Los ojos de Monet
John Berger
Mucho se ha dicho y elaborado a propósito de aquella famosa observación de Cézanne sobre si Monet fuera sólo un ojo,
¡menudo ojo! Más importante ahora, tal vez, reconocer la tristeza de
los ojos de Monet. ¿Por qué esa tristeza que aparece en una fotografía
tras otra?Poca atención se ha prestado a esta tristeza, porque no hay lugar para ella en la versión que suele dar la Historia del Arte del significado del impresionismo. Monet fue el líder de los impresionistas (el más coherente y el más intransigente), y el impresionismo fue el inicio del movimiento moderno, una suerte de arco triunfal por el que pasó el arte europeo para entrar en el siglo XX.
Hay algo de cierto en esta versión. El impresionismo marcó efectivamente una ruptura con la historia de la pintura europea anterior, y mucho de lo que le sucedería –postimpresionismo, expresionismo, abstracción– puede considerarse en parte engendrado por este primer movimiento moderno. Es igualmente cierto que hoy, medio siglo después, las obras tardías de Monet, y en particular los Nenúfares, parecen haber prefigurado la obra de artistas tales como Pollock, Tobey, San Francis, Rothko.
Se podría argumentar, como lo hizo Malevich, que las veinte pinturas de la fachada de la Catedral de Ruán vistas a diferentes horas del día y bajo diferentes condiciones climáticas, ejecutadas por Monet a principios de la década de 1890, fueron la última prueba sistemática de que la historia de la pintura nunca volvería a ser la misma. Esta historia tendría que admitir desde entonces que cada apariencia podría considerarse una mutación y que la propia visibilidad debía considerarse un flujo.
Es más, si uno piensa en la claustrofóbica cultura burguesa de mediados del siglo XX, es imposible no ver la liberación que supuso la aparición del impresionismo. Pintar al aire libre frente al motivo, observar directamente, otorgar a la luz la hegemonía que le corresponde en el dominio de lo visible, relativizar todos los colores (de forma que todo chisporrotea), abandonar la pintura de leyendas polvorientas y toda ideología directa, hablar de las apariencias cotidianas que conforman la experiencia de un público urbano más amplio (una fiesta, un día de campo, unos barcos, unas mujeres sonriendo al sol, banderas, los árboles en flor: el vocabulario de imágenes impresionistas es el de un sueño popular, el del esperado, querido, domingo profano), la inocencia del impresionismo (inocencia en el sentido de que abolió los secretos de la pintura, los sacó a plena luz del día, ya no había nada que ocultar y, por consiguiente, la pintura amateur no tardó en seguirle): ¿cómo no iba a considerarse todo esto una liberación?
Veinte años antes de pintar la fachada de la Catedral de Ruán, Monet pintó Impression Soleil Levant (tenía treinta y dos años por ese entonces), y fue pensado en esta pintura como el crítico Castagnary acuñó el término impresionismo. La pintura es una vista del puerto de Le Havre, en donde Monet pasó su infancia. En primer plano se ve la diminuta silueta de un hombre remando de pie en un bote con otra figura a su lado. Apenas visibles en la media luz de la mañana, entrecruzan el agua mástiles y grúas. Por encima, pero todavía bajo en el cielo, hay una pequeño sol naranja y, por debajo de éste, su encendido reflejo en el agua. No es la imagen de un amanecer (aurora), sino la de un nuevo día que entra inadvertidamente, de la misma forma en que se escapó el de ayer. El talante del cuadro recuerda el poema de Baudelaire “Le crépuscule du matin”, en el que el día que se inicia es comparado con el llanto de alguien al despertarse.
Y sin embargo, ¿qué es exactamente lo que constituye la melancolía de esta pintura? ¿ Por qué otras escenas similares pintadas, por ejemplo, por Turner, no provocan un sentimiento parecido? La respuesta reside en el método utilizado en la pintura, en esa práctica que precisamente recibiría el nombre de impresionismo. La transparencia del fino pigmento que representa el agua a través del cual aparece la trama del lienzo, las pinceladas rápidas, quebradizas como paja, que evocan las ondulaciones del esparto, las zonas de sombra restregadas, los reflejos que ensucian el agua, la veracidad óptica y la vaguedad objetiva, todo ello convierte la escena en algo improvisado, decrépito. Es una imagen del desamparo. Su misma insubstancialidad hace imposible todo cobijo. Al mirarla se te viene a la cabeza la imagen de un hombre intentando encontrar el camino de vuelta a casa a través de un decorado teatral. Los versos de Baudelaire en “ Le cygne”, publicado en 1860, acompañan perfectamente el lento suspiro exhalado ante la precisión de la escena y la censura que expresa. “.... la forme d’une ville/ Change plus vite, hélas, que le coeur d’un mortel.”, (“la forma de una ciudad/ Cambia más aprisa, ay, que el corazón de un mortal”).
Claude Monet, Camille Monet sobre su lecho de muerte, 1879 |
En la primera pintura, las flores del lilo tienen un brillo de cobre malva; en la segunda, toda la escena está iluminada como una hoguera recién prendida: ambas están animadas por un tipo diferente de energía lumínica; aparentemente ya no hay huellas de decrepitud, todo resplandece. ¿Óptica pura? Monet hubiera afirmado con la cabeza. Era un hombre de pocas palabras. Y, sin embargo, no es sólo eso.
Ante el lilo pintado uno experimenta algo diferente de todo lo que ha podido sentir frente a cualquier pintura anterior. La diferencia no es una cuestión de nuevos elementos ópticos, sino de una nueva relación entre lo que estás viendo y lo que has visto. Cualquier espectador reconocerá esta sensación si se detiene a reflexionar un momento; todo lo que puede cambiar es la elección personal de las pinturas que revelen más vívidamente a cada cual la nueva relación. Hay cientos de pinturas impresionistas, ejecutadas durante la década de 1870, entre las que se puede escoger.
La intensidad de esta experiencia puede ser alucinante. La caída hacia el pasado con la creciente excitación que la acompaña, que al mismo tiempo es la imagen inversa de la esperanza de que vuelva, una renuncia, tiene algo comparable al orgasmo. Finalmente, todo es simultáneo e inseparable del fuego malva del lilo.
Y, sorprendentemente, todo esto puede deducirse de una afirmación que Monet hizo, con ligeras variaciones en las palabras, en diferentes ocasiones: “El motivo es para mí totalmente secundario; lo que quiero representar es lo que existe entre el motivo y yo.” (1895). Lo que él tenía en mente eran los colores; lo que por necesidad le viene a la mente al espectador son recuerdos. El hecho de que por lo general el impresionismo se preste a la nostalgia (obviamente en ciertos casos particulares la intensidad de los recuerdos excluye toda nostalgia), no se debe a que vivimos un siglo después, sino que es simplemente el resultado de la forma en que estas pinturas exigen siempre ser leídas.
Lo que muestra una pintura impresionista está ejecutado de tal forma que uno se ve obligado a reconocer que aquello ya no está ahí. Es en este punto y sólo en éste en donde el impresionismo se acerca a la fotografía. Uno no puede introducirse en una pintura impresionista; en lugar de eso, la pintura extraerá tus recuerdos. En cierto sentido, es más activa que uno mismo: ha nacido el espectador pasivo; lo que recibes se toma de lo que sucede entre tú y la pintura. Dentro de ella ya no sucede nada. Los recuerdos extraídos a menudo son placenteros: la luz del sol, las orillas del río, los campos cubiertos de amapolas y, sin embargo, son también angustiosos porque cada espectador permanece solo. Los espectadores están tan separados como las pinceladas. Ya no hay un punto de encuentro común a todos.
Volvamos ahora a la tristeza de los ojos de Monet. Monet creía que su arte era un arte profético y que estaba basado en el estudio científico de la naturaleza. O, al menos, esto es lo que empezó creyendo y a lo que nunca renunció. El grado de sublimación que implicaba esta creencia queda patéticamente demostrado en la historia de la pintura que hizo de Camille en su lecho de muerte. Camille murió a los treinta y dos años. Muchos años después, Monet confesaría a su amigo Clemenceau que su necesidad de analizar los colores constituía tanto la alegría como el tormento de su vida. A tal punto, continuaba diciendo, que un día se encontró mirando el rostro sin vida de su querida esposa y lo único que se le ocurrió fue observar sistemáticamente los colores, ¡como llevado por un reflejo automático!
Claude Monet, Impression Soleil Levant, 1872 |
Y, sin embargo, se diría que Monet era ciego en este punto, que no veía la consecuencia de su propio acto de pintar. El positivismo y el carácter científico que reivindicaba para su arte nunca concordaron con la verdadera naturaleza de éste. Lo mismo puede decirse de su amigo Zola. Zola creía que sus novelas eran tan objetivas como informes de laboratorio. Y esto explica el hecho de que la memoria sea el eje no reconocido de toda la obra de Monet. Su famoso amor por el mar (en el que quería que lo sepultaran a su muerte), los ríos, el agua, era tal vez una manera simbólica de hablar de las mareas, las fuentes, la recurrencia.
Y aquí nos encontramos ante el quid de la contradicción que vivió Monet como pintor. El impresionismo cerró el tiempo y el espacio en los que la pintura anterior había podido preservar la experiencia. Y como resultado de este cierre, que se vio, por supuesto, acompañado y finalmente determinado por los desarrollos sociales que tuvieron lugar a finales del siglo XIX, ambos, pintor y espectador, se encontraron más solos que nunca, más agobiados por la ansiedad de que su propia experiencia era efímera y carente de sentido. Ni siquiera todo el encanto y la belleza de IIe de France, un sueño dominguero del paraíso, podía consolarlos.
Sólo Cézanne comprendió lo que sucedía. Sin ayuda de nadie, impaciente, pero sostenido por una fe que no tenía ninguno de los impresionistas, se lanzó a la monumental tarea de crear una nueva forma de tiempo y espacio en la pintura, de modo que finalmente la experiencia pudiera volver a ser compartida.
fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2010/08/29/sem-john.html
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