuadir a nuestro jefe para que nos diera un aumento. Pero ahora “fallamos” una operación militar. No fue un desastre. No fue una catástrofe. Sólo mató a algunos turcos.
De modo que, en vista de la mala publicidad, los israelíes dieron por “fallado” el ataque. Extrañamente, la última vez que periodistas y gobiernos utilizaron esa palabra en particular fue después del intento israelí de matar al dirigente de Hamás Khaled Meshaal, en las calles de Amman. En este caso, los asesinos profesionales de Israel fueron capturados después del intento de envenenar a Meshaal y el rey Hussein obligó al Primer Ministro israelí de entonces (un cierto B. Netanyahu) a suministrar el antídoto (y a liberar a numerosos “terroristas” de Hamás). Meshaal salvó la vida.
Pero para Israel y sus obedientes periodistas occidentales esto se convirtió en un “intento fallado” contra la vida de Meshaal. No porque no se quisiera que muriera, sino porque Israel no pudo matarlo. Por lo tanto se puede “botch” una operación por matar turcos, o se puede “botch” una operación por no matar a un palestino.
¿Cómo podemos romper con el lenguaje del poder? Ciertamente nos está matando. Eso, sospecho, es un motivo por el cual los lectores se han ido de la prensa “dominante” a Internet. No porque la red sea gratuita, sino porque los lectores saben que les han mentido; saben que lo que ven y lo que leen en los periódicos es una extensión de lo que oyen del Pentágono o del Gobierno israelí, que nuestras palabras se han convertido en sinónimos del lenguaje de un cuidadoso justo medio, aprobado por el Gobierno, que oculta la verdad con la misma seguridad con la que nos convierte en aliados políticos –y militares– de todos los principales gobiernos occidentales.
Muchos de mis colegas en diversos periódicos occidentales terminarían por arriesgar sus puestos de trabajo si cuestionaran constantemente la falsa realidad del periodismo noticioso, el nexo del poder mediático del Gobierno. ¿Cuántas organizaciones noticiosas pensaron en presentar secuencias del puente aéreo para romper el bloqueo de Berlín cuando sucedió el desastre de Gaza? ¿Lo hizo la BBC?
¡Por supuesto no lo hicieron! Preferimos “narrativas opuestas”. Los políticos no querían –dije en la reunión de Doha el 11 de mayo– que el viaje a Gaza llegara a su destino, “sea su fin exitoso, grotesco o trágico”. Creemos en el “proceso de paz”, en la “hoja de ruta”. Mantened el “cerco” alrededor de los palestinos. Dejad que “los protagonistas claves” arreglen las cosas. Y recordad de qué se trata: "Terror, terror, terror, terror, terror, terror."
The Independent / Boletín Entorno
vìa, fuente :
http://www.lahaine.org/index.php?p=46805
Pero soy injusto con los israelíes. Su léxico, el de la Casa Blanca –casi siempre– y el de nuestros periodistas, es el mismo. Sí, seamos justos con los israelíes. Su léxico es:
Terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror, terror.
¿Cuántas veces usé la palabra terror? Veinte. Pero igual podrían ser 60, ó 100, ó 1.000, ó un millón. Estamos enamorados de la palabra, seducidos por ella, obsesionados por ella, atacados por ella, asaltados por ella, violados por ella, comprometidos con ella. Es amor, sadismo y muerte en una doble sílaba, un tema musical para la hora de máxima audiencia, la apertura de cada sinfonía en la televisión, el titular de cada página, un signo de puntuación en nuestro periodismo, un punto y coma, una coma, nuestro punto y aparte más poderoso. "Terror, terror, terror, terror". Cada repetición justifica a su predecesor.
Sobre todo, trata del terror del poder y del poder del terror. Poder y terror se han hecho intercambiables. Nosotros, los periodistas hemos permitido que esto suceda. Nuestro lenguaje no sólo se ha convertido en un aliado envilecido, sino en un socio verbal a parte entera en el lenguaje de gobiernos y ejércitos, y generales y armas. ¿Recordáis el “revienta búnkeres” y el “revienta Scuds” y el “entorno rico en objetivos” de la Guerra del Golfo? Olvidad las “armas de destrucción masiva”. Una estupidez demasiado obvia. Pero “ADM” en la Guerra del Golfo (Segunda Parte) tuvo un poder propio, un código secreto –genético tal vez, como un ADN– para algo que cosecharía terror, terror, terror, terror, terror. "45 minutos hasta el terror”.
El poder y los medios no tienen que ver solamente con relaciones cómodas entre periodistas y dirigentes políticos, entre editores y presidentes. No tienen que ver sólo con la relación parasítico-osmótica entre periodistas supuestamente honorables y el nexo del poder que tiene lugar entre la Casa Blanca y el Departamento de Estado y el Pentágono, entre Downing Street y el Foreign Office [Ministerio de Exteriores] y el Ministerio de Defensa, entre EE.UU. e Israel.
En el contexto occidental, el poder y los medios tienen que ver con palabras –y el uso de palabras- Tienen que ver con la Semántica. Tienen que ver con el empleo de frases y sus orígenes. Y tienen que ver con el uso incorrecto de la historia y con nuestra ignorancia de la historia. Cada vez más, hoy en día, nosotros los periodistas nos hemos convertido en prisioneros del lenguaje del poder. ¿Será porque ya no nos preocupamos de la Lingüística o la Semántica? ¿Será porque los laptops “corrigen” nuestra ortografía, “adornan” nuestra gramática de modo que nuestras frases resultan tan menudo idénticas a las de nuestros gobernantes? ¿Será el motivo por el cual los editoriales de los periódicos de la actualidad suenan a menudo como discursos políticos?
Durante dos decenios, las dirigencias estadounidense y británica –e israelí y palestina– han utilizado las palabras “proceso de paz” para definir el desalentador, inadecuado, deshonorable, acuerdo que permitió que EE.UU. e Israel dominaran los trocitos de tierra que serían otorgados a un pueblo ocupado. Primero cuestioné esta expresión, y su procedencia, cuando tuvo lugar Oslo –aunque con qué facilidad olvidamos de que las secretas capitulaciones en Oslo fueron en sí una conspiración sin ninguna base legal- .
Pobre Oslo, pienso siempre. ¿Qué hizo Oslo para merecer algo semejante? Fue el acuerdo en la Casa Blanca el que selló ese tratado absurdo y dudoso –en el cual refugiados, fronteras, colonias israelíes, incluso itinerarios– debieron esperar hasta que ya no pudieron ser negociados.
Y con qué facilidad olvidamos el césped de la Casa Blanca –aunque sí recordamos las imágenes– sobre el cual estaba Clinton que citó el Corán, y Arafat que prefirió decir: “Gracias, gracias, gracias, señor Presidente”. Y ¿cómo llamamos esa estupidez posteriormente? Sí, fue “¡un momento de la historia!” ¿Lo fue? ¿Fue algo semejante?
¿Recordáis cómo lo llamó Arafat? “La paz de los valientes”. Pero no recuerdo que alguno de nosotros haya señalado que la frase “la paz de los valientes” fue utilizada por el General de Gaulle cerca del fin de la guerra argelina. Los franceses perdieron la guerra en Argelia. No descubrimos esa extraordinaria ironía.
Lo mismo se repite hoy. Nosotros, los periodistas occidentales –utilizados una vez más por nuestros amos– hemos estado informando sobre nuestros queridos generales en Afganistán, diciendo que su guerra sólo puede ganarse con una campaña de “corazones y mentes”. Nadie les hizo la pregunta obvia: ¿No fue la misma frase que se usó respecto a los civiles vietnamitas durante la Guerra de Vietnam? ¿Y no perdimos nosotros –no perdió Occidente– la Guerra de Vietnam? Sin embargo ahora nosotros, periodistas occidentales, estamos utilizando –hablando de Afganistán– la frase “corazones y mentes” en nuestros informes como si fuera una nueva definición en el diccionario, en lugar de un símbolo de derrota por segunda vez en cuatro decenios. Basta con mirar las palabras individuales que recientemente hemos tomado de los militares de EE.UU. Cuando nosotros, occidentales, descubrimos que “nuestros” enemigos –al-Qaida, por ejemplo, o los talibanes– han hecho estallar más bombas y realizado más ataques que de costumbre, lo llamamos “un pico en la violencia”.
Ah, sí, ¡un “pico”! Un “pico” es una palabra que se usó por primera vez en este contexto, según mis archivos, por un brigadier general en la Zona Verde en Bagdad en 2004. Sin embargo, ahora utilizamos esa frase, improvisamos al respecto, la transmitimos como si fuera nuestra, nuestra invención periodística. La utilizamos, de un modo bastante literal, una expresión creada para nosotros por el Pentágono. Un pico, claro está, sube repentinamente y luego desciende repentinamente. Un “pico en la violencia” evita por lo tanto el uso de mal agüero de las palabras “aumento de la violencia” –porque un aumento, evidentemente, podría no volver a descender después-
Otra vez, cuando los generales estadounidenses se refieren a un repentino aumento en sus fuerzas para un ataque contra Faluya o el centro de Bagdad o Kandahar –un movimiento masivo de soldados que se llevan a países musulmanes por docenas de miles- lo llaman una “oleada”. Y una oleada, como un tsunami, o cualquier otro fenómeno natural, puede tener efectos devastadores. Lo que son en realidad esas “oleadas” –para utilizar las verdaderas palabras del periodismo serio– son refuerzos. Y los refuerzos se envían a conflictos en los que el ejército está perdiendo esas guerras. Pero nuestros muchachos y muchachas de la televisión y de los periódicos siguen hablando de “oleadas” sin ningún rubor. El Pentágono vuelve a ganar.
Mientras tanto el “proceso de paz” colapsó. Por eso nuestros dirigentes -los “protagonistas clave” como nos gusta llamarlos– trataron de hacer que volviera a funcionar. El proceso tenía “volver a encarrilarse”. Ya veis, se trata de un tren. Los vagones han descarrilado. El Gobierno de Clinton utilizó por primera vez esta frase, luego los israelíes, entonces la BBC. Pero hubo un problema cuando el “proceso de paz” se había vuelto “a encarrilar” repetidamente, pero seguía descarrilando. De modo que produjimos una “hoja de ruta” –dirigido por un Cuarteto y por nuestro antiguo Amigo de Dios, Tony Blair, a quien nos referimos ahora –una obscenidad de la historia– como “enviado de paz”. Pero la “hoja de ruta” no funciona. Y ahora, me doy cuenta, el viejo “proceso de paz” está de vuelta en nuestros periódicos y en nuestros televisores. Y a principios de este mes, en CNN, uno de esos viejos conservadores a los que los muchachos y las muchachas de la televisión llaman “expertos” nos volvió a decir que el “proceso de paz” se vuelve a “encarrilar" con la apertura de “conversaciones indirectas” entre israelíes y palestinos. No tiene que ver sólo con clichés, es periodismo absurdo. No hay una batalla entre los medios y los que tienen el poder; a través del lenguaje, nosotros, los medios, nos hemos convertido en ellos.
Y hay otro ejemplo de cobardía mediática que hace que mis dientes de 63 años rechinen después de 34 años comiendo humus y tahina en Oriente Próximo. Nos dicen, en numerosos trabajos de análisis, que lo que tenemos que encarar en Oriente Próximo son “narrativas opuestas”. ¡Qué cómodo! No se habla de justicia, ni de injusticia, sólo de un par de personas que cuentan diferentes relatos históricos. “Narrativas opuestas” aparece ahora regularmente en la prensa británica.
La frase, del falso lenguaje de la antropología, borra la posibilidad de que un grupo de personas –en Oriente Próximo, por ejemplo– esté bajo ocupación mientras otro es el ocupante. De nuevo no se habla de justicia, ni de injusticia, ni de opresión o de oprimir, sólo algunas “narrativas opuestas” amistosas, un partido de fútbol, si se quiere, un campo de juego parejo porque ambos lados están –¿no es así?– “opuestos”. Y a ambos lados hay que otorgarles el mismo tiempo en cada artículo.
De modo que una “ocupación” se convierte en una “disputa”. Por lo tanto un “muro” se convierte en un “cerco” o en una “barrera de seguridad”. Por lo tanto los actos de colonización israelíes de tierra árabe, contrarios a todo el derecho internacional, se convierten en “asentamientos” o “puestos avanzados” o en “vecindarios judíos”. Fue Colin Powell en su rol protagonista, imponente, como secretario de Estado de George W. Bush, quien dijo a los diplomáticos estadounidenses que se refirieran a la tierra palestina ocupada como “tierra en disputa” –y eso fue suficiente para la mayor parte de los medios de EE.UU.- No hay “narrativas opuestas”, por supuesto, entre los militares de EE.UU. y los talibanes. Cuando existan, sabréis que Occidente ha perdido.
Pero os daré un ejemplo de cómo se deshacen las “narrativas opuestas”. En abril di una conferencia en Toronto para señalar el 95 aniversario del genocidio armenio de 1915, el deliberado asesinato masivo de 1,5 millones de cristianos armenios por el ejército otomano turco y la milicia. Antes de mi conferencia me entrevistaron en la televisión canadiense, CTV, que también es dueña del periódico Globe and Mail de Toronto. Y desde el principio noté que la entrevistadora tenía un problema. Canadá tiene una gran comunidad armenia. Pero en Toronto también vive una gran comunidad turca. Y los turcos, como siempre nos dice el Globe and Mail, “cuestionan enérgicamente” que fuese un genocidio.
De modo que la entrevistadora llamó al genocidio “masacres letales”. Por cierto identifiqué de inmediato su problema específico. No podía llamar “genocidio” a las masacres, porque la comunidad turca se indignaría. Pero sintió que sólo “masacres” –especialmente con las horripilantes fotos de fondo de armenios muertos– no era suficiente para definir un millón y medio de seres humanos asesinados. De ahí “masacres letales”. ¡Qué extraño! ¡Si hay masacres “letales”!, ¿hay algunas masacres que no sean “letales”, de las cuales las víctimas salen vivas? Una tautología ridícula.
Sin embargo el uso del lenguaje del poder –de sus palabras modelo y de sus frases modelo– sigue estando entre nosotros. ¿Cuántas veces he oído a periodistas occidentales que hablan de “combatientes extranjeros” en Afganistán? Se refieren, claro está, a diversos grupos árabes que supuestamente ayudan a los talibanes. Escuchamos la misma historia desde Iraq. Combatientes saudíes, jordanos, palestinos, chechenos, por supuesto. Los generales los llamaron “combatientes extranjeros”. De inmediato, nosotros, los periodistas extranjeros, hicimos lo mismo. Llamarlos “combatientes extranjeros” quería decir que eran una fuerza invasora. Pero ni una vez –jamás– he oído en un canal de televisión del Occidente dominante que se refiera al hecho de que somos por lo menos 150.000 “combatientes extranjeros” en Afganistán y que sucede que todos ellos llevan uniformes estadounidenses, británicos y de la OTAN. “Nosotros” somos los verdaderos “combatientes extranjeros”.
De la misma manera, la perniciosa frase "Af-Pak" –tan racista como políticamente deshonesta– es utilizada ahora por los periodistas, aunque originalmente fue una creación del Departamento de Estado el día que nombraron a Richard Holbrooke representante especial de EE.UU. para Afganistán y Pakistán. Pero la frase evita el uso de la palabra “India” –cuya influencia y presencia en Afganistán son una parte vital de la historia. Además, “Af-Pak” –al suprimir India– suprime efectivamente toda la crisis de Cachemira del conflicto en el Sudeste Asiático. Por lo tanto priva a Pakistán de toda influencia en la política local de EE.UU. respecto a Cachemira –después de todo a Holbrooke le nombraron enviado “Af-Pak”, al que se le prohíbe específicamente la discusión de Cachemira–. Por lo tanto la frase “Af-Pak”, que evita totalmente la tragedia de Cachemira, ¿será que son demasiadas “narrativas opuestas”? Significa que cuando nosotros, los periodistas, utilizamos la misma frase, “Af-Pak”, que seguramente se creó para nosotros, los periodistas, estamos haciendo el trabajo del Departamento de Estado.
Ahora consideremos la historia. A nuestros dirigentes les encanta la historia. Sobre todo les encanta la Segunda Guerra Mundial. En 2003, George W. Bush se creyó que era Churchill. Es verdad, Bush pasó Guerra de Vietnam protegiendo los cielos de Texas contra el Vietcong. Pero ahora, en 2003, se estaba enfrentando a los “apaciguadores” que no querían una guerra con Sadam quien era, evidentemente, “el Hitler del Tigris”. Los apaciguadores eran los británicos que no quisieron combatir contra la Alemania nazi en 1938. Blair, por supuesto, también se probó el chaleco y la chaqueta de Churchill. Él no era un “apaciguador”. EE.UU. era el aliado más antiguo de Gran Bretaña, proclamó –y tanto Bush como Blair recordaron a los periodistas que EE.UU. estuvo, hombro con hombro, con Gran Bretaña cuando más falta le hacía en 1940.
Pero nada de esto era verdad. El aliado más antiguo de Gran Bretaña no fue EE.UU. Fue Portugal, un Estado fascista neutral durante la Segunda Guerra Mundial, que izó sus banderas a media asta cuando murió Hitler (algo que ni siquiera hicieron los irlandeses).
Tampoco combatió EE.UU. al lado de Gran Bretaña cuando más falta le hacía en 1940, cuando Hitler amenazó con la invasión y la Luftwaffe [aviación alemana] atacó Londres. No, en 1940, EE.UU. gozaba de un período muy rentable de neutralidad, y no se unió a Gran Bretaña en la guerra hasta que Japón atacó la base naval estadounidense de Pearl Harbor en diciembre de 1941. De la misma manera, en 1956, Eden llamó a Nasser “el Mussolini del Nilo”. Un grave error. Nasser era querido por los árabes, no odiado como lo fue Mussolini por la mayoría de los africanos, especialmente los árabes libios. El paralelo con Mussolini no fue desafiado o cuestionado por la prensa británica. Y todos sabemos lo que pasó en Suez en 1956. Cuando tiene que ver con la historia, nosotros, los periodistas, dejamos que los presidentes y los primeros ministros nos tomen el pelo.
Sin embargo, el aspecto más peligroso de nuestra guerra semántica, nuestro uso de las palabras del poder –aunque no sea una guerra, ya que muchos nos hemos rendido– es que nos aísla de nuestros televidentes y lectores. No son estúpidos. Comprenden las palabras en muchos casos –me temo– mejor que nosotros. También la historia. Saben que estamos tomando nuestro vocabulario del lenguaje de generales y presidentes, de las llamadas elites, de la arrogancia de los expertos del Brookings Institute o de los de Rand Corporation. Por lo tanto nos hemos convertido en parte de ese lenguaje.
Durante la última quincena, mientras extranjeros, humanitarios o “activistas terroristas”, trataban de llevar alimentos y medicinas por mar a los hambrientos palestinos de Gaza, nosotros, periodistas, deberíamos habernos dedicado a recordar a nuestros televidentes y lectores un día, hace mucho tiempo, cuando EE.UU. y Gran Bretaña salimos en ayuda de un pueblo asediado llevándole alimentos y combustible –y nuestros propios soldados murieron al hacerlo– para ayudar a una población hambrienta. Esa población estaba rodeada de un cerco erigido por un ejército brutal que quería someter a la gente por medio del hambre. El ejército era ruso. La ciudad era Berlín. El muro vino más tarde. Alemania había sido enemiga nuestra hacía sólo tres años. Sin embargo, volamos en el puente aéreo de Berlín para salvarlos. Ahora mirad a Gaza actual: ¿qué periodista occidental –ya que nos gustan los paralelos históricos– ha mencionado alguna vez Berlín en 1948 en el contexto de Gaza?
¿Qué nos ofrecieron en su lugar? “Activistas” que se convirtieron en “activistas armados” en el momento en el que se opusieron a los equipos de abordaje del ejército israelí. ¿Cómo se atreve esa gente a subvertir el léxico? Su castigo fue obvio. Se convirtieron en “terroristas”. Y los ataques israelíes –en los que mataron “activistas” (otra prueba de su “terrorismo”)– se convirtieron entonces en ataques “letales”. En este caso, “letales” era más excusable de lo que fue en CTV –nueve hombres muertos de origen turco era algo menos que un millón y medio de armenios asesinados en 1915- Pero fue interesante ver que los israelíes –quienes por sus propias razones políticas hasta ahora habían aceptado vergonzosamente la negación turca– quisieron repentinamente informar al mundo del genocidio armenio de 1915.
Eso provocó un escalofrío comprensible entre muchos de nuestros colegas. Periodistas que han evitado regularmente toda mención del primer Holocausto del Siglo XX –a menos que pudieran también referirse a cómo los turcos “rechazan enérgicamente” la etiqueta de genocidio (ergo el Globe and Mail de Toronto) – de repente pudieron referirse al asunto. El repentino interés histórico de Israel hizo que el tema fuera legítimo, aunque casi todas las informaciones lograron evitar cualquier explicación de lo que pasó realmente en 1915.
¿Y qué pasó con el ataque marítimo israelí? Se convirtió en un ataque “fallado” [botched en inglés]. Fallado [botched] es una palabra adorable. Comenzó con una palabra de la lengua inglesa de la Edad Media, de origen alemán, "bocchen", que significaba “reparar mal”. Y nos ajustamos más o menos a esa definición hasta que nuestros asesores periodistas de lexicología cambiaron su significación. Los escolares “botch” [fallan] un examen. Podíamos “botch” un trabajo de costura, un intento de reparar un material. Podíamos incluso “botch” un intento de persuadir a nuestro jefe para que nos diera un aumento. Pero ahora “fallamos” una operación militar. No fue un desastre. No fue una catástrofe. Sólo mató a algunos turcos.
De modo que, en vista de la mala publicidad, los israelíes dieron por “fallado” el ataque. Extrañamente, la última vez que periodistas y gobiernos utilizaron esa palabra en particular fue después del intento israelí de matar al dirigente de Hamás Khaled Meshaal, en las calles de Amman. En este caso, los asesinos profesionales de Israel fueron capturados después del intento de envenenar a Meshaal y el rey Hussein obligó al Primer Ministro israelí de entonces (un cierto B. Netanyahu) a suministrar el antídoto (y a liberar a numerosos “terroristas” de Hamás). Meshaal salvó la vida.
Pero para Israel y sus obedientes periodistas occidentales esto se convirtió en un “intento fallado” contra la vida de Meshaal. No porque no se quisiera que muriera, sino porque Israel no pudo matarlo. Por lo tanto se puede “botch” una operación por matar turcos, o se puede “botch” una operación por no matar a un palestino.
¿Cómo podemos romper con el lenguaje del poder? Ciertamente nos está matando. Eso, sospecho, es un motivo por el cual los lectores se han ido de la prensa “dominante” a Internet. No porque la red sea gratuita, sino porque los lectores saben que les han mentido; saben que lo que ven y lo que leen en los periódicos es una extensión de lo que oyen del Pentágono o del Gobierno israelí, que nuestras palabras se han convertido en sinónimos del lenguaje de un cuidadoso justo medio, aprobado por el Gobierno, que oculta la verdad con la misma seguridad con la que nos convierte en aliados políticos –y militares– de todos los principales gobiernos occidentales.
Muchos de mis colegas en diversos periódicos occidentales terminarían por arriesgar sus puestos de trabajo si cuestionaran constantemente la falsa realidad del periodismo noticioso, el nexo del poder mediático del Gobierno. ¿Cuántas organizaciones noticiosas pensaron en presentar secuencias del puente aéreo para romper el bloqueo de Berlín cuando sucedió el desastre de Gaza? ¿Lo hizo la BBC?
¡Por supuesto no lo hicieron! Preferimos “narrativas opuestas”. Los políticos no querían –dije en la reunión de Doha el 11 de mayo– que el viaje a Gaza llegara a su destino, “sea su fin exitoso, grotesco o trágico”. Creemos en el “proceso de paz”, en la “hoja de ruta”. Mantened el “cerco” alrededor de los palestinos. Dejad que “los protagonistas claves” arreglen las cosas. Y recordad de qué se trata: "Terror, terror, terror, terror, terror, terror."
The Independent / Boletín Entorno
vìa, fuente :
http://www.lahaine.org/index.php?p=46805
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