Red Pepper
Traducido del inglés para Rebelión por Christine Lewis Carroll |
Cuando el general
Pinochet derrocó al gobierno de izquierdas de Salvador Allende en Chile,
Mike Gatehouse fue uno de los miles de activistas detenidos. En el 40
aniversario del golpe describe la esperanza y el horror del momento.
Llegué a Chile a mitad del mandato del gobierno de Unidad Popular. Se
había elegido presidente a Salvador Allende el 4 de septiembre de 1970;
era su cuarto intento de llegar a la presidencia. Lideraba una coalición
de su propio partido -el Partido Socialista-, el Partido Radical
-homólogo del Partido Laborista de Gran Bretaña, afiliado de la
Internacional Socialista-, el Partido Comunista y otros partidos
menores, uno de ellos escindido del Partido Demócrata Cristiano.
El estado de ánimo del país en marzo de 1972 era todavía bastante
eufórico a consecuencia de logros sustanciales y muy populares, tales
como la nacionalización de las minas de cobre de Chile y la búsqueda de
una reforma agraria más radical. La gente creía todavía que por fin
tenía un gobierno que les pertenecía y que llevaría a cabo mejoras
reales e irreversibles para los pobres y desposeídos. Como dice la letra
de la canción de Inti-Illimani, «porque esta vez no se trata de cambiar
un presidente, será el pueblo quien construya un Chile bien diferente».
Una cultura radicalizada
En ese momento Chile
era un sitio apasionante. Todo el mundo estaba «comprometido». No había
sitio, como reza la letra de la canción de Víctor Jara, para los
mirones: «ni chicha, ni limonada». El debate político era constante,
ubicuo y practicado por todas las edades, clases e ideologías, tanto de
la derecha, el centro y la izquierda. En los periódicos -la mayoría de
los cuales sigue en manos de la derecha-, las revistas, la radio y la
televisión se discutía cada acción del gobierno, cada promesa hecha por
Allende y sus ministros y cada movimiento de la oposición con una
profundidad, una sofisticación y un veneno casi inimaginables en la Gran
Bretaña de hoy.
Los cambios no fueron sólo políticos, sino
también culturales. La mayoría de los cantantes populares, actores,
artistas, poetas y autores se identificó estrechamente con Unidad
Popular y se consideraban comprometidos en la batalla contra los valores
importados e implantados de Hollywood, Disney, Braniff Airlines, «Los
fríos traficantes de sueños en revistas que de la juventud engordan y
profitan» en las críticas palabras de la canción de Víctor Jara ¿Quién mató a Carmencita? Se puso de moda jugar al ajedrez en las cafeterías y plazas, a la vez que se debatía febrilmente de política.
El editor nacional Quimantu -la antigua compañía ZigZag que
el gobierno compró en 1971- imprimía una gran variedad de libros que
vendía a bajo precio para permitir a los más pobres tener libros,
disfrutar de leer y tener acceso a la literatura. Durante sus dos años
de existencia se imprimieron 12 millones de libros que no sólo se
distribuían en librerías, sino también en kioscos de prensa en la calle,
autobuses, sindicatos y en algunas fábricas.
Nubes oscuras
Pero se divisaban nubes oscuras en el horizonte. La CIA ya había
intentado dar un golpe de Estado en 1970 y un secuestro chapucero que
desembocó en el asesinato del General Schneider, comandante en jefe del
ejército chileno. La ITT y otras corporaciones estadounidenses
fomentaban una intervención más decisiva por parte del Departamento de
Estado. Hubo una financiación inmensa de los grupos de oposición en
Chile y el precio del cobre -la exportación clave de Chile- se manipuló
en el mercado mundial. La economía empezaba a tambalearse y la inflación
subía.
En octubre de 1972 los propietarios del transporte por
carretera escenificaron un gran cierre patronal -todavía denominado por
error «huelga de camioneros»- que paralizó el transporte por carretera,
asaltaban o saboteaban los vehículos de cualquiera que seguía trabajando
y pagaban jornales muy por encima de los ingresos habituales a los
camioneros propietarios que llevaron sus camiones a los campamentos de
huelga montados en las cunetas de las carreteras. El ambiente de estos
campamentos era similar al de los bloqueos de las refinerías de petróleo
de Gran Bretaña en 2000, sólo que mucho más grave y violento. Los
alimentos, el petróleo y la gasolina escaseaban.
En mis horas
libres descargaba los trenes en la estación de Yungay de Santiago de
Chile, junto con los equipos de voluntarios organizados por los Jóvenes
Comunistas Chilenos y otros grupos.
El cierre patronal remitió y
toda la atención se concentró en las elecciones al Congreso que se
celebraron a mitad de la legislatura en marzo de 1973. A pesar de la
campaña concertada de los medios de comunicación de la oposición para
denunciar la creciente escasez de alimentos y las dificultades
económicas que incidían en los niveles de vida de muchos trabajadores,
Unidad Popular incrementó su voto en un 43,2%.
Pero para
entonces el Partido Demócrata Cristiano se había derechizado y se
identificaba cada vez más con los partidos de la derecha tradicional. Su
periódico -La Prensa- publicaba con más frecuencia
mensajes virulentos anticomunistas y a veces antisemitas. Este bloque
dominado por la derecha tenía mayoría en el Senado y la Cámara de los
Diputados e impedía la aprobación de cualquier legislación. Unidad
Popular significaba «el camino al comunismo a través del estómago», es
decir hambre y el socialismo significaba promocionar la envidia o el
odio (hacia los ricos).
La violencia de los ricos
La oposición -unida en ese momento - decidió que si los votos no podían
proporcionar los resultados requeridos, recurriría a la violencia y
a los militares. Los edificios y organismos gubernamentales fueron
objetivo de los pirómanos y el sabotaje de la red eléctrica originó
apagones frecuentes. Las pandillas de jóvenes de clase media en
Providencia -una de las avenidas más adineradas de Santiago- paraban los
trolebuses y los incendiaban.
El 29 de junio el Regimiento de
Tanques número 2, liderado por el Coronel Souper y apoyado por la
dirección del grupo fascista Patria y Libertad, escenificó un golpe de
Estado. Los tanques rodearon la Moneda, el palacio presidencial en el
centro de Santiago. Pero el resto de las fuerzas armadas no prestó su
apoyo y el golpe falló. Pasé ese día con mi amigo Wolfgang -un cineasta
de la Universidad Técnica del Estado- intentando filmar la acción en el
momento que sucedía.
No sabíamos en ese momento si se trataba
de un ensayo general o un intento fallido por parte de un grupo de
cabezas locas. Nuestro alivio por su fracaso fue efímero: se hizo
evidente de inmediato que lo peor quedaba por venir. En mi lugar de
trabajo -el Instituto Forestal- empezamos a hacer turnos de guardia por
la noche para proteger los edificios contra el sabotaje. Los vehículos
todoterreno ARO distintivos del Instituto habían sufrido emboscadas en
el sur conservador de Chile y se había agredido a los conductores.
En el vecindario pobre donde yo vivía cerca del centro de Santiago,
habíamos montado un comité de suministro de alimentos, cuyo objetivo era
combatir el mercado negro, disuadir el acaparamiento y asegurar que los
alimentos básicos como arroz, azúcar, aceite y algo de carne se
distribuyeran entre los residentes locales a precio oficial. Habíamos
inscrito a 1.200 familias en una zona de ocho manzanas y a las asambleas
generales semanales asistían unas 400 personas. Contactamos con los
dueños de los pequeños comercios de ultramarinos de la zona, pero no
fuimos bien recibidos.
La rebelión militar
El
país se encontraba de facto en un estado de guerra civil. Allende
intentó estabilizar la situación al incorporar a varios militares en su
gabinete pero a su leal jefe militar, el General Prats, lo obligaron a
dimitir cuando un grupo de esposas de otros generales se manifestó
delante de su casa y lo acusaron de cobardía. El General Augusto
Pinochet lo sustituyó; en ese momento se le consideró todavía leal a la
constitución.
A principios de septiembre de 1973 preveíamos un
aumento progresivo de la violencia por parte de la derecha, una rebelión
militar, más intentos de golpe de Estado. Los partidarios de Unidad
Popular se manifestaron el 4 de septiembre delante del Palacio de la
Moneda donde Allende -desesperadamente cansado y serio- saludó a sus
seguidores.
Pero no estábamos preparados para la celeridad,
precisión y totalidad del golpe de Estado que se inició en Valparaíso la
noche del 10 de septiembre y que -a las 3 horas de la mañana del 11 de
septiembre- se había hecho con el control del gobierno, de las
principales ciudades, los aeropuertos, las emisoras de radio y
televisión, la red telefónica y las comunicaciones.
En el
Instituto Forestal nos reunimos en la cafetería. La mayoría de los
trabajadores se fue a casa a recoger a los niños del colegio, a asegurar
la seguridad de su familia. Quizá algunos habían recibido órdenes de
sus partidos de acudir a ciertos lugares de la ciudad con el fin de
defenderlos, esperar órdenes o hasta de coger las armas. Algunos nos
quedamos para custodiar los edificios hasta que el toque de queda
militar hizo que nos fuera imposible partir. La radio sólo retransmitía
música militar y los bandos militares se leían con una voz entrecortada
mecánica y cruel; se había declarado un toque de queda indefinido que
duraba las 24 horas, se leía los nombres de los que debían entregarse
inmediatamente en el Ministerio de Defensa y se justificaba el
«pronunciamiento militar».
La tortura y los asesinatos
Al principio pensábamos que había resistencia, que las fuerzas armadas
se dividirían, incluso que el General Prats marcharía desde el sur con
los regimientos leales a la constitución. Pero nada de esto ocurrió. Los
focos de resistencia en las zonas industriales de las ciudades se
eliminaron rápida y brutalmente, se detuvieron a algunos mandos
militares, otros huyeron del país, pero no hubo una rebelión
significativa. Los partidos de Unidad Popular y del Movimiento de
Izquierda Revolucionaria se prepararon para la resistencia clandestina,
pero como habían trabajado pública y abiertamente durante tanto tiempo,
la mayoría de los dirigentes fue identificada al instante, detenida y
asesinada.
Junto con otras personas no chilenas, me escondí esa
noche en el cobertizo de un colega que vivía cerca del Instituto. Al
volver la mañana siguiente encontramos el Instituto vacío con las
puertas forzadas y marcas de bala. Una patrulla militar había llegado
durante la noche y había detenido al director y a los que habían quedado
para hacer guardia. Registramos todo el edificio, despacho a despacho,
eliminando todo rastro de nombres, afiliación sindical, carteles e
insignias de partidos, todo lo que podría incriminar a nuestros colegas.
Fue duro: todo lo que había sido normal, rutinario y legal fue ahora
ilegal, peligroso y potencialmente letal.
Más tarde algunos
limpiadores llegaron y nos advirtieron que nos fuéramos: podrían volver
los militares y detenernos. Nos llevaron por el campo a las chabolas
donde vivían y -poniéndose en riesgo a sí mismos y a sus familias- nos
escondieron y alimentaron hasta el fin del toque de queda.
Pasamos los días siguientes en el limbo, de casa en casa de amigos. De
mis dos compañeros de piso chilenos, uno había sido detenido el 12 de
septiembre en la Universidad Técnica del Estado junto con cientos de
estudiantes y académicos y llevado al Estadio de Chile donde se torturó y
asesinó a Víctor Jara. Wolfgang consiguió escapar y se asiló más tarde
en Gran Bretaña. Mi otro compañero, Juan, había pedido asilo en la
embajada sueca.
Una limpieza completa
Es
difícil captar la escala y la minuciosidad del golpe de Estado. Desde el
principio los militares buscaron sustituir a todos los funcionarios,
desde los ministros, gobernadores provinciales y rectores de universidad
hasta los alcaldes de ciudades pequeñas y directores de institutos. Los
sustitutos fueron en su mayoría militares en activo o retirados o de la
confianza de los gobernantes.
Los departamentos universitarios
-sobre todo sociología, políticas, periodismo- se depuraron o se
cerraron y se abolieron licenciaturas enteras. Se saquearon bibliotecas y
librerías y se quemaron libros. Los bloques de apartamentos en el
centro de Santiago en el centro de Santiago se registraron y se tiraron
todos los libros -incluyendo los míos- por las ventanas de los pisos
para quemarlos en la calle. Se declararon todos los partidos políticos
«en receso» y los de Unidad Popular y la izquierda se prohibieron y se
requisaron sus oficinas y propiedades.
La policía había
realizado una redada dos veces en nuestro apartamento después de que
unos vecinos de derechas alegaran que allí albergábamos un arsenal de
armas. Fue una imprudencia por mi parte volver -diez días después del
golpe de Estado- a recoger algo de ropa y ya me iba cuando la policía
bloqueó la calle y una patrulla armada me detuvo.
En la
comisaría había un ambiente de histeria. Los carabineros habían luchado
el día del golpe de Estado entre los que eran leales a la constitución y
los que apoyaban el golpe. Los supervivientes habían estado de guardia
casi permanentemente, alimentados con rumores de que «habían llegado
extranjeros a Chile para asesinar a sus familias». Aunque parecía
improbable -debido a mi pelo rubio y ojos azules- me acusaron de ser
extremista cubano. Una pila de libros -quizá los míos incluidos- se
quemaba en el patio y el humo me llegaba a través de los barrotes de la
celda donde me retenían.
En el Estadio Nacional
Más tarde ese día me llevaron al Estadio Nacional, el gran recinto
nacional de fútbol y deporte. La entrada estaba atestada de grupos de
prisioneros que llegaban de los cuatro puntos de la capital. Había un
grupo importante con batas blancas, médicos y enfermeros de uno de los
principales hospitales, detenidos porque se habían negado el mes
anterior a unirse a sus colegas de derechas en una huelga contra el
gobierno.
Nos llevaron como rebaños hasta los vestuarios y
despachos. Los soldados estaban situados con ametralladoras a lo largo
del pasillo que rodeaba el estadio por debajo de las gradas. Éramos 130
en nuestro camarín, un vestuario de equipo donde sólo podíamos dormir
por la noche en filas y tocándonos pies con cabeza. En la celda contigua
había mujeres; algunas habían sido horriblemente vejadas y torturadas,
pero su moral y cánticos nos sostuvieron durante los días siguientes.
Las fotografías del momento tienden a mostrar a los prisioneros en las
gradas. Pero estos prisioneros sólo eran una pequeña parte del número
total, mientras muchos más permanecieron en las celdas subterráneas y
aquellos prisioneros que se seleccionaron para interrogación, tortura y
eliminación se llevaron al velódromo colindante.
Yo tuve
suerte. Mi familia y amigos habían informado a la embajada británica de
que estaba desparecido y en el séptimo día de mi detención en el estadio
el cónsul británico se presentó para obtener mi liberación. Quería
quedarme en Chile pero sin documentos ni empleo -todos los extranjeros
del Instituto habían sido suspendidos indefinidamente por el nuevo
director nombrado por los militares- no tuve más remedio que partir.
Otros muchos fueron menos afortunados. Al ingeniero brasileño que estuvo
conmigo en el camarín lo encapucharon y golpearon en los oídos con un
bate de madera hasta que casi no oía y fue interrogado tanto por la
inteligencia chilena como por la brasileña. Se lo comenté a Amnistía
Internacional, pero nunca supimos qué fue de él.
El neoliberalismo empieza aquí
Cuando volví a Gran Bretaña me uní a la Chile Solidarity Campaign que se estaba formando con el apoyo de Liberation, los principales sindicatos, el Partido Laborista y el Partido Comunista, el IMG [Grupo Marxista Internacional] e IS, gente
procedente de las iglesias y el teatro y académicos, artistas y
músicos. En ese momento creíamos que la dictadura duraría poco y
personalmente esperaba volver a Chile para retomar mi vida allí.
Pero no entendimos entonces que el régimen de Pinochet fue mucho más
que la suma de sus tropas, el armamento y la represión. Fue un proyecto
económico completo, quizá el primer intento total de implantar una
revolución neoliberal mediante la conmoción extrema de un golpe de
Estado y una dictadura. Pero el poder que lo apuntaló no residía en el
Ministerio de Defensa de Santiago, sino en Washington y Chicago, en las
sedes centrales de las corporaciones, los bancos y los comités de
expertos, en la City de Londres, Delaware y los imperios extraterritoriales emergentes que tan brillantemente documentó Naomi Klein en La Doctrina del Shock.
Estas instancias dominaron no sólo Chile sino los Estados y las
economías de gran parte del mundo desarrollado que a pesar de la actual
recesión, siguen dominando.
La lucha contra esta dictadura
económica globalizada acaba de empezar. Incluso en Chile, más de 20 años
después del fin del régimen de Pinochet, los miles de estudiantes que
han tomado las calles saben lo que piden: que se ponga fin al modelo
liberal en la educación y otros servicios públicos y que se reinstaure
la provisión universal como derecho humano.
Mike Gatehouse es activista y periodista. Vivió en Chile en 1972 y 1973 y después de partir trabajó en la Chile Solidarity Campaign y el Comité de Derechos Humanos de El Salvador. Es ahora miembro del equipo editorial de Latin America
Vía:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=174990&titular=la-primera-dictadura-de-la-globalizaci%F3n-
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